Solenoid.
Humanitas, 2015.
Solenoide.
Impedimenta, 2015.
Traducción: Marian Ochoa de Eribe.
Solenoide es una ditirámbica, barroca, onírica y arriesgada novela de 800 páginas, cuyos temas recurrentes son el influjo de los sueños en la realidad, el doble, el enigma de la creación, la cuarta dimensión, el hastío cotidiano, la reconstrucción de los recuerdos, en definitiva, Solenoide es una fascinante inmersión en el universo "cartaresquiano". Solenoide es también un espectacular pandemónium en torno a la ciudad de Bucarest, con quien el autor mantiene una relación de amor-odio, y que funciona a modo de caldera magnética con indisimulados ecos de Kafka y Dostoievski.
El narrador -le llamaré Cartarescu-, es profesor de la Escuela 86 de Bucarest. Novelista frustrado -el día en que presenta su poema La caída -premonitorio título- en un círculo literario y fracasa, su vida se escinde en dos, la suya y la del novelista de éxito que pudo ser-, recorre diariamente el camino de la casa a la escuela y vuelta por inercia. Como vía de escape a tan estéril rutina escribe unos diarios sin ambición literaria -destinados a la extinción-. Su casa tiene forma de barco y en el sótano hay un solenoide inventado por un loco que le permite levitar en su dormitorio -en realidad es tan sólo uno de los seis dispersos por toda Bucarest-.
Podríamos establecer varios niveles de ficción (o realidad) en esta novela. Por un lado está la colección de sueños anotados en cuadernos antiguos -el autor insiste en que no encierran ningún sentido último-. Por otro, historias que lindan con lo fantástico pero que están encuadradas en un entorno real y que a veces derivan hasta la alucinación, visitadores nocturnos -que observan, al pie de la cama-, la visita a la morgue de la secta de los piquetistas y la aparición de la estatua de la condena en un reincidente guiño kafkiano -y que tendrá una segunda parte en la que Cartarescu no dudará en colocarnos nueve páginas de "¡socorro!"-, los objetos que recoge la niña Valeria en una explanada del campo, la inspección de la fábrica abandonada -las dos últimas en la línea de su lírica Nostalgia.
Hay un tercer nivel que se corresponde con la realidad biográfica del narrador -en el contexto de una imagen ruinosa pero a la vez luminosa de la ciudad de Bucarest, sus calles, edificios, parques, barrios, nos acompañan en este fascinante paseo- y donde leemos los episodios escolares, habitados por una serie de variopintos personajes como son el director Borcescu, las profesoras Florabela -exuberante pelirroja-, Irina -con quien Cartarescu tendrá una hija, motivo que facilitará el punto álgido del discurso, esto es, la obligada elección del autor entre vida y escritura (o arte)-, Caty -a través de la que conectará con los piquetistas-, o el portero Ispas -temeroso de ser secuestrado por extraterrestres. Este armazón biográfico que sostiene la novela tiene su base en los capítulos de la infancia. La estancia en el hospital de Voila para tuberculosos del niño Cartarescu -y que lo empareja con otros autores como Thomas Bernhard y sus libros autobiográficos El aliento y El frío, Thomas Mann y su Montaña mágica, y Kafka y sus ingresos en diferentes clínicas-, la historia del hermano gemelo muerto prematuramente (episodio resonante de su trilogía Cegador), el suplicio de las inyecciones, la inquietante operación en la Clínica Máquina de Pan (cuya intención permanece desconocida)-, la del pequeño Mircea, vestido como niña por su madre o la ascensión en la plataforma a la que se subían los niños para ver el interior de la casa de enfrente, son pasajes de gran sensibilidad en los que el talento de Cartarescu brilla especialmente. Los pasajes del profesor -perdido entre aulas y pasillos- me han hecho recordar -si no por el estilo sí por la temática y el contenido emocional- al noruego Knausgard (Bailando en la oscuridad). Esta semejanza con Knausgard -y sus tortuosas relaciones amorosas- se advierte con mayor claridad en la historia de Stefana, víctima de un trastorno psicótico (un tema similar al de la reciente película, rumana también, de Calin Peter Nezer, Ana, mon amour), y que es, sin duda, la mejor parte de la novela -uno se pregunta qué hubiera sido de Solenoide si se hubiera prescindido del tejido onírico y del imaginario seudokafkiano, y se hubiera centrado en la vida y milagros del profesor Cartarescu.
Uno de los grandes aciertos de Solenoide es la aproximación a diversas figuras históricas que enriquecen el escrito. Así conocemos las vidas de los matemáticos Hinton y Boole, la escritora Ethel Voynich -autora de El tábano-, los hermanos Minovici, y el psicólogo Nicolae Vaschide.
Es la mediocridad -el amateurismo, el eterno diletante- uno de los temas centrales del libro -encontrando su modelo literario en el Efimov dostoievskiano, referido en múltiples ocasiones-, y que parece homenajear a esos oscuros funcionarios que esconden un genio inconmensurable -léanse Pessoa o Kafka-. Y es Kafka precisamente una de las fuentes de inspiración más claras de Cartarescu -el libro favorito del narrador son los Diarios del escritor praguense-, recreando incluso una nueva metamorfosis, en esta ocasión en forma de sarcopto. También la figura de Borges hace aparición -citado a propósito de Hinton, un personaje mencionado en el relato "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius"-, y es de alguna manera el mismo mundo laberíntico e inmortal del argentino el que resuena en estas páginas.
En definitiva, Solenoide es una obra que depara momentos de excepcional literatura -la parte biográfica, las incursiones historicistas-, y otros de puro esteticismo -la parte onírica y alucinógena-. No obstante, los primeros justifican con creces la lectura de tan intensa y extensa obra -y los segundos bien merecen una segunda lectura para sonsacar el tesoro que presumiblemente esconden.