viernes, 23 de octubre de 2015

Y Seiobo descendió a la Tierra. László Krasznahorkai.

Seiobo járt odalent.
2008 Krasznahorkai.
2015 Acantilado.
Traducción 2015 de 
Adan Kovacsics Meszaros.
Primeras páginas: 
Y_Seiobo_descendio_extracto.pdf

Krasznahorkai se adentra en el complejo mundo de la ceremonia y nos deja sin aliento. El guionista de Béla Tarr ha dejado de lado sus personajes oscuros, ebrios y perdidos en paisajes de nieve y fango, revueltas populares y tabernas obreras de La melancolía de la resistencia y los ha sustituido por abnegados monjes, restauradores incansables y singulares personajes que circulan entre maravillosas piezas de arte y lugares de ensueño.
Los capítulos se enumeran según la serie Fibonacci . ¿A qué se debe esta ocurrencia? Seguro que se da una explicación en algún sitio para mayor gloria del autor. 
Estos son los títulos de los relatos:

En total son 17 relatos, 6 de temática japonesa (Kamo, Buda, máscara Nó, maestro, santuario, Ze´ami) , 3 de arte renacentista italiano (Botticelli, Venecia, Il Perugino), dos de arte clásico (Acrópolis, Venus de Milo), tres si incluimos a la Alhambra, uno sobre música del barroco (Bach), dos de arte contemporáneo (el escultor Grigorescu, el pintor Kienzl), uno de arte medieval ruso (Rublev), y una coda china. ¿Qué significa este reparto? No lo sé.

En la contraportada se dice que la deidad Seiobo vuelve a la Tierra en busca de la perfección pero la figura de Seiobo aparece sólo en un relato (Vida y obra del maestro Inoue Kazuyuki) y la única referencia a este descenso proviene del título del libro. Kraszna ha recopilado una serie de narraciones sin aparente conexión donde la belleza y lo metódico parecen ser los temas principales. Los textos son, bien ficticios, bien recreaciones históricas. Hay que reconocer a escritores como Cartarescu, Pitol, Kratochvil o el propio Krasznahorkai su interés por revitalizar la narración en pleno siglo XXI, en definitiva, el valor de escribir después de Proust, porque, me digo, hay que estar loco para escribir después de Proust, es absurdo que alguien escriba después de Proust -tan solo Bernhard pudo huir del influjo Proust, me digo-, escribir después de Proust, leer a un "no Proust", ¡ridículo!, me digo, ¡después de Proust no hay nada!-me dije remedando a cierto personaje del libro, bernhardiano, por cierto, que defiende la nada después de Bach-.  
En el primer capítulo una garza espera paciente la llegada de una presa anclada en mitad del río Kamo mientras el mundo transcurre inadvertidamente a su alrededor ("Ni el más mínimo gesto sugiere que en algún momento saldrá de ese estado de inmovilidad absoluta" -¿saldrá el lector del estado de sopor absoluto -qué tiene de malo el sopor, me pregunto-?-). Es un capítulo de una gran belleza, es decir, un aburrimiento -al fin y al cabo la belleza es aburrida, está ahí, esperando que se la admire, sin más-. Del libro de Ester está sacada la historia de la reina persa Vashti, esposa del rey Artajerjes II. Apasionante por momentos, la narración sin embargo despide cierto aire infantil, según Kraszna (¿es él el narrador? ¿somos nosotros los lectores?) la historia había que contarla como si fuera un cuento ( "Porque, lamentablemente,la existencia de Vashti y la existencia de Ester, la historia de Vashti  y la historia de Ester sí que fueron puestas en duda por las llamadas investigaciones históricas, desde un principio se sospechaba que todo el asunto de Ester y sobre todo de Vashti, Asuero, Mardoqueo y Amán y del gran festín real y de todo aquello que allí acaeció, de hecho, no acaeció, cuanto ocurre en el libro de Ester es tan indemostrable e imposible de situar, tan inidentificable y propio de una fábula, dicen, que no pudo suceder en realidad, de modo que es mejor imaginarlo como cuento y a Ester, Vashti, Asuero, Mardoqueo y Amán como personajes de un cuento o, en un plano más elevado, de un mito, porque, esto afirmaba y sigue afirmando una parte considerable de los expertos, todo el Libro de Ester y, en particular, Vashti, que desempeña allí un mero papel secundario, simplemente carecen de una base real, de tal modo que, si no la sustancia, eso no, sí el origen de la festividad de Purim se pierde en la niebla y es de suponer que su relación con el Libro  de Ester sólo se estableció más tarde..." (etc)). Como sucede en otros episodios dos historias confluyen, por un lado la reina Vashti, por otro unos arcones del taller de Botticelli cuyo encargo acuerda su discípulo Filippino con una gran familia. 
En un monasterio se retira una gran estatua de Buda para ser restaurada en el Museo Nacional. Los monjes llevan a cabo un complejo protocolo que Kraszna presenta con todo detalle -esta idea de ceremonia y también del procedimiento normalizado -hasta lo grotesco (tan exigente que es imposible cumplirlo en su totalidad ni tras meses de preparación)- está presente en muchos de los relatos y el autor se recrea en su descripción (dos conceptos que parecen contrapuestos y que parecen ir de la mano, el protocolo técnico y la invención artística. ¿Por qué el ser humano ha protocolizado hasta puntos irrisorios toda su actividad, no sólo la artística? El ritual -¿lo mecánico?- como exageración es una de las reflexiones que guarda el libro de Krasznahorkai -y, paradójicamente, ¿no estaba cayendo Kraszna en esa misma debilidad protocolaria al escribir de forma protocolaria cada paso del protocolo exhibido (y, así mismo, el lector ¿no era esclavo del procedimiento habitual de lectura, es decir, leía página tras página, capítulo tras capítulo, bien reconfortado en el sofá de su casa?)?-)-. A ratos apasionante, a ratos no tanto -tanta minuciosidad me recordaba a las novelas de Kobo Abe, si bien yo pensaba que Abe era un genio, y su narración analítica resultaba fascinante-, el relato sigue el proceso de restauración del Buda, salvo cuando se centra en la figura de uno de los restauradores -sufre mobbing por parte del jefe-, pensamos que el relato seguirá otros vericuetos, que adoptará una perspectiva más "humana", pero es un espejismo, Kraszna retoma el ritual -de la restauración esta vez- y concluye el relato con la recepción del buda -otro ritual- en el monasterio -se observa una contraposición extraña entre el ritual budista y el procedimiento restaurador, ambos tan exigentes que resultan insalvables-. Hay otro episodio de una restauración, esta vez de una tabla renacentista procedente del taller de Bellini -¿está obsesionado Kraszna con la restauración? ¿quiere decirnos algo?-. Un tipo vuelve a Venecia once años después para ver un cuadro del Cristo muerto, no sabemos si la vez anterior también vio el cuadro o estuvo ya en el museo y no vio el cuadro o el cuadro ha despertado su interés recientemente o qué. Los expertos no se ponen de acuerdo en su autoría, unos la atribuyen a Tiziano pero un proceso de limpieza saca a relucir la firma de un autor secundario pero ¿quién va a acudir al museo para ver la obra de un artista semidesconocido? Es más interesante que se siga creyendo obra de Tiziano (velada reflexión sobre el mundo del arte). La tabla se expone en un museo, Scuola Grande di San Rocco, repleto de Tintorettos que no son de Tintoretto, dice el hombre, y lo persigue el vigilante porque es el único visitante del museo y el vigilante el único vigilante del museo -una vez estuve en el museo de Solothurn en Suiza, cerca de  Berna -en el suelo del parque botánico alguien perdió un papel que ponía "Robert Walser Jakob von Gunten"-, allí había un cuadro de Holbein, el vigilante me seguía por todas las salas, yo iba anotando en un cuaderno de notas mis propias notas hasta que el vigilante se cansó porque seguro que pensaba que yo estaría media hora como mucho paseando por el museo y no podía imaginar que yo estaría más de dos horas en aquel pequeño pero hermoso museo copiando notas, no tanto reflexiones, de los cuadros que yo veía, nota tras nota, ¿dónde estarán esas notas ya? ¿para qué sirvieron? y así fue que el vigilante dejó de seguirme-, y el visitante al que seguimos desde el principio -a la vez que él es seguido o cree ser seguido- piensa cosas y es gracioso y piensa que lo quieren matar y cree ver que los párpados del Cristo se mueven, y al final -spoiler- no va a salir nunca del museo ese. 
En Así se hace un asesino, un ciudadano del Este llega a Barcelona decidido a comenzar una nueva vida. Al no encontrar trabajo se dedica a deambular hasta que agota sus ahorros y debe alojarse en un hogar para indigentes. Un día camina por el Paseo de Gracia y entra en la Pedrera de Gaudí sin saber por qué, allí admira unos cuadros religiosos de una exposición -estuve allí en 2007, en la sala de exposiciones de la Fundación la Caixa, viendo una gran exposición de Nicolás de Stäel (los bancos lo tienen todo, nuestro dinero, nuestras casas, nuestra cultura...)-, cuando realmente nunca le había interesado el arte. Entre ellos hay una copia de La Trinidad de Rublev -¿cómo puede uno leer sobre Rublev -Rubliov, escribe Krasznahorkai- y no pensar en la película de Tarkovsky -de la que sólo recuerdo que es extraordinariamente larga-?-. Krasznahorkai explica el origen de esa pintura de Rublev, de las diferencias con las copias, ¿sabe todo eso el indigente -como él mismo confiesa no entiende nada de arte, tan sólo trabajó una temporada en un taller de restauración-? 
Con un estilo intencionadamente enrevesado -deudor en parte de Bernhard-, el escritor aporta numerosos nombres propios, de artistas, localidades, procedimientos técnicos, expresiones japonesas, en definitiva, una lluvia de información que puede ofuscar al lector. Todo es técnicamente muy loable pero Krasznahorkai se queda a medio camino en su intención -sea cual sea-, porque casi todo parece impostado, prefabricado, sin chispa,...  -qué leve es a veces la frontera entre lo brillante y lo mecánico, me digo estúpidamente-
En La vuelta a Perugia seguimos el retorno -sospechamos que- de Il Peruggino -demonios, di desde el principio "iba el Perugino...", y no te andes con rodeos, y llama a Botticelli Botticelli, ya sabemos que has mirado en un libro de arte -ni siquiera eso, ahora se mira en google- el verdadero nombre de Botticelli- a su natal Perugia después de haber trabajado durante años en Florencia. El ajetreado trayecto de los ayudantes durante cuatro días de accidentada marcha en carro ocupa la mayor parte de la narración, consiguiendo un contrapunto extraordinario con la belleza de la tabla encargada a Il Perugino para ser terminada en el año 1500 con esos azules ultramar y bermellones y la preparación de la tabla, encolado, triturado de pigmentos, etc..., y es que el lector termina sintiendo ese cansancio insoportable de los viajantes, esa vía Casia totalmente despedrada, esos caballos a punto de reventar -al final aparece Raffaello como uno de sus ayudantes más capacitados ("sólo sabían que venía de Urbino, que sabía dibujar y pintar y poca cosa más, tampoco se interesaban mucho por él")...". 
La obra que prepara a hurtadillas el escultor Grigorescu es muy ocurrente -un concepto, el de la ingeniosidad, que parece primar en el arte actual-, y lo convierte en una especie de Miguel Ángel ecológico. 
Muy interesante es la visita a la Alhambra -por la descripción del trayecto el protagonista parece utilizar la Cuesta del Rey Chico en lugar de la más turística y asfaltada Cuesta de Gomérez-. Krasznahorkai se refiere al nombre del monumento, su naturaleza, sus constructores, el año de edificación, su historia, las distintas hipótesis de los expertos, queda maravillado por las geometrías allí talladas, por la increíble belleza del recinto, por lo absurdo que puede resultar tal belleza, por su falta de sentido.
En otro capítulo un tipo -¿será el mismo una y otra vez? ¿tiene sentido que sean "otros"?- va a Atenas para cumplir el sueño de ver la Acrópolis, hace muchísimo calor, el resplandor del sol le impide ver el Partenón, vuelve al centro y (spoiler) lo atropella un coche. En otro, un fabricante de máscaras de teatro Nó trabaja en su próxima careta...
En fin, no sé qué sentido tiene explicar de qué trata cada relato, creo que Krasznahorkai podía haber escrito un libro de ensayos de arte y no disfrazarlos en forma de narraciones. A veces el libro es divertido en su deformación. Entonces llega el episodio del vigilante del Louvre, ese vigilante al que le asignan la sala de la Venus de Milo y que a veces explica a algunos visitantes la importancia de Praxíteles, y es este uno de los mejores relatos, la vida de ese hombre dedicada a admirar la Venus, tan solo coge unas líneas de metro de su casa al museo y vuelta, pasa ocho horas delante de la escultura, se pregunta si no es absurda tanta belleza -ese personaje encontró el sentido a la vida, ¿ridículo?, ridículo es no encontrarle ningún sentido-, y luego viene el relato de la conferencia del barroco y Bach de un arquitecto prejubilado, un relato con claras reminiscencias bernhardianas, que debía haber durado doscientas páginas más, quizás todo el libro, quizás esos dos relatos debían haber ocupado todo el libro, la venus por un lado y el arquitecto prejubilado por otro, me digo, esos dos grandiosos relatos que por sí justifican el libro y quizás toda la obra de Krasznahorkai también, y luego viene el relato del pintor Kienzl que parece inspirado en Hodler que era paisajista sobre todo, aunque también pintó la inquietante La noche del museo de Berna y que vi un día lluvioso, y la mujer muerta del museo de Basilea, que representa a la amante de Hodler, Valentine, así como aparece en el relato Augustine y la misma Valentine, sin duda ese pintor que espera en la cola de la taquilla en la estación de Ginebra para partir a Lausana es Hodler -y donde un viejecito hace siempre algún comentario por cada billete que expende-, que pintó el lago Leman y esa mujer muerta que recuerda al cristo muerto de Holbein del museo de Basilea y que el protagonista de El idiota de Dostoievski visitara y quedara fascinado en lo que era un pasaje autobiográfico prácticamente, y el porqué Krasznahorkai lo llama Kienzl, pintor suizo, eso no lo sé, un nombre que recuerda a Klee y cuya biografía en el relato puede recordar a Klee, pero que en definitiva se refiere a Hodler ese Kienzl del relato, si bien Hodler murió en 1918 y la acción transcurre en 1919 creo, y leemos algunas ciudades suizas como Berna, Zurich, y ¡Solothurn! sí, esa preciosa y pequeña ciudad que mencioné anteriormente no recuerdo ya a cuento de qué -ah, sí, estuve en Solothurn, era un día festivo, estaba el centro histórico desierto, hacía frío...-, y de hecho esos dos capítulos son tan extraordinarios que ahora ya el resto del libro me parece más flojo de lo que me parecía antes de leer esos dos relatos, porque he comprendido que Krasznahorkai tiene un talento que asoma en ocasiones, y hay que estar ojo avizor, leer con esperanza todo el libro hasta que aparece esa luz, ese destello genial -¡cuando más se aproxima a Bernhard!-. En Una pasión particular el arquitecto prejubilado anuncia la aniquilación del Barroco por las orquesta actuales -esto de la aniquilación suena muy bernhardiano, en serio-, arremete contra Karl Richter ("tosco diletante" -calificativo bernhardiano donde los haya-), Harnoncourt ("Harnancourt" -sic-) ("tosco"), Magdalena Kozená ("cada vez más débil"), Bartoli ("frívola") pero ensalzaba a Lorraine Hunt ("agradecido") cuando lo cierto es que Hunt gritaba a Haendel, y eso lo tenía yo claro desde la primera vez que escuché a Lorraine Hunt cantar a Haendel, es decir, que Lorraine Hunt no cantaba a Haendel sino que gritaba a Haendel era más que evidente, y eso lo pude constatar en aquel aria que abría el disco recopilación de harmonia mundi en su décimo aniversario -¡hace ya muchos años, todo se acaba, vamos a morir, de eso no hay duda!- cuando quedaba su voz  sola ante la nada y gritaba aquello, era un grito demencial el de Lorraine Hunt, de una gran belleza, por cierto, bueno, su personaje digamos, no en realidad Krasznahorkai, también habla del niño prodigio Mozart ("saltimbanqui de la gracia"), lo cual era inadmisible, bueno, en fin, que después del barroco no hay nada (y se mencionan autores secundarios como Fux o Reincken -sic-), dice ese arquitecto que nunca vio llevado a cabo ninguno de sus proyectos, que la Pasión según san Mateo de Bach es el punto culminante, que no hay nada después ni antes que lo supere, cuando él mismo habla de lo inadecuado que es hablar de
superioridad entre obras musicales, CLARO QUE TAMBIÉN FUE UNA TREMENDA CASUALIDAD O GUIÑO CÓMPLICE QUE en el relato de la reconstrucción del santuario "no sé qué" -porque como comprenderán es imposible que yo me acuerde del nombre del templo ese, bastante tengo con haber aprendido el nombre de Krasznahorkai y aún así de escribirlo cada vez correctamente, lo cual supone un verdadero suplicio- apareciera una tal señora Bernard -aunque no Bernhard-, una señora antropóloga, un japonés -cuya familia se dedica a la fabricación de telares para teatro Nó- y un estudiante de arquitectura europeo que pretenden llevar a cabo la reconstrucción del santuario en Ise, pero desde el primer momento recibirán la negación de las autoridades, que Krasznahorkai haya descubierto a Bernhard a estas alturas es sin duda un gran descubrimiento para él y para nosotros inclusive porque quién demonios ha tomado el relevo de Thomas Bernhard, es decir nadie, nadie ha tomado el relevo de Thomas Bernhard a su muerte y eso tiene una sencilla explicación que voy a explicar a continuación: porque quien tome el relevo de Thomas Bernhard está abocado al más profundo de los ridículos porque en el estilo de Thomas Bernhard nadie puede escribir a la altura de Thomas Bernhard y quedará en sí mismo como una parodia de Thomas Bernhard, en todo momento estaremos rememorando a Thomas Bernhard y no al escritor que haya tomado el relevo de Thomas Bernhard y me pregunto si Krasznahorkai ha decidido tomar el relevo de Thomas Bernhard después de algo totalmente diferente al estilo de Bernhard en Al norte la montaña de 2005 aunque aquella era una historia muy poética la verdad es que no tenía ni pies ni cabeza, y ahora ha seguido Krasznahorkai con su gusto por lo japonés y en verdad os digo que era más cautivador Krasznahorkai cuando escribía húngaro, es decir, en La melancolía de la resistencia donde era capaz de lo peor -la escena en el bar de los planetas rotando- y de lo mejor -la exhibición itinerante de la ballena gigante o las reflexiones sobre la armonía de Werckmeister-, pero al menos era mucho más original que cuando se puso a escribir japonés porque el hecho de que incluyera muchos nombres japoneses no contribuía en nada a su poética sino que tan sólo la dificultaba y en parte había perdido la poética de Al norte pero en los relatos de la Venus de Milo -¡un excelente relato!- y de la conferencia del arquitecto prejubilado sobre la grandeza del Barroco -¡un notable relato!- Krasznahorkai parecía haber encontrado el tono exacto aunque con cierto -¡con mucho!- aire bernhardiano, y qué se le iba a hacer, en realidad Krasznahorkai era mejor heredero del bernhardismo que Lars Iyer de quien leía estos días igualmente su floja Dogma después de su esperanzadora Magma, aunque Iyer también tenía buenos puntos y sus recaídas bernhardianas eran lo mejor de su prosa lo cual decía bien poco de su prosa genuina y sobre todo decía sobre su interés por ser el nuevo Bernhard, así que yo veía aunque remotamente como posibles herederos de Bernhard tanto a Iyer como a Krasznahorkai, si bien no estaba seguro de que fueran ellos conscientes de este hecho y ya que ningún periodista les había preguntado -aunque Iyer ya se había declarado en alguna ocasión devoto de Bernhard y por ello no tenía que ocultar dicha devoción de ninguna manera -si bien era cierto que una cosa era ser devoto de Bernhard y otra bien distinta intentar ser el heredero de Bernhard- o bien sí le habían preguntado pero yo no había leído esa entrevista, cosa lógica porque en realidad no había leído ninguna entrevista a Krasznahorkai o mejor dicho sí había leído una entrevista que le hicieron cuando le dieron el Premio de algo recientemente, un premio absurdo como todos los premios que se dan (man-booker-international), y por eso Bernhard rechazó un montón de premios como así contaba en su póstuma Mis premios pero Krasznahorkai no rechazó ese premio y había perdido una gran oportunidad de emular a su amado Bernhard porque a estas alturas yo estaba seguro de que Krasznahorkai amaba a Bernhard y como sí había hecho Javier Marías que había rechazado el premio nacional de narrativa como hiciera Thomas Bernhard y aquí sí veía yo un intento de homenajear a su también amado Bernhard si bien Marías no escribía en ningún caso como Bernhard ni lo pretendía porque como buen conocedor de Bernhard era más que consciente del riesgo que eso suponía y por eso quizás Marías era un escritor correcto, sutil, inteligente pero totalmente insoportable e intrascendente y aburrido porque su prosa no decía nada, porque su prosa estaba vacía y aunque sus novelas eran ingeniosas y se leían con interés lo cierto era que su obra era una obra absolutamente coja y fallida con la única excepción de Negra espalda del tiempo, su obra maestra inconclusa que jamás continuó aunque dijo que así lo haría y por qué Javier Marías nunca escribió la segunda parte de negra espalda del tiempo sólo lo sabe él y es una pena porque aún espero que Marías escriba la segunda parte de negra espalda del tiempo y mientras tanto me trago esas obras menores que está escribiendo para entretener al público pero que en realidad son terriblemente malas, esos libros como Los enamoramientos o Así empieza lo malo, pero quiero retomar el sentido de este comentario y volver a Krasznahorkai aunque ya nada tiene sentido, ni este comentario, ni la belleza de la venus de Milo ni de la Pasión de Bach ni de la tabla de Botticelli ni de la máscara Nö de aquel menda que se levantaba al amanecer ni el pollo aquel en el río Kamo..., nada de eso tenía sentido ya.