domingo, 31 de marzo de 2013

Trastorno, de Thomas Bernhard.


Verstörung.
Insel Verlag Frankfurt Am Main, 1967.
Traducción de Miguel Sáenz.
Editorial Alfaguara. Primera edición: Marzo, 1978.
Portada: detalle de El triunfo de la muerte, de Pietr Brueghel.

Segunda novela de Thomas Bernhard, después de la premiada Helada. Carlos Fortea escribe en su introducción a la edición de Los comebarato, en Cátedra: "En 1964 publica la novela corta Amras, a la que sigue su segunda novela, Verstörung (Trastorno, 1967). Con ocasión de esta segunda novela, centrada igualmente en la historia de un personaje trastornado, sus detractores y algunos de sus iniciales admiradores comenzarán a acusarlo de repetirse, de insistir en la fórmula consagrada." Pobrecillos, si pensaban que se repetía en su segunda novela no veas lo que les esperaba, me digo.
El libro se abre con una cita de Pascal: “Le silence éternel de ces espaces infinis m´effraye…
Sinopsis.
El hijo de un médico rural -el narrador, de 21 años-, es estudiante residente en la Escuela de Minas de Leoben. Un fin de semana visita a su padre –viudo desde hace tres años- y a su hermana -suicida en potencia-. La novela se divide en dos partes. La primera parte  comienza cuando el narrador y su padre se disponen a dar un paseo pues el padre quiere hablarle de algo de lo que nunca tiene tiempo para hablar. Este plan se va al traste al recibir la visita intempestiva de un posadero de Gradenberg. Al parecer su esposa ha sido agredida en la posada por un cliente, encontrándose ésta en estado grave. Después del episodio de la posadera el médico rural realizará un itinerario de visitas gracias al cual el narrador conocerá a los más variopintos personajes, todos aquejados de alguna enfermedad que su padre atiende –el agente inmobiliario Bloch y la señora Ebenhöh en Stiwoll, el industrial en Hauenstein, los Fochler en Afling, y los Krainer en una dependencia del castillo, donde finaliza el recorrido con la visita al príncipe Saurau. Allá por donde van reciben noticias de que el sospechoso del asesinato de la posadera, Grössl, continúa huido de la justicia. Se citan a lo largo de esta primera parte ideas recurrentes como las de la naturaleza horrible, la desesperación, el aislamiento, el hastío, el suicidio, el insomnio, el trabajo intelectual, la música clásica, lo siniestro, la enfermedad, la locura, la dependencia. Se narran episodios como el de la jaula de pájaros y de un cuadro antiguo en el molino Fochler, los dibujos del maestro rural Schulz, la hermana del narrador, el hijo de la señora Ebenhöh, el hermano convicto de la señora Ebenhöh, el recuerdo de un cortejo fúnebre, o el joven inválido Krainer y sus grabados de músicos. Así mismo se van conociendo detalles de la proximidad del castillo, concretamente el escudo de armas en la puerta de entrada del molino Fochler. La segunda parte conforma la llegada al castillo y sobre todo el extenso monólogo del príncipe, donde podrán atisbarse los más elementales aspectos de la prosa futura de Bernhard. La primera parte del encuentro con el príncipe, es decir, la primera parte de la segunda parte de la novela, contiene las explicaciones del príncipe acerca de los tres candidatos –Henzig, Huber y Zehetmeyer- para el puesto de administrador –tres solicitantes aparecidos esa misma mañana a raíz de un anuncio fascinante que fascina precisamente porque no es fascinante. Luego el monólogo –apenas interrumpido por el médico o por el propio narrador- discurrirá por temas tan dispares como los insoportables ruidos en el cerebro, la vida del hijo en Londres, la crecida del Ache, la comedia en el pabellón de recreo, la muerte de su padre, un sueño y una hoja escrita, lo grotesco y lo ridículo, los planes para Hochgobernitz, la desesperación, la soledad, el suicidio, el idioma, la incomprensión, la aniquilación de Hochgobernitz y por Hochgobernitz, la demencia, la desintegración de la Naturaleza, el trabajo intelectual del hijo del príncipe, la afición a los periódicos, la desgracia humana, el arte del monólogo, un sueño surrealista con un cuchillo Christofle, el desconsuelo, el filosofar, la enfermedad y la muerte,…
La primera parte se caracteriza por una narración convencional, con numerosos puntos y aparte. Por ejemplo, contabilicé 7 y 8 párrafos en las páginas 38 y 39, respectivamente. En la segunda parte esa forma de narrar va sufriendo una metamorfosis de la mano del discurso del príncipe, derivando en un estilo que anuncia al Bernhard venidero de sus grandes obras maestras La calera o Corrección, y caracterizado por ausencia de puntos y aparte, presencia de guiones explicativos, diálogos lineales entrecomillados, y utilización del recurso “le dije o dijo, dijo el príncipe”, a su vez desde la voz del narrador, encadenando hasta tres voces en una.
Los trastornos de Trastorno.
Diferentes personajes sufren algún tipo de trastorno a lo largo de la novela.
El primero es el que preocupa al padre del narrador, piensa que llevarlo en su peregrinaje consultorio puede inducirle a reflexiones perjudiciales -ya que  precisamente su hijo, según él, tendía siempre a dejarse trastornar por todo. Aparece otro trastorno en la figura de la hermana del narrador. Una vez pasó dos días con su padre en una posada de Zeichstag: “Mi hermana se había levantado tarde y acostado pronto, había parecido trastornada por el lugar y sus alrededores y no había podido considerar la estancia como un descanso”. El maestro rural Schulz había logrado en los últimos meses de su vida un “asombroso dominio del dibujo a pluma”, así que el padre del narrador piensa llevárselos algún día antes de que sus padres decidan tirar esos miles de dibujos porque “les seguían asustando, angustiando y trastornando”.
El perro del molinero Fochler ya “resultaba peligroso en su trastorno”, al no salir nunca del cuarto, vigilando o cuidando al matrimonio impedido.Ya en el castillo el príncipe les confiesa que tras la crecida del río Ache “observaba el lento descenso de las aguas, silencioso, asustado, trastornado, durante dos horas, doctor”. También el príncipe refiere la seguridad “al nivel del trastorno de la edad avanzada” que ha proporcionado la falta de fronteras.Y es precisamente el castillo de Hochgobernitz el origen de muchos de esos trastornos sufridos por sus habitantes durante semanas, “¿Los motivos?, preguntó. No soy yo sólo el afectado por esos trastornos, dijo, todos se ven afectados por ellos”, dice el príncipe. En un momento dado el narrador cree ver en el príncipe un trastorno más allá de los ruidos en su cerebro y de su insomnio: “Porque de pronto vi con claridad que el príncipe es un demente, lo que al principio, mientras él hablaba de la mañana no había comprendido.” Es el trastorno del príncipe quizás el centro neurálgico de la novela. Este se reviste de cierta aura de genialidad, consolidando una idea peregrina en la mente del joven narrador, es decir la de que genialidad y locura pueden no diferenciarse tanto como creemos.
De Kafka y Trastorno.
Las alusiones a algunos relatos de Kafka son más o menos evidentes: El castillo, La metamorfosis, El médico rural o El maestro rural, asoman de alguna manera a lo largo del texto.
En el prodigioso relato El maestro rural, Kafka nos presenta a un maestro rural que elabora un informe acerca del avistamiento de un topo gigante, un informe que no será tenido en cuenta por la policía, poniendo en evidencia el poco rango social e intelectual atribuido a esta profesión. En la posada de Abraham el médico rural habla a su hijo sobre el destino de estos maestros, de los que dice que “teniendo ya una tendencia precoz a considerar la vida sólo como un horrible castigo (¿de Dios?), al vivir constantemente en un ambiente que no los tomaba en serio, despreciados por todos, vegetaban en una clima que destruía a su débil corazón y los empujaba a aberraciones sexuales.” La ruralidad como origen de la degeneración humana. También, Zehetmayer, uno de los candidatos a la administración del castillo, es un maestro que ha dejado de serlo tras ser acusado de un delito y apartado del servicio sin derecho a pensión. La existencia de un castillo hacia el que se dirigen los protagonistas casi desde el principio de la novela hace pensar inevitablemente en la novela El castillo. Al contrario que en el relato inconcluso de Kafka ellos sí llegarán a su objetivo, si bien durante la primera parte parece que no lo vayan a conseguir. Existe alguna alusión a la invisibilidad del castillo incluso desde el cercano molino Fochler: “Recordé que el molino Fochler estaba en lo hondo de un oscuro barranco, inmediatamente detrás se encontraba la subida al castillo de los Saurau.” La existencia de una propiedad aniquiladora en muchos títulos de Bernhard puede identificarse con la figura del castillo kafkiano. En Extinción, su última novela, la propiedad aniquiladora será Wolfsegg, una localización no casual, ya que el biógrafo de Kafka, Klaus Wagenbach, identifica como equivalente en la realidad del castillo de Kafka al castillo de Ossek (de evidentes concomitancias fonéticas con la vivienda bernhardiana Wolfsegg, ya que Ossek es Wossek en alemán), lugar donde pasó la infancia el padre de Kafka, si bien se desconoce si Kafka lo visitó alguna vez. En casa de Bloch, éste dicta a su secretaria “un escrito dirigido, como luego nos explicó, a Rosenstingl”, –no se me quita de la cabeza que este nombre sea una broma referida a Rosencrantz y Guildenstein-, “un agrimensor de Voitsberg, a quien yo conocía también”. ¿Un agrimensor que quizá vaya a contratar el castillo?, nos preguntamos. Existe una carta escrita por el narrador a su padre  en la que se esfuerza “por describir las desafortunadas relaciones” –caóticas y difíciles-, entre ellos tres, padre, narrador y hermana. Esta carta –de cuya lectura por parte del padre no tiene constancia el narrador- nos recuerda a Carta a mi padre de Kafka. El hijo de la señora Ebenhöh trabaja “como peón de un curtidor de pieles de Krottendorf”, y es el curtidor de pieles Lasemann quien da cobijo por unos minutos a K. en su primer paseo por el pueblo después de la primera noche en la posada. De igual forma -aunque más sutilmente- se puede identificar al matrimonio Fochler como figuras similares a la de los padres de Olga y Amalia de El castillo, impedidos. Se observan algunas referencias veladas a La metamorfosis. El joven Krainer (que tiene la misma edad que el narrador, 21), está inválido y padece una desigualdad pronunciada en las piernas, de forma que el narrador se pregunta “que cuando aquel ser se levantase y anduviese tendría que hacer los movimientos de un enorme insecto”. Además especifica en relación a su verborrea que “el ritmo de su articulación guardaba relación con su deformación física”. Al igual que en la metamorfosis es la hermana de Krainer –Grete en el relato de Kafka- quien se ocupa mayormente de sus cuidados, aunque “con el tiempo no podía soportar ya la vista de la reja”. El padre del príncipe Saurau, cuenta el príncipe Saurau, pasaba los últimos días de su vida encerrado y respondía a las llamadas de su puerta “confusamente”, tal y como perciben en el relato de Kafka su familia y el jefe de Samsa al llamarle insistentemente. Ya casi al final de la novela leemos los difíciles presagios expresados en boca del príncipe: “Hochgobernitz será dominado por los escarabajos y las arañas.” Algunos otros pasajes nos hacen pensar en El proceso. El príncipe cuenta un sueño en el que “atraviesa una sala interminable para celebrar una audiencia que es la audiencia más importante” de su vida.  Bien es cierto que le resulta imposible averiguar por quién tiene “que ser recibido en audiencia”, ya que “la sala es interminable”. Y aún más, después dice tener la impresión de estar “en manos de un tribunal supremo, y a mi alrededor hay jurados que no sé quiénes son”. También el nombre del amigo del doctor, Bloch, nos puede hacer pensar en el comerciante Block de El proceso, aunque a algunos le sonará más como un extraño homenaje al músico suizo Ernst Bloch.
Los libros en Trastorno.
Siempre me ha sorprendido –e inquietado- la poca presencia que tienen los libros en las novelas. En la obra de Bernhard suele estar presente algún libro o autor que sirve como guía al narrador. Por ejemplo, el pintor Strauch de Helada lee a Blaise Pascal. En Trastorno se enumeran algunos títulos con relación a varios personajes.
En casa de Bloch el padre del narrador devuelve a su amigo dos libros, Prolegomena de Kant y Tesis de Marx, también le pide prestados Sobre el porvenir de nuestras escuelas, de Nietzsche, una edición francesa de Pensamientos de Pascal, y Mixtificación de Diderot. Unos libros que finalmente olvidará en casa de Bloch, dándose cuenta de ello ya camino del molino Fochler. En el sillón de la señora Ebenhöh el narrador ve un ejemplar de La princesa de Cléves, de Madame La Fayette, “la princesa de Cléves en Stiwoll”, piensa. En un sueño el príncipe lee una hoja escrita por su hijo en la que se queja de que su padre lo ha interrumpido en sus lecturas, Schumpeter, Rosa Luxemburg, Morus y Zetkin. Luego, en esa misma hoja, el hijo del príncipe dice leer a “Kautsky, Babeuf, Turati y gente así”. Una mañana, les cuenta el príncipe, sintió “la necesidad de leerles a las mujeres un fragmento de las Afinidades electivas”, de Goethe, aunque al final les leyó algo relacionado con el cultivo de la patata. El príncipe habla sobre su padre y comenta que faltaban hojas de algunos de sus, en otro tiempo, libros favoritos, y cita El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer, del que “faltaban las páginas más decisivas. Se las había comido.” El príncipe pasa muchas horas al día en la biblioteca. Esto le sume a veces en extrañas inquietudes: “Me inquieta descubrir, dijo el príncipe, que en la biblioteca, cada día más, saco de las estanterías los libros que también mi padre leía. Muchas características de mi padre reviven ahora en mí.” Este hábito despierta pensamientos en el resto de habitantes del castillo, o al menos eso piensa el príncipe: “Con frecuencia paseo de una lado a otro de la biblioteca, y pienso que los otros piensan que paseo por la biblioteca pensando, cuando lo cierto es que paseo por la biblioteca sin pensar absolutamente en nada.” Sin pensar en nada salvo en que los demás piensan, equivocadamente, que paseas por la biblioteca pensando, le digo al príncipe, dice kovalski.
Trabajo intelectual y Trastorno.
Normalmente en la obra posterior de Thomas Bernhard el personaje central o narrador estará enfrascado en un trabajo intelectual que ocupa su mente y su actividad. En esta temprana novela, si bien el narrador no dedica su vida a esa actividad, sí aparecen algunas informaciones sobre personajes que realizan actividades intelectuales fútiles.
El amigo del médico, Bloch, dice realizar esfuerzos intelectuales en la biblioteca sobre el zaguán aunque sin hacerse ilusiones. El padre le dice al narrador que Bloch realizaba de vez en cuando “estudios de imposible conclusión”, una característica común en este tipo de trabajos intelectuales bernhardianos. Otra idea bernhardiana del proceso de elaboración del trabajo intelectual es la necesaria destrucción de lo redactado –una y otra vez- para seguir avanzando: “Aunque he destruido todo lo que había escrito hasta ahora –dijo-, he hecho, sin embargo, grandes progresos.” El industrial de Hauenstein, retirado en un pabellón de caza, “estaba dedicado a una labor literaria que lo atormentaba y, al mismo tiempo, lo distraía de sus tormentos.” Y más adelante se habla de una prisión necesaria a la que algunos hombres tendían y donde “se consagraban entonces a un trabajo científico o a una fascinación poeticocientífica”. El hijo del príncipe parece estar escribiendo algo político en Londres, e incluso en vacaciones el príncipe lo ha visto “estudiar la mayor parte en relación con ese trabajo científico, en realidad plenamente político”. Casi al final el príncipe habla de su hijo como un “erudito salvaje que investiga cosas hace tiempo investigadas, las masas, por ejemplo, que no interesan a nadie”. Una idea que nos remite a Masa y poder de Canetti, referencia que se hace más evidente en la frase: “La masa no interesa ya a nadie porque la masa está ya en el poder.” Un apunte interesante reside en que ese trabajo intelectual era un “escrito rescatado”, lo que nos induce a pensar en un escrito prolongado en el tiempo, sumido en el fracaso, retomado, así una y otra vez, en una típica idea bernhardiana –del eterno fracaso. En estaba novela no llegamos casi nunca a establecer con claridad la naturaleza ni el propósito de los trabajos intelectuales citados.
Periódicos en Trastorno.
Es conocida la afición de Bernhard (y de sus personajes) por los periódicos. En esta novela ya aparecen como una presencia inespecífica que mantiene estrechas y complejas relaciones con los individuos que recorren la novela.
El industrial de Hauenstein le permite a su hermanastra la lectura de periódicos, aunque “incluso los periódicos extranjeros permitidos debían ser atrasados de un mes por lo menos: sin poder destructor, poéticos ya.” Al prícipe Saurau le obsesionan los periódicos, “los compraba siempre y sin leerlos los tiraba”. Una afición compartida por su hijo. Dice Bernhard que dice el narrador que dice el príncipe de los periódicos que son durante semanas su única diversión, “durante semanas vivo solo en los periódicos”, escribe Bernhard que dijo el príncipe, escribe kovalski. La entrada al castillo está ya prohibida para todos, “salvo los repartidores de periódicos”, ha escrito el hijo del príncipe en una nota que lee el príncipe en un sueño.
Humorísticamente, la novela acaba con una curiosa petición del príncipe Saurau a su médico –una petición que no desvelaré.
El suicidio en Trastorno.
La señora Ebenhöh había tenido durante quince años un hermano en la prisión de Stein, al que mandaba paquetes –un tema ya aparecido en Helada con el marido de la posadera. Ella lo había acogido en su buhardilla, pero “tres días después de su salida de Stein, se lo había encontrado ahorcado de la cruceta de la ventana.” La hermana del narrador presenta rasgos depresivos tras la muerte de la madre de ambos, fue interna en un colegio de monjas a orillas del lago Constanza, donde “se había sumido más que nunca en su horrible melancolía, en su desesperado estado.” Su padre le confiesa que él nunca había pensado en suicidarse pero, dice, “mi padre dijo que la idea del suicidio le había sido siempre muy familiar. Ya de niño había buscado en esos pensamientos refugio de otros.” Otros pensamientos quizá más aniquiladores que el propio suicidio, ¿cuáles? El padre recurría a estas ideas “como algo necesario para la vida”, “algo en que poder descansar”. Se nos presenta la idea suicida –no tanto el suicido como la sola idea- como algo salvador. Así le explica al narrador cómo su hermana vive “entregada constantemente a la idea del suicidio, unas veces a la idea del suicidio y otras a intentos de suicidio”. Ya en el molino Fochler el narrador piensa en su hermana al hacerse de noche, “que tenía aún un esparadrapo en la muñeca.” De ella se dice que mostraba desde pequeña unas tendencias, en principio con un sentimiento teatral para después convertirse en un sentimiento natural que deriva en catástrofe. En una conversación con su padre, al dejar a la señora Ebenhöh, el narrador alude a las relaciones entre los estudiantes de Leoben, al aburrimiento de los estudiantes, a su cansancio de la vida, y le habla “de los muchos suicidios, precisamente entre los mejores”. La hermanastra del industrial de Hauenstein, a quien tiene sometida, “estaba siempre muy próxima a matarse”, le dice el padre. El príncipe les cuenta al médico y a su hijo un episodio traumático de la infancia de Zehetmayer, uno de los aspirantes al puesto de administrador, en este, Zehetmeyer, de cuatro años, “oye a su tío que lo llama para cenar y se vuelve y se sobresalta aún más al descubrir en una viga el cadáver de un hombre”. “Ahorcado”, dice el príncipe que dijo Zehetmayer, escribe Bernhard. No está claro cómo se ha producido la muerte del administrador anterior –tres semanas antes de la crecida-, y pensamos inevitablemente en suicidio. En la hoja escrita por su hijo que sueña el príncipe se puede leer que “ocho meses después del suicidio de mi padre todo está ya arruinado” –vaticinando una idea en la que sin duda ha pensado con frecuencia el príncipe. Unas páginas después se menciona que el hijo se ha desecho de todos los bienes de Hochgobernitz a tan solo “ocho días del suicidio del viejo”. En su monólogo el príncipe Saurau se refiere al suicidio como un climaterio, y sigue: “tenemos el mayor porcentaje de suicidios de Centroeuropa. ¿Por qué? Hasta la fecha, hasta mediados de siglo, no hemos sabido desarrollar al máximo otro tema que el suicidio. Todo es suicidio lo que vivimos, lo que leemos, lo que pensamos… son instrucciones para suicidarse.” Nos enteramos también del suicidio del padre del príncipe, quien repentinamente, “dos días antes de su suicidio, dijo, había renunciado a sus paseos por el cuarto y a sus soliloquios incomprensibles, y todo en el cuarto había enmudecido”. Esto sucedió –el suicidio sucedió- en los últimos días de octubre de 1948, y es que “casi todos los Saurau se han suicidado, dijo el príncipe”. El origen de esta maldición reside en el propio castillo: “Hochgobernitz termina en el suicidio para casi todos los Saurau”. Como en tantas otras obras de Bernhard, existe una propiedad que aniquila a su propietario. Casi al final leemos cómo “Hochgobernitz es la prueba de que un edificio puede aniquilar a los hombres que se encuentran a la merced de ese edificio”, además el príncipe considera Hochgobernitz como “una prisión absolutamente mortal” –sin duda la aniquilación la provoca induciendo al suicidio. El 22 de octubre escribe el padre del príncipe en una hoja en blanco arrancada de El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer la frase “mejor pegarse un tiro”. El príncipe aclara que la locura de su padre “no excluyó su plena deliberación de matarse”. Lo curioso es que los médicos consignaron “locura repentina” como causa de la muerte. Y en las últimas páginas describe el gran esfuerzo que suponía para su padre, ya desde niño, no tirarse al Ache al cruzarlo, ahorcarse o pegarse un tiro. El príncipe hace algunas deliberaciones sobre el suicidio de alguien íntimo, que culminan en la pregunta “¿por qué ese suicidio?”, el príncipe sostiene que en realidad “todo en la vida del suicida es causa y motivo de su suicidio”, y que el suicida siempre ha sido durante toda su vida un suicida.
Lo ridículo y grotesco en Trastorno.
El príncipe Saurau estudia lo grotesco en Zehetmayer “cuando abría la boca para decir algo que, sin embargo, no decía –no se atrevía a decir”, y observa lo ridículo que parece sentirse –“todavía más ridículo de lo que hasta entonces le había sido posible”, “cuando se puso en pie, como si, por un momento se sintiera –en su mágica relación con la Naturaleza”. El príncipe también detecta lo grotesco en la figura de otro candidato, el capataz forestal Huber, cuando se dirige a la puerta, “sus pantalones son absurdos. Su chaqueta es absurda. Su forma de andar es absurda. Grotesca, pienso”. Con Huber, y su lenguaje anticivilizado, parece cebarse: “Le digo que se siente; ahí tiene un sillón, le digo, y Huber se sienta. ¡Grotesco!”. Es una acción cotidiana, lo que resulta grotesco ahí es esencialmente la figura de Huber -haga lo que haga siempre resultará ridículo. Todo lo que rodea al anuncio publicado en el periódico ofertando un puesto de administrador es definitivamente ridículo: “tres solicitudes en la primera mañana, por un anuncio ridículo en un ridículo periódico, redactado de una forma totalmente ridícula”. Será Henzig finalmente el señalado para ocupar el puesto, Henzig y sus seis años de estudio en Kobernausserwald. El príncipe en su monólogo: “La ridiculez con que los hombres se levantan y se vuelven a acostar, dijo, es siempre, naturalmente, digna de un estremecimiento. ¿Por qué no? La ridiculez de ese levantarse y acostarse es siempre distinta.” La ridiculez como estigma inherente al ser humano, irrenunciable. Y en una maniobra filosófica llega a afirmar: “También es ridículo que constate lo ridículo”. Denunciar esto último también sería ridículo, obviamente, dice kovalski. El pensamiento del príncipe llega a su apogeo con esta lúcida idea: “Lo ridículo en los hombres, querido doctor, dijo el príncipe, es realmente su total incapacidad para ser ridículos”.
Trastorno y otras novelas de Thomas Bernhard.
Aún siendo uno de las primeros relatos largos de Bernhard, se observan en Trastorno algunas ideas que serán recurrentes en su obra posterior. Por ejemplo -algunas ya han sido citadas en el comentario: presencia de propiedad aniquiladora, Hochgobernitz en Trastorno, torre de Amras en Amras (1964), Altensam en Corrección (1975), Wolfsegg en Extinción (1986), la calera en La calera (1973); cámara mortuoria –del padre del príncipe- en pabellón de recreo –donde se representa una comedia anualmente- en Trastorno, en el guión para la película de Radax, El italiano (1971), en Extinción (1986), en el pabellón de caza en Ungenach (1968); trabajos intelectuales, varios e indefinidos, de algunos personajes en Trastorno, Rudolf sobre Mendelssohn en Hormigón (1982), el narrador sobre anticuerpos en Sí (1978), Konrad sobre el oído humano en La calera (1973 ), Koller sobre Fisonomía en Los comebarato (1980). Como curiosidad la obsesión del príncipe Saurau por un cuchillo Christofle, en dos ocasiones, en un sueño y en una visita de su primo ("Córteme la cabeza. ¡No lo dejaré en ridículo!"), un cuchillo que ya asomaba como temido cuchillo de Augsburgo en Amras.

viernes, 22 de marzo de 2013

László Krasznahorkai: Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río.

László Krasznahorkai.
"Északról hegy, Délról tó, Nyugatról utak, Keletról folyó", 2003.
Traducción de Adan Kovacsics.
Acantilado, 2005.

László Krasznahorkai es un novelista húngaro nacido en 1954. El cineasta Béla Tarr ha adaptado al cine algunas de sus novelas -Melancolía de la resistencia para la excelente Armonías de Werckmeister, Tango satánico para su prestigiosa y asombrosa Sátántangó. El propio Krasznahorkai ha colaborado en guiones de Tarr -para la citada Sátántangó y La condena. En esta etérea narración Krasznahorkai introduce al lector en un estado de sopor lírico -en la mejor de las acepciones posibles-, de extenuación de los sentidos -desde la belleza de lo simple-, y gracias a la descripción de detalles milenarios, de tradiciones increíbles, del valor de un gesto o de una sabia espera, de la búsqueda de un recóndito lugar de paz y tranquilidad, de un manto de guijarros, del efecto de cierta luz sobre la fortaleza de una madera, de la disposición de unos escritos arrollados sobre cilindros lacados, de un libro, El infinito: error, de un tal sir Wilford Stanley Gilmore, con prólogo esperpéntico, del viaje milagroso de unas esporas desde una lejana provincia china, de la lucha desde el interior de la tierra de unos silicatos por salir al exterior, de la habitación escondida del superior de la orden, en inesperado desorden, con objetos demasiado occidentales, de una alfombra de musgo con reflejos plateados y ocho cipreses de hinoki. El texto sobrecoge -ante un arrebato poético, un desvanecimiento inesperado-, planifica -en retahílas analíticas más próximas a lo científico que a lo literario-, sorprende -el estilo pautado, como si se tratara de una pieza musical compuesta a partir de frases encadenadas, en ocasiones reiteradas, de diseñada geometría unas veces, de linealidad asfixiante, otras- en una dilación del tiempo inexplicable, siendo, en definitiva, su historia, la trayectoria de una búsqueda que deviene en fracaso -por despiste.

El libro comienza en el capítulo II. Alguien se baja del tren de la línea de Keihan en una parada después de Shichijo, “junto a la antigua y ya desaparecida puerta de Rasho-mon, en el barrio de Fukuine” -cómo no recordar la puerta de Rashomon bajo una fuerte lluvia en la película de Kurosawa-, a las afueras de Kyoto, ¿Qué busca este individuo? ¿Huye de alguien, persigue una sombra? Su divagar por las calles solitarias -“estrechas y laberínticas”- nos siembra la duda, “estaba todo desierto”, como si hubiera alguna fiesta en otro sitio o hubiera sucedido una desgracia –una tercera opción, pienso, la fiesta de un funeral. El hombre alcanza un muro, “la medida interna de algo que se manifestaba allá”, que le conducirá a un monasterio. El enorme edifico de entrada denominado Nan Daimon, “¿qué pórtico era ése que estaba circundado por un patio amplio y generoso, que parecía un edificio construido a propósito en medio de ese patio amplio y generoso?” -la sorpresa de lo desproporcionado, de lo aparentemente fútil.
El nieto de un príncipe parece llegar a la misma estación de tren. Realiza la misma búsqueda que el personaje anterior -¿una reinvención, una mímesis, una recreación, una persecución?-, por las mismas calles “cortas y angostas”. Pero nadie se apea ni se sube en la parada siguiente a Shichijo –el viento se encarga de limpiar el andén, incluso desmedidamente. El lector se sume en el desconcierto –compartido por la figura perdida, con la que pronto nos solidarizamos. Un gigantesco gingko en medio de un claro –quizás uno del relato de Kawabata-, plúmbeas nubes impulsadas por un vendaval terrorífico, una bisagra de bronce inamovible, un segundo pórtico llamado Chumon, una tercera puerta incrustada en el muro de adobe, el pabellón del tesoro, el pabellón de los sutras, un pajaro que levanta el vuelo y sigue una línea recta como una flecha perdiéndose en la lejanía como una manchita minúscula –un concepto-, del tamaño de una aguja…
El hermoso patio cuya piedra se extraía de la la provincia de Takasago, “una superficie cubierta uniformemente por guijarros blancos y rastrillada primorosamente”, en la que puede posarse “una mirada perdida en el delirio, una mente abatida”, acaso para recitar un descanso, implorar un perdón, desdeñar un mal pensamiento, descubrir la propia desolación. Pienso en el documental de Wenders, Tokyo-Ga, en su conversación con el cámara de Ozu.
La oración inútil –acaso no lo son todas para el no creyente- del nieto del prícipe -que repetirá. El extraño giro del Buda que “volvía esa hermosa mirada para no tener que mirar, para no tener que ver, para no tener que percibir ante sí, en las tres direcciones, delante y a los dos lados, este podrido mundo”. La pérdida de conciencia del nieto del príncipe –puede que desnutrido, deshidratado, extenuado, o bajo el efecto de una sensibilidad hipertrófica y premonitoria.
La selección por parte de los toryo, los antiguos carpinteros de los templos, del ciprés adecuado para la construcción del monasterio –un larga tradición, un protocolo inasumible, una espera titánica, unos resultados irrefutables. El nieto del príncipe se pregunta si la soledad del barrio, de sus callejones, se debe a una desgracia o a una fiesta… -por segunda vez, por coincidencia, por evidencia, se nos ocurre que la primera mirada es la del autor que va recogiendo información para las andanzas de su protagonista.
Los cuatro preceptos en los que se basa la elección del lugar de construcción del monasterio: al norte la montaña, al sur el lago, al oeste el camino, al este el río, resuenan como el rastro de un poema. Cada uno de los cipreses colocado en los edificios sagrados según su situación en la montaña, una proyección casi onírica del monasterio frente a la naturaleza, “porque es posible que no se sostengan eternamente, pero el tiempo, dijo sonriendo, sí lo aguantarán”, el toryo sobre los cipreses.
La cámara del tesoro incendiada -reunimos pistas de un forzamiento-, la figura de Eikan, el maravilloso orador, cuya presencia explica ese giro extraño del Buda, ese giro que hablaba “de forma inequívoca de la historia insalvable de la infamia”, la disposición de dos edificios gemelos, el shoso, que contiene los tesoros de la orden, y el kyozo, que guarda los sutras de uso diario y las demás obras maestras en forma de libro, y que tiene los batientes de entrada –por una extraña casualidad, al igual que los del pórtico principal- “forzados y desquiciados”.
No es normal encontrar dos vasos de hojalata, una jarra de agua, en el interior de un kyozo, cuyos tesoros -un valioso Genji Monotagari Emaki, el libro de himnos Shoshinge wasan, la célebre antología poética Hyakuinisshu, o una edición del Kannon reigenki- “habían sido creados por la tradición y eran conservados por la tradición, lo cual no quería decir otra cosa que el seguimiento natural, disciplinado, pero siempre flexible de los preceptos de una práctica basada en la experiencia, de los procedimientos y de los maestros más consecuentes y, en última instancia, la simple confianza en que la tradición existe, en que la tradición se basa en la observación, en la repetición y en el respeto al orden interno de la naturaleza y a la naturaleza de las cosas, y en que ni el sentido ni la limpieza de la tradición pueden ponerse en duda".
Unos borrachos con ropa europea -el séquito- siguen la estela del nieto del príncipe, se perderán por las misma calles, preguntarán a una anciana, retornarán aturdidos, volverán a retomar su misión, para, finalmente, rendirse a su ineficacia. La escapada del nieto del príncipe se revela motivada por la existencia mítica de un jardín paradisíaco, salido de la célebre obra ilustrada que lleva por título Cien hermosos jardines...

El traductor, Adan Kovacsics, no sólo ha traducido literatura húngara (Imre Kertész, Peter Esterházy) sino también alemana (Zweig, Bachmann, Kraus, Altenberg, Roth). Otras obras de Krasznahorkai traducidas por Kovacsics son Melancolía de la resistencia, Ha llegado Isaías, Guerra y guerra.

sábado, 9 de marzo de 2013

David Foster Wallace. Dejar de estar bastante alejado de todo.


David Foster Wallace. Una entrada para la Feria.

Getting Away  from Already Pretty Much Being Away from It All fue publicado originariamente en 1994 en la revista Harper´s (posiblemente en una versión más reducida) con el título Tiket to the Fair.
Este relato –o ensayo u  opinión-, traducido como “Dejar de estar bastante alejado de todo”, forma parte del volumen “Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer. Ensayos y Opiniones" (A Supposedly Fun Thing I´ll Never Do Again. Essays and Arguments). Editorial Mondadori (2001). Traducción de Javier Calvo.
Sin duda este libro es algo supuestamente muy divertido –y crítico y ácido e inteligente…- que seguro volveré a leer con mucho gusto.
Vale, comencemos, tenemos a David Foster Wallace recibiendo el encargo de la revista Harper´s –una “revista chic de la costa Este”-  de cubrir la Feria Estatal de Illinois (patrocinada por McDonald´s y Wallmart). Supongo que le dijeron: “tú ve para allá y a ver qué te cuentas”. No supieron medir el alcance de sus palabras...
Al poco de llegar unas señoras confunden su revista Harper´s con Harper´s Bazar. Le dicen que les encantan sus recetas culinarias, ¡que adoran sus recetas! Wallace no deshace el entuerto –parece disfrutar con el malentendido, con la elementalidad del Medio Oeste -no sé por qué pienso que después de escribir este artículo David Foster nunca pudo volver a pasear por su casi natal Champaigne sin escolta. Wallace es el único periodista que no tiene taquilla propia, así no hay manera de parecer un periodista acreditado (“15-8, 8.20. Sala de Prensa, cuarta planta, Edificio Illinois. Soy básicamente el único periodista acreditado que no tiene una pequeña taquilla de contrachapado para su correo y notas de prensa”). Wallace va interrogando con discreción a algunos operarios. Llegará a la conclusión de que dichos operarios nunca hacen otra cosa que estar al frente de sus atracciones en el Parque de atracciones (David Foster las llama Experiencias que desafían a la muerte: Anillo de Fuego, Rueda Gigante, Torbellino, Cremallera,…). David Foster es invitado –junto a su amiga, la Compañera Nativa- a probar la denominada Cremallera. Wallace intenta escabullirse –demonios, quién quiere subirse ahí arriba, pero parece que la amiga de Wallace está absolutamente dispuesta-. Y Wallace se encuentra con el ingenio de la clase baja del Medio Oeste. “No tenemos entradas, señalo, y no hay nadie en ninguna de las casetas de ventas de entrada. El operario dice sin mirarme que a primera hora de la mañana de la inauguración el problema de las entradas “le suda las pelotas”. La relación de Wallace con los operarios de la Feria no llegará nunca a caudales más o menos cordiales –por decirlo de alguna forma-. “El colega escupe tabaco de mascar dentro de una lata que sostiene en la mano y le dice al operario “venga ya, ponla en el 8, maricón”. David Foster teme por la suerte de su amiga, que parece disfrutar de lo lindo: “Un largo grito, seguido de un eco, sale de la cabina de la Compañera Nativa, que gira y gira sobre sus goznes mientras una forma en su interior rebota en todas las direcciones como la ropa en una lavandería.”
Incluso cuando David Foster advierte cierto destello de luz en los cerebros de los operarios parece desconfiar de sus intenciones -demonios, David, son operarios, y por muy inteligentes que sean no tienen que comportarse con inteligencia, posiblemente estén hasta las narices de su pérfido curro. Pues como decía, algunos trabajadores de la Feria pueden llegar a desconfiar de la coherencia de tamaño disparate –me refiero a la descomunal Feria. O puede que ni se lo planteen -ni una cosa ni otra parece satisfacer a DFW. En otra atracción al borde de la muerte, el Torbellino: “El operario a cargo del Torbellino está con las botas apoyadas en el panel de control y leyendo una revista de motocicletas y mujeres desnudas mientras un par de tipos enchufan dos mangueras enormes de goma a las tripas del a máquina (…) lleva cinco años en este espectáculo, haciendo giras con la compañía. No sabría decir si el espectáculo le gusta o no: ¿comparado con qué?”. No está falto de razón este operario, su apreciación, la incógnita que plantea, es tan sesuda como anecdótica, tan burda como profunda. Qué son las cosas, con respecto a qué, quiénes somos, con respecto a qué personas.
Sigue la observación despiadada de Wallace, la contumaz y afilada descriptiva del operario de turno. Pero bueno, estimado y añorado David, qué quieres: “El empleado a cargo del Scooter –unos autos de choque veloces, salvajes y sin protección, un viaje seguro al quiropráctico- permanece repantigado en la misma silla y en la misma postura todas las veces que he mirado, observando los coches frenéticos sin verlos y rompiendo tickets usados con la misma inexpresividad que si estuviera en un pabellón psiquiátrico de aislamiento.” Pienso en Walser y Herisau, en Bernhard y Steinhof. Pues también merecen un respeto esos empleados de los pabellones psiquiátricos, me digo, -¿esperaría Wallace verlos leyendo a Musil, así, como para aprovechar el tiempo?-, ellos están continua y literalmente ¡al borde la locura!
Pero Wallace tiene sus propias teorías, al menos no va solo esta vez, va con su amiga –esa que no le ha importado que los operarios de la Cremallera la hayan volteado sin contemplaciones para verle las bragas, porque, básicamente (un anglicismo muy usado en la traducción), le da igual lo que piensen esos tarados, ella ha flipado en la Cremallera. Aunque todo tiene un límite y las teorías de Wallace pueden toparse con una audiencia no excesivamente ávida de teorías filosóficas: “Le comunico a la Compañera Nativa (que trabajaba quitando borlas al maíz conmigo cuando íbamos al instituto) mi teoría de que la tesis inspiradora de la Feria Estatal de Illinois tiene que ver concierta clase de intervalo organizado de comunión tanto con los vecinos como con el espacio. Lo Especial aquí es la oferta de un respiro de la alienación, la oportunidad de un momento de amar lo que la vida real por aquí nunca te deja amar. Mientras busca su encendedor, la Compañera Nativa e informa de que esta cuestión le interesa tanto como el coñazo que le he soltado en el coche acerca del niño-como-creador-de-una-ilusión-análoga-al-Dios-empirista.” Pobre Compañera Nativa, como sigas así David, vas a volver a quedarte TÚ solo "contra" la Feria.
Wallace es un filósofo, quiero decir que no es tonto, piensa las cosas (“Mi principal interés en la acreditación es poder acceder a las atracciones y conseguir cosas gratis”), en realidad un gran filósofo solipista e irreverente. La visión infantil ante las cosas nuevas no tiene una necesaria proyección en el adulto, advierto a David. Wallace es un solitario, pero su solipismo egocéntrico –un término, solipismo, que Zadie Smith empleaba mucho en su ensayo sobre el desaparecido escritor, recogido en su volumen Cambiar de idea- no es el de un niño (“Una de las pocas cosas que todavía echo de menos de mi infancia en el Medio Oeste es la extraña e ilusa convicción de que todo lo que me rodeaba existía solamente por mí”), ahora Wallace echa de menos esa avidez del niño y esa capacidad solipista: “Tal vez lo que ahora echo de menos es el hecho de que el solipismo radical e iluso del niño no le causa conflicto ni dolor.” El propio Wallace en el ensayo sobre David Lynch del mismo libro (“David Lynch conserva la cabeza”) definirá solipismo como una corriente del pensamiento que no es precisamente “la alegría de la huerta  de las orientaciones psicofilosóficas”, y resulta evidente que se siente culpable por ser uno de sus seguidores más acérrimos.
Otra teoría de David Foster Wallace sobre el porqué de la existencia de esta Feria: “Las vacaciones de verano de los habitantes de la Costa Este son huidas, alejamientos. En el Medio Oeste rural “aquí uno ya está lejos todo el tiempo”. Por esta razón, el impulso vacaciones en el Illinois rural es el acercamiento.” Esta sensación de inmensidad del Medio Oeste ya venía expuesta de forma magistral en el ensayo inicial “Deporte derivado en el corredor de tornados”. Y el día de la presentación de la Feria a la Prensa, el 5 de agosto de 1993: “todavía falta una semana para la Feria, y hay algo surrealista en el vacío absoluto de unos aparcamientos tan enormes y complejos que es necesario tener mapas.” Allí lo hacen todo a lo grande, les sobra espacio. Son 300 acres al este de Springfield. El Medio Oeste es descrito como inmensos campos de maíz, langostas que chirrían, espacios abiertos por doquier,…Uno se imagina conduciendo por esas carreteras desiertas y rectilíneas durante horas, escuchando su música preferida... La Inauguración Oficial es el día 13-8, a las 9.25 h. “Los habitantes del Medio Oeste rural viven rodeados de tierra despoblada, aislados en un espacio cuyo vacío acaba siendo tanto físico como espiritual.” Ya estamos, les van a llover palos a los del Medio Oeste, me digo, no me extraña que no tenga taquilla, ya lo conocían.
A lo largo de esos días de Feria Wallace visitará numerosas exhibiciones, concursos, casetas mercantiles, atracciones,…, tales como -y sin intención de ser exhaustivo: Concurso Juvenil de Cabras Pigmeas, en el Establo Caprino; Concurso Filatélico en el Edificio de Ferias Comerciales; Espectáculo Canino del Club Four H en el Club Mickey DJ; Seminario de acampada para Señoras; Primeras Rondas del Concurso de Vaciado Rápido en Conservation World; Parque de Atracciones (donde se encuentran las Experiencias Próximas a la Muerte); Exhibición Bovina; Espectáculo de Sociedad Equina; Demostración de tejido con trigo en el Edificio Hobbies, Arte y Oficios; Consejo Nacional Asirio en la Aldea Étnica; Competición de Tambor y Corneta en la Carpa de Miller Light; Competición de Baloncesto tres contra tres; Concurso Abierto de Aves de Corral; el 15-8 a las 7.30 h. Servicios Dominicales Pentecostales en la Sala de baile; Competición de Fuerza de tractores y Camiones del Medio Oeste y carrera automovilística del United States Auto Club, “Las 100 vueltas de Bill Oldani”; Presentaciones de ganado porcino (“¡Los cerdos tienen pelo!”), ovino (“15-8, 6.20 h. Estoy viendo legiones enteras de ovejas dormidas”) en el Edificio Ovino (“Soy el único humano despierto aquí dentro”), equino (“15-8, 8.47 h. Un vistazo rápido a la Exhibición de Caballos de tiro (…) Creo que originalmente se criaban para tirar de cosas. Solamente Dios sabe cuál es su función ahora”; Torneo de Boxeo Guante de Oro; Exposición de Motocicletas Distinguidas; Retrospectiva de Tupperware,…
En el Edifico de Ferias Comerciales Wallace descubrirá que ¡hay aire acondicionado!, y no sólo eso: “Es un mundo y una fiesta cerrada autosuficiente: el cuarto Nosotros de la Feria.” Resumiendo, lo que ve allí Wallace podríamos citarlo directamente: “Cada centímetro del interior de este sitio está dedicado a la publicidad y el comercio de alguna forma especial y chabacana.” Y más concretamente, las casetas que allí puede visitar son -prepárense: Corte Fácil; tarjetas de identidad personalizadas para mascotas; infame Encendedor Mágico, “Limpiarrapid: un concepto totalmente nuevo en limpieza”; Aspirador Arco Iris; caseta de Equipaje Envejecido de Cuero (“¿no se habrán equivocado con el orden de las palabras?”); esferas de reloj sobreimpresas encima de pinturas barnizadas hiperrealistas de Jesucristo; John Wayne y Marilyn Monroe; evaluaciones computerizadas de la postura de uno; supermuslificador, sí, supermuslificador de la señora Suzanne Sommers…; Caseta de Dulce de Leche con Extra de Manteca y teteras de Cobre,; Análisis de Grasas mediante Inmersión Corporal Completa (por 8 1/2 $); “Compuvac Inc ofrece un Análisis computerizado de la Personalidad por un dólar y medio”: (resultado: “la valentía de su naturaleza está contra-compensada por el miedo a emprender riesgos”, lo que lleva a Wallace a sospechar que hay un enano dentro de la máquina improvisando las tirillas -aparece el fantasma del cine de Lynch; caseta de ignotos enseres de cocina antiadherentes; caseta de limpiamos sus gafas gratis; caseta con esponjas anticelulíticas; más helado futurista Dippin Dots;  caseta donde “por 99,95 $ sobreimprimen tu cara en un póster de “Se busca” del FBI o en la portada de un Penthouse”; caseta de Desaparecidos de guerra: Traigámoslos de vuelta; caseta antiabortiva Los salvavidas…
A pesar de la diligencia de Wallace por conocer al máximo todo lo que la Feria puede ofrecer al visitante, “Por desgracia, cierta publicación chic de la Costa Este no consigue obtener impresiones periodísticas” del Seminario de Aves de Presa del Medio Oeste; del Concurso de llamadas al Marido, y de algo que la Guía para los medios llama “el Certamen Clásico de Mugidos Célebres”, todas ellas visitas obligadas, según Wallace, pero que, lamentablemente, se encuentran en avenidas adyacentes a la carpa de Comidas y Postres –Wallace está traumatizado por un episodio relacionado con una tarta de tres capas de seda de chocolate.
David Foster recorre la mayoría de estas casetas intentando llevar a cabo su infatigable y honesta actividad periodística –un periodista criado en el Medio Oeste trabajando para una revista chic del Este en un artículo sobre una Feria del Medio Oeste, un infiltrado, un topo, un traidor, en definitiva. Pero sus paisanos no se lo ponen fácil, como si se olieran la encerrona: “la mayoría de los vendedores de la Feria Comercial no quieren contestar preguntas y se quedan mirándome con cara inexpresiva mientras tomo notas en mi bloc de Barney” –un bloc con motivos infantiles, el único que pudo encontrar en la Feria.
Hay grandes interrogantes existenciales, visitar este tipo de Ferias tiene su riesgo –mental-, puedes descubrir que algo falta en tu vida, que algo no encaja entre tú y el entorno, entre tú y el resto de los seres humanos –al menos de los del Medio Oeste-. ¿Quién no puede sino adorar a un muñeco gigante de MacDonalds? Este Wallace es un insensible (“Vuelvo a estar en la gigantesca carpa McDonald´s, en un extremo, presidida por el titánico payaso hinchable”). Ya lo veo, sorprendentemente hermoso... Ese muñeco que preside la Feria -y que configura un deforme personaje grotesco propio del cine de David Lynch, otra vez, David está obsesionado- parece ser, más que un reclamo para la asistencia masiva de espectadores, una figura pesadillesca de la que huir: “15-8, 8.40 h. Un Ronald MacDonald hinchable del tamaño del flotador de los almacenes Macy´s, sentado y extrañamente parecido a un Buda, preside la fachada norte de la carpa del Club Mickey D. Una familia se está haciendo una foto delante del Ronald hinchable, colocando a sus niños en formación meticulosa. Anotar en cuaderno: ¿Por qué?”. Pienso en la versión original, en lo definitivo que debe resultar para el lector encontrarse con ese “Why?” de golpe, un efecto amortiguado por la versión en castellano –con un uso obligado del doble de caracteres.
Una de las actividades que despierta mayor interés en Wallace es el concurso de bastoneadoras. “Son las finales de Revoleo de Bastones del Estado de Illinois”. Al principio no caía en qué consistía esa suerte hasta reconocer que son esas jóvenes animadoras con minifaldas (“No hay revoleadores gordas“) y capirotes marciales que hacen girar un bastón con la muñeca y lo lanzan al aire para luego recogerlo con gran gracia y donaire –o bien estrellarlo contra alguien del público (“…he ido a parar al espectáculo más peligroso para los espectadores de toda la Feria. Los bastones perdidos salen disparados silbando terroríficamente”). DFW intenta analizar el espectáculo (“se parece un poco al patinaje artístico”), y estudiar metódicamente el comportamiento físico del bastón (“Irónicamente, son las maniobras fallidas las que le permiten a uno cómo funciona realmente el revoleo de bastones (que para mí siempre ha tenido algo de prestidigitación y ocultismo) en términos de mecánica”).
Wallace queda retenido por la soberbia exhibición del baile “nosequé” – por culpa del cual va a llegar tarde a las carreras de coches-, un baile entre el claqué y el tradicional irlandés que embelesa al Wallace más crítico (Concurso de clogging). Ya no sabemos si aquí Wallace está más cerca de la ironía que del reportaje –de hecho, nunca lo hemos sabido, quizás está dentro del género reportaje irónico-ácido-destructor: “Hay pocas mujeres  que tengan menos de treinta y cinco años y menos todavía que pesen menos de ochenta kilos.” El agudo Wallace también observa que “No hay negros en la Sala de Baile”.
Por fin Wallace llega a una de las casetas más apasionantes de toda la Feria, la de camisetas con impresiones originales (“Esta caseta parece crucial. El pliegue más sórdido del vientre del Medio Oeste”). Aquí es donde el genio americano sale a relucir, donde los más individualistas tienen la oportunidad de presumir de su máxima individualidad junto a ¡los miles de individuos que han comprado la misma camiseta que él! Nos acordamos del excelente ensayo sobre publicidad y narrativa americana en el mismo volumen (E unbus pluram: televisión y narrativa americana). Pero el problema es mucho más complejo: “Lo depresivo es que las declaraciones de las camisetas no solamente están preimpresas y producidas masivamente, sino que son tan estúpidas y tienen tan poca gracia que sirven para emplazar de lleno al portador en ese grupo enorme y desafortunado de gente que piensa que esos mensajes no solamente son individuales sino también divertidos.” No es para tanto, a mí alguna sí me resulta graciosa, sobre todo esa que reza: “Con cuarenta años no eres viejo… SI ERES UN ÁRBOL”. Me siento aludido, pienso que soy un árbol, la idea me reconforta.
No está teniendo suerte Wallace con la comida, definitivamente, en esta Feria. Ya se indigestó en el concurso de postres –tuvo que visitar urgencias, “el día entero es un desastre; increíblemente vergonzoso; falta de profesionalidad; indescriptible. Borrarlo entero”-, sino que ahora le da por realizar experimentos gastronómicos: “Me estoy comiendo una salchicha rebozada de maíz cocinada en 100% aceite de soja (…) La salchicha tiene un sabor muy fuerte a aceite de soja, que a su vez sabe como a aceite de maíz filtrado a través de una toalla vieja de hacer deporte.” Después de leer esto –no me pregunten cómo porque no lo sé- uno puede saborear ese sabor absolutamente repugnante. Con mucha frecuencia me pregunto si la capacidad descriptiva –y metafórica- de Wallace no es de un nivel extraterrestre, cómo si no hubiera podido escribir algo como esto: “Detrás de él (el dios Ronald) nubes enormes y ominosas parecidas a cucharadas de helado de café con leche se amontonan en el flanco oeste del cielo, pero el sol sigue dominando en lo alto.” Y no sólo aquí brilla el talento poético de un desconocido Wallace, también en: “Los caballos tienen unas caras alargadas que de alguna forma recuerdan ataúdes”, después de lo cual no volveré a ver un solo caballo sin imaginarme su cara como ataúd, o ilustra el amanecer neblinoso del Medio Oeste –que él conoce bien- con inspiradas comparaciones como “El cielo parece jabón” o “El aire parece lana húmeda”.
Hay muchos puestos de comida especializada, multitud sitios donde escoger, ¡qué bien! ¡deliciosa comida rápida del Medio Oeste! En el café de la calle del cerdo –demonios, imaginen- Wallace se teme lo peor: “El Pork Street Café es un establecimiento que ofrece “un cien por cien de productos porcinos”, según los altavoces. “Hasta el último producto”. Rezo para que eso no incluya las bebidas.” Aunque no las incluya, por dios, me digo.
Wallace va constatando una realidad, su visita a la Feria Estatal de Illinois no sólo le sirve para redactar un sensacional fresco de la sociedad americana idiotizada y pseudo liberal sino que también le ayuda a comprobar el pésimo gusto musical de sus habitantes: “El espectáculo de esta noche en el Estadio Central son los pobres viejos chochos de los Beach Boys, que sospecho que ahora se deben ganar la vida todo el tiempo gracias a las ferias estatales”. El demonio del envejecimiento aturde a DFW, quién puede estar a salvo de él, me digo, le digo a Wallace, ya entrado en la treintena, éste reconoce su declive a través de una sintomatología prácticamente infalible: “En el parque soy más consciente que nunca de que espiritualmente ya no soy del Medio Oeste y de que ya no soy joven: no me gustan las multitudes, los gritos, el ruido, a todo volumen ni el calor.” Reconduzcamos la acción del cuento (¿cuento?), ¿a quién le gusta todo eso? Pues a la gente, sí, ¿no lo creen? Vayan una mañana a la feria de agosto malagueña, perdón, quiero decir, siendo fieles a la estética ortográfica norteamericana, a la Feria de Agosto de la Ciudad de Málaga. Cuéntenme si sobreviven –yo ya ni lo intento.
Intentemos ser objetivos, es posible que Wallace esté distorsionando la realidad para hacerse el gracioso y firmar un artículo magistral que le haga pasar a la posteridad. Es posible, es una idea nada desdeñable, una interesante idea de hecho, y bueno, ¡lo consiguió! Pero seamos más cautos, intentemos comprender a esos pobres habitantes rurales del Medio Oeste que visitan por miles la susodicha Feria, ¡no pueden estar todos equivocados! No es posible, quizás ellos son mejores que uno: “La multitud del parque (…) parece radicalmente alegre, intensa, activada, esponjas de datos sensoriales, alimentándose de lo que perciben. Es la primera vez que me siento realmente solo en la Feria”. Conclusión: el problema es de David Foster Wallace, ese genio irrepetible que, simplemente, no supo disfrutar de una entrañable y absurdamente enorme Feria Estatal de Illinois, ya saben, en el Medio Oeste.