miércoles, 19 de noviembre de 2008

Los hermanos Tanner, de Robert Walser


Conocí a Robert Walser leyendo Doctor Pasavento de Vila Matas. Ésta es la primera novela del escritor suizo, por entonces -a principios del siglo XX- afincado en Berlín. La novela relata las correrías de Simon Tanner y su relación con sus cuatro hermanos. De ellos Klaus es el más cuerdo y quien ha prosperado en la vida: "Tenemos el deber, ante nuestro prójimo, de hacernos la vida fácil, pues vivimos inmersos en una mar de preocupaciones culturales silenciosas y muy complejas", le dice Klaus a Simon al final del libro, en un reencuentro que parece no coger forma finalmente. Simon cambia de empleo constantemente, su inquietud existencial es inmensa -sí, sí, lo que pretende es no dar ni golpe, por favor-, en más de una ocasión denuncia la absurda "obligación" de sentirse feliz: "la verdadera infelicidad no es ningún oprobio y sólo puede parecerles ridícula a los espíritus y mentes vulgares, a esas personas que, burlándose de ella, no hacen más que deshonrarse a sí mismas". Por otro lado, su conformidad con todo lo que le rodea es admirable: "¡Qué encantadoras aquellas mujeres a cuyo lado puedes pasar sin que te observen! ¿Por qué habrían de observarte? ¡Sólo faltaría! Basta con que tengas tú mismo sentidos sólo para que los estimulen desde fuera y no para estimularlos nosotros. En una calle mañanera como ésta, los ojos de las mujeres son, cuando se quedan mirando a lo lejos, una auténtica delicia. Los ojos que miran sin ver son más bellos que los que te miran. Es como si perdieran algo al hacerlo". Simon también protagoniza momentos hilarantes como cuando sirve de criado a una dama de alta alcurnia: "Y en su fuero interno Simon se propuso cometer tan sólo fallos; claro que no exclusivamente, porque podrían granjearle fama de idiota, pero sí con cierta regularidad: pequeños fallos intencionados para disfrutar viendo indignarse a una señora sensible y habituada al orden". Menuda genialidad de la administración de profesionalidad, al final lo despiden, claro. La nostalgia es un sentimiento que recorre casi todas las páginas del libro, lo que no terminamos de saber es nostalgia por qué cosa: "¿por qué el hombre deseará siempre la vastedad, además de la nostalgia que es tan oprimente?". Me gusta retomar el tema de la nostalgia por la nostalgia, una sensación de lo más caótica. También es protagonista Simon de un particular elogio a la desdicha -quien no se consuela...-: "un amor desdichado ¿no es acaso el más rico en sentimientos y, por tanto, el más tierno, delicado y bello?". Y el más barato, habría que añadir. Como si una novela de Murakami se tratara los sueños tienen su reflejo en una narración onírica muy detallada y en continuas referencias a los sueños -tanto fisiológicos como vitales-: "nosotros sólo soñamos cuando nos sentimos francamente miserables, y nos alegra poder dejar de serlo". Qué maravilla sentirse miserable, cielos. Y, brillantemente, en un momento de lucidez declama Simon: "En los sueños no debemos perder nunca el piso de lo natural, de lo contrario llegaremos fácilmente a hacer decir a uno de los personajes: "¡Anda, mátate!". Hombre, eso de que fácilmente... La hermana, Hedwig, vive aislada, en soledad, dando clases en una escuela de pueblo: "No soy proclive a sentir una carencia como algo opresivo. ¿Cómo podría serlo! Por el contrario, hay en ello algo liberador, que aligera. Además, los vacíos existen para ser llenados con cosas nuevas". Una magnífica filosofía para el perdedor. Los otros dos hermanos, Kaspar y Emil son pintores. Me gusta pensar que están inspirados en algún expresionista alemán de la época como Kirchner o Nolde, pero me temo que su arte -no concreta nada en este sentido Walser- debe andar más próximo a un romanticismo tipo Friedrich que a los miembros de El puente. Emil está en un manicomio -pienso en Kirchner, aunque Kirchner aún no se había vuelto loco, eso fue después de la primera guerra mundial, y la novela es anterior-, y Kaspar está tentado de dejar de pintar, en una clara alusión al inconformismo del creador con respecto a su propia obra. El carácter de "improvisación" que rezuma el texto es una de sus grandes virtudes, también la magistral técnica descriptiva de Walser hacen que un paseo nocturno -da varias horas, por dios- por medio del campo se convierta en una auténtico festival para los sentidos, y por supuesto, los increíbles diálogos, a menudo convertidos en monólogos interiores de gran profundidad y en ocasiones de gran estupidez enmascarada de profundidad. En resumen, un repaso por el alma humana, siempre insatisfecha, siempre contradictoria, por la necesidad de ser amado, y por la infatigable ambición contemplativa del que busca algo más que la simple cotidianidad.

lunes, 10 de noviembre de 2008

Elogio del individuo, de Todorov


Subtitulado Ensayo sobre la pintura flamenca del Renacimiento, Tzvetan Todorov ha escrito un ameno e interesante libro sobre pintura. En la primera parte del libro Todorov nos explica el contexto filosófico y religioso de la época, con múltiples citas eruditas y con referencias a pensadores como Nicolás de Cusa. El arte buscó las vueltas necesarias para que la representación artística fuera “autorizada” por el cristianismo. Al final la pintura consiguió desligarse de la esclavitud religiosa y esto se consiguió plenamente con los retratos de personalidades no religiosas. Todorov coge el toro por los cuernos y hace de crítico de la crítica “la representación realista se suma al significado simbólico, no pretende disimularlo. Sugerir que estamos en nuestro derecho de buscar libremente sentidos complementarios, como hacen los psicoanalistas contemporáneos cuando identifican lo latente detrás de lo manifiesto, sin que otros testimonios hayan dado fe de esos sentidos, sería una actitud anacrónica”. Eso está muy bien, hay que acabar con los especuladores. Pero eso es muy poco divertido, la especulación en la interpretación de las obras de arte es un arte en sí mismo. La segunda parte del libro es una gozada. En ella se estudia la obra de los grandes artistas de la pintura flamenca, comenzando por Robert Campin (redescubierto en el siglo XX y maestro de Van der Weyden, y posiblemente también de Van Eyck, y una figura sorprendente en la historia del arte ya que no tuvo ningún reparo en aprender de quienes fueran sus discípulos), pasando por Van der Weyden y Van Eyck, siguiendo con una tercera generación compuesta sobre todo por Dierick Bouts, Hugo van der Goes (que acabó loco) y Petrus Christus y una cuarta con Hans Memling en Brujas. Sin embargo todo comienza con los iluminadores de libros de horas –ilustradores de libros de oración- entre los que destacan Jacques Coene, Jacquemart de Hesdin, Jean Pucelle y los hermanos Limbourg. “Pucelle recibió la influencia del arte italiano de sus tiempos pero en él alcanza una nueva síntesis: sus personajes siempre están en movimiento, y sus gestos y rostros expresivos”. Estos ilustradores eran auténticos maestros y supusieron el primer paso desde la Edad Media hasta el Renacimiento: "En la actualidad los historiadores están de acuerdo en que lo decisivo no es el criterio que sugiere el término que acabó imponiéndose, el redescubrimiento del arte y de la civilización de la Antigüedad griega y romana. Incluso en Italia, donde no obstante esta tendencia está bien documentada, redescubrir lo antiguo no es más que un medio para hacer algo nuevo". En el libro de horas del duque de Berry participan autores como los hermanos Limbourg y otros grandes de la pintura flamenca como el propio Van Eyck. Los investigadores son muy listos, no se les pasa ni una: “Hay también gestos que sólo duran un instante, por lo que representarlos señala el paso del tiempo: dos hombres sonriendo ante la necedad de un loco (en la British Library de Londres) en los que Meiss cree ver la primera sonrisa de la pintura europea”. Ya lo veo, a la luz de una lámpara a altas horas de la noche y con una lupa observando la ilustración: "¡están riendo, están riendo!". El dilema alegoría-representación de lo visto es un puente que hay que cruzar: “La desaparición de la alegoría queda compensada por la aparición del realismo. La revolución que está teniendo lugar consiste en establecer la solidaridad entre representación y visión”. De los hermanos Limbourg “Sabemos que realizaron también como mínimo una obra que no es una iluminación. Se trata de un cuadro, un regalo para el duque: “Una pieza de madera pintada de forma que parece un libro, en la que no hay ni hojas ni nada escrito”. ¡Su única obra que no es un libro es un libro pintado en trampantojo!”. Tenían guasa los hermanitos, cuando parecía que iban a dar el salto a la pintura de primer orden resulta que no se les ocurre otra cosa que pintar un libro. La estrella del libro es Jan Van Eyck: “Nadie antes de Van Eyck había sabido crear tal ilusión, mostrar de esa manera coronas, joyas, ricos tejidos, libros, instrumentos musicales y plantas.” Todorov denuncia que a veces se minusvalora la importancia del arte flamenco: “Las relaciones entre Flandes e Italia son múltiples”, y sus influencias recíprocas “es absurdo ignorar por principio el foco flamenco”. La figura de Camppin es reivindicada a través de obras maestras como su Natividad de Dijon, o los dos paneles laterales de una hipotética Anunciación que hay en el Prado. Es el primero en conectar la realidad del mundo exterior -paisaje en ventana- con el interior místico, la diferencia que impulsa Van Eyck tiene que ver con el espacio:“En Campin los personajes aplastan en cierta medida el espacio que los contiene. En Van Eyck el espacio absorbe y ahoga un poco a los personajes”. Los logros de Van Eyck son: la sumisión de objetos y personas al espacio que los contiene; unificación de los puntos de vista; cristalización del espacio. Van Eyck escenifica la contemplación en mayúsculas, la ensoñación silenciosa. Los retratos de Van Eyck “miran en sí mismos”. Sobre la Virgen de Van Der Paele: “experiencia totalmente novedosa a la que nos empuja Van Eyck, es decir, sumergirnos en un espacio surreal en el que estamos abocados a quedarnos tan inmóviles como los personajes que observamos”. Van Eyck fue el primero en firmar sus cuadros, introduciendo a veces sentencias que confirman su autoría como en El matrimonio Arnolfini de Londres. Rogier Van der Weyden pinta auténticos dípticos destinados a la oración del demandante, coloca en el mismo plano a la divinidad y a lo terrenal. Si en Van Eyck parecemos estar en un mundo idealizado, flotante, onírico, en Van der Weyden la divinidad "toca tierra". En mi cabeza ronda continuamente su Descendimiento del Prado -del que hay una bonita copia en la catedral de Granada-, con sus retorcidas posturas, absolutamente irreales. Su cuadro San Lucas pintando a la Virgen “es la más antigua versión pictórica de este tema”. Van der Weyden disminuye la singularidad del modelo reafirmándose la del pintor, es decir, los personajes poseen unos rasgos más generales pero el cuadro en sí cobra una personalidad fácilmente atribuible al artista. Finalmente hay un breve apartado sobre el Renacimiento italiano donde apunta cómo los artistas italianos buscaron inspiración en sus colegas flamencos. Es un libro brillante que proporciona momentos inolvidables y que nos instruye de una forma enriquecedora pero que origina cierta sensación de frustración para los que hemos visto muchos de esos cuadros en vivo, es decir, me apena reconocer que cuando vi La virgen del canónigo Van der Paele en Brujas no me enterase de la misa la mitad, y es que el arte no se reduce a una cuestión "me gusta-no me gusta", ya que los conocimientos siempre juegan a favor de quien quiere disfrutar una obra de arte. Pienso que de haber leido este libro antes de mi viaje a Bruselas, Brujas y Amberes sin duda habría sacado más partido de mis vistas a sus museos.

lunes, 3 de noviembre de 2008

La caza del carnero salvaje, de Murakami


Publicada en España por Anagrama en 2003 ésta es la tercera novela del japonés Haruki Murakami, aunque su aparición en Japón data de 1982. Es decir, es un título anterior a sus Tokyo blues, Kafka en la orilla, Al sur de la frontera, etc... Sin embargo en esta novela ya se aprecia el estilo inconfundible del narrador nipón. Así nos encontramos a un protagonista que pertenece al mundo de los mediocres, fracasado en su matrimonio, con un gato, sin vida social, y al filo de la treintena. La trama como suele ser habitual combina los elementos de intriga con la fantasía surrealista, y el enfoque narrativo implica el desarrollo en primera persona, las amplias descripciones -en exceso en el tercio final del libro, lo que ralentiza la acción-, las metáforas muy imaginativas ("El espacio celeste, limpio de nubes, semejaba un ojo ciclópeo al que se le hubiera extirpado el párpado"), y los momentos de reflexión filosófico-existencialistas ("No sé si sabré explicártelo pero te aseguro que no logro hacerme la idea de que el momento presente sea realmente presente. Ni tampoco tengo nada claro que yo sea yo. Siempre es así. Me cuesta mucho adaptarme a la realidad. Hace unos diez años que me pasa"). Murakami tiene la inusual habilidad de aunar lo cotidiano con lo trascendental: "Con el donut a medio comer aún en la mano me quedé unos instantes contemplándome. Y entonces me puse a considerar cómo me veía la gente desde fuera. Me dije, por suerte, nadie puede tener la menor idea de lo que piensan de él los demás. Me comí lo que quedaba del donut, me acabé el café y salí de la granja". Bueno, o el traductor se ha vuelto loco (al menos no hay ni un verbo reseguir, por favor), o en las granjas japonesas se comen donuts y se bebe café. Pero Murakami no es un escritor amargado, todo lo contrario, es un tipo con mucho sentido del humor y buena prueba de ello son las instrucciones que da al chófer del jefe con respecto al cuidado de su gato "Boquerón". La historia relata la búsqueda de un carnero con una estrella en el lomo y que no parece pertenecer a ninguna raza conocida. Si decimos que este carnero es inmortal y hace inmortal a quien es poseído por él ya estamos diciendo demasiado, pero si decimos que hay personajes tan extraordinarios como el General Ovino, el hombre de negro, el chófer, el amigo del prota -el Ratón- y la amiga del prota -la modelo de orejas-, el socio alcohólico, el hombre carnero (¡?), y el propio protagonista que lo deja todo para buscar al carnero, estamos haciendo un esbozo de lo que la novela puede llegar a dar de sí. Y es cierto que lo consigue en gran parte, si bien al final se aprecia cierto decaimiento en el que parece que Murakami está dándole vueltas al caletre para ver cómo diablos resuelve el intrincado mundo que ha creado en las trescientas págias anteriores. Yo creo, por otro lado, que lo mejor del libro no es el hilo argumental en sí sino lo que apartir de éste se nos cuenta, es decir, el declive personal de un individuo consciente de su mediocridad pero que en realidad no aspira a otra cosa que a ser mediocre, incluso su particular odisea es tomada con más resignación que otra cosa ("¿Qué había sentido en otros tiempos? Ya se me había olvidado. Sin embargo, algo sentí seguramente. Algo capaz de mover mi corazón, y de mover otros corazones al unísono con el mío. A fin de cuentas, todo aquello se había perdido. Perdido porque estaba predestinado a perderse. ¿Qué alternativa me quedaba, sino la de aceptar que todo se me escapara de las manos?"). La idea simbólica de la destrucción de la propia identidad encuentran fiel reflejo en la naturaleza sabia -otra gran protagonista de lla novela-: "La llovizna seguía cayendo sin interrupción, a las cinco de la tarde (...). Si mirabas aquel panorama fijamente, parecía que todo se fuera diluyendo poco a poco en medio de la lluvia. En realidad (...) incluso el verde de los montes se diluía y resbalaba silenciosamente hasta el pie de la montaña". Lo que en realidad se van diluyendo son las ilusiones y los proyectos del protagonista, quien para el mundo no es en absoluto imprescindible: "El mundo, indiferente a mi persona, seguía su curso. La gente se cruzaba conmigo por las calles sin reparar en mí, afilaba lápices (...)". ¡La gente en Japón afila lápices e ignora a Murakami! Murakami nos hace observar el afán de complicarse la vida del ser humano: "durante mucho tiempo nos hemos causado mutuamente problemas irreales. Que después hayamos reaccionado ante ellos como si fueran reales, es asunto nuestro". La realidad, esa gran desconocida: "resulta la mar de sorprendente eso de tener ante los ojos un paisaje que has visto mil veces en fotografía. La perspectiva en profundidad me pareció francamente artificial. Mi impresión fue que aquel paisaje no acababa de ser real, que alguien lo había montado aprisa y corriendo para que estuviera de acuerdo con la fotografía". Nunca habría definido mejor mi actitud reacia a sacar fotos en los viajes, el viaje termina correlacionándose con las fotos de tal forma que al final es lo único que recuerdas. En definitiva una amena pero a la vez intelectual novela de Murakami, que si bien no llega al nivel de sus grandes Tokyo blues y Kafka en la orilla, sí hace presagiar lo que vendría después -a pesar de los traductores, por dios.