domingo, 24 de febrero de 2013

La condena (Kárhozat). Béla Tarr (1988)


La condena de Tarr: La desintegración de los héroes.

Sólo conozco dos razones por las que una persona escriba un comentario sobre una película. Una, que sepa mucho de cine. Dos, que no tenga ni idea de cine y no lo sepa. Yo estoy en un subtipo -que me acabo de inventar, al igual que lo anterior- que podría titularse algo así como: “Aficionado al que le gusta el cine, al que le gustaría saber escribir un comentario de cine, que no tiene ni idea de cine, pero que sabe de su ignorancia, lo cual no es estímulo suficiente para abandonarla –si bien empieza a leer libros de cine una y otra vez sin llegar a conclusiones concluyentes- pero que de alguna manera ha llegado al siguiente razonamiento: vale, voy a escribir sobre algo que no domino, y como, probablemente, cometeré errores de todo tipo, lo haré a mi manera.” 
Béla Tarr es un cineasta húngaro. He visto parte de su filmografía, digamos que Armonías de Werckmeister (2000, obra maestra), The man from London (2007, obra maestra), sobre novela de Simenon, y parte de su épica Sátántangó (1994, obra maestra). Así que al enfrentarme con esta La condena de 1998 –la cinta anterior a Sátántangó- ya conocía más o menos la singularidad de su obra.
La peli comienza con el típico plano secuencia característico de Tarr -según he leído, no tan habitual por entonces, y puede que sea la primera peli de Tarr que nos anuncie al venidero Tarr-. A través de una ventana –aún no vemos el marco-, van desfilando carretillas en un teleférico que deben proceder de una explotación minera. La cámara va retrocediendo y avistamos el perfil recortado de una figura, a la postre el protagonista del relato, Karrer, un tipo ensimismado, perdido, enamorado de una cantante de bar, un desocupado al que le proponen un negocio turbio, recoger un paquete, algo simple (“Lo que va a suceder aquí es sólo una de los millones de formas de ruina que existen”, les explica Karrer a ella y su marido).  Es todo lo que voy a contar de la trama -más que nada porque es lo único que he entendido. La lluvia en lugar de limpiar la atmósfera, lo que hace, como sucederá en Sátántangó, en Armonías, es embarrarlo todo, caen goterones enormes que salpican en los charcos dando la sensación de que aquello está en ebullición. Karrer espera volverse loco algún día, pero no le da miedo. A ella le gusta mirar por la ventana mientras llueve, sin pensar en nada más. Karrer a veces tiene ideas casi propias de Thomas Bernhard: "Los héroes siempre se desintegran". En la primera escena Karrer va a casa de su amada, espera a que alguien salga y se marche en su auto. Ella no le quiere dejar entrar. Ella le dice a Karrer que “uno tiene que aprender a tomar sus propias decisiones”. Me acuerdo de un pasaje de David Foster Wallace, luego me digo, todo está vinculado, todo en este maldito universo está conectado, todo menos yo, que no me entero de nada. Al final Karrer baila autómatamente en un parquecito, una danza sin sonido, bajo la lluvia pertinaz, ¿enloqueció por fin? Las escenas de baile del salón nos acercan al Angelopoulos más genuino –el de El viaje de los comediantes, o de Paisaje en la niebla, del mismo año, 1988-. Los rostros enjutos, inexpresivos mirando a través del ventanal, hacia la locura de Karrer en su baile quizás. La escena de amor más triste que el cine nos ha brindado. Karrer seduce a su amada con un monólogo acerca del túnel que le conecta con la vida y que sólo ella puede ayudarle a atravesar. Ella está sentada sobre él. El rostro hastiado. Vemos el reflejo de los cuerpos en el espejo. Es un amor desahuciado, ahí no hay pasión, tan solo desencanto. El marido de ella llegará mañana. Finalmente él ha sido el encargado de recoger el paquete. Plano magistral: desde el vestíbulo vemos el cuarto, sobre la mesita un muñeco cabezón, junto a la ventana, el viento acompaña los carros colgantes, levemente chirrían. Pienso en alguna escena que atraviesa dependencias de Vermeer –la doncella achispada-, también en algún plano de Ozu -esos que atraviesan habitaciones-. Karrer le habla a ella de un antiguo amor, él odiaba su amabilidad, su orden. El hueco de la escalera, el llanto de un niño, de fondo un partido de fútbol en la tele. Un encuadre propio de Bresson. El Titanic Bar –lúcido símbolo de hundimiento, con el rótulo en luces de neón y con la última letra fundida-, el lugar donde se cuece el negocio, donde pasa Karrer las horas muertas, nos recuerda a esos bares sombríos y tristes de Kaurismaki -adonde acuden los obreros tras su jornada laboral, desesperanzados-, un perro que cruza, despistado, pensamos en el perro de Stalker de Tarkovski –en una escena posterior Karrer se enfrentará al perro utilizando sus propias armas, el ladrido, la intimidación-. La música de acordeón del colaborador habitual de Tarr, Mihaly Vig, con ese misterioso aire entre porteño y zíngaro, insufla bocanadas de melancolía -como si le hiciera falta a la peli, por cierto, en blanco y negro, o más bien, en grises ceniza y negro-. Lo sé, caí en el lenguaje ditirámbico de los críticos, perdonen ustedes, comprendan, cojo la guitarra clásica, acompaño la música de Vig, la voy siguiendo nota a nota, ya estoy dentro de la peli -no quiero ser Karrer, lo odio, al final terminaré admirándolo, admirando su desgracia-. Karrer apoyado en una esquina. Pensamos en Antonioni, en la soledad de sus personajes perdidos entre paisajes urbanos desolados, La noche, Desierto rojo –frente a ese edificio oficial, resguardado por dos cariátides con uniforme, ¿está pensando delatar al marido de ella?-. “¿Qué tal si por una vez piensas en algo que no sea en ti mismo?”, le reprocha a Karrer el dueño del local, me siento aludido, me escondo. Pero Karrer es consciente de que envejece, ha perdido el valor -quizás nunca lo tuvo. La señora del guardarropa ya le había advertido: esa mujer es “un pantano insondable” -el amor es obsesivo, innatural, el más devastador de los sentimientos. El guión, del propio Tarr en colaboración con Krasznahorkai (con quién más tarde hará Sátántangó), es literariamente magistral -¡pero necesito saber quién escribió cada frase de cada diálogo!-. Tengo una teoría acerca del cine de Béla Tarr, y esa idea proviene de su nombre. Béla Tarr aúna lo folklórico e imaginativo de Béla Bartók, y lo poético y visualmente místico de Tarkovski –en un burdo juego de palabras, lo sé-. A estos habría que añadirle unas gotas de Kaurismaki , de Angelopoulos, de Erice, y puede que también del primer Kieslowski –antes de La doble vida de Verónica-. Pero claro, esa es sólo una teoría y yo,un diletante.

sábado, 16 de febrero de 2013

En mitad de la noche un canto. Jiri Kratochvil.


Uprostred nocí zpev (1992).
Traducción de Patricia Gonzalo de Jesús.
Impedimenta 2010.

Patricia Gonzalo de Jesús cita en su introducción a escritores checos como Kundera, Hasek o Hrabal, para usarlos como referencia a la obra de Kratochvil (Brno, 1940). Finalmente escribe de En mitad de la noche un canto: “Y aunque Jiri Kratochvil ha declarado repetidamente su admiración por Milan Kundera y, sobre todo, por el dramaturgo Ivan Vyskocil (y su literatura experimental y del absurdo), no puedo evitar sentir esta obra más cercana al placer palabrista por la fabulación, por la recreación, a ratos nostálgica y a ratos grotesca, como actitud ante el mundo, ante un mundo  al que de otro modo resultaría difícil encontrar un sentido.”
Particularmente, y para dar una idea al lector de por donde van los tiros, yo diría –sin pretender epatar- que el estilo de Kratochvil aúna los lirismos fabulatorios del lituano Milosz, los destellos bien mágicos de García Márquez, bien esperpénticos de Mrozek, con la narrativa desenfadada, tragicómica, pero entrañablemente reflexiva del propio Hrabal, además la acción se sitúa en plena posguerra con el régimen estalinista en la sombra–un compromiso ausente en Hrabal, por lo que ha sido alguna vez criticado, si bien defendido por el propio Kundera en su libro Un encuentro. Al hilo de este asunto me acuerdo de Márai y algunas de sus novelas como La mujer justa, pero claro, las escribió en el exilio, con lo cual estaba a salvo del régimen comunista húngaro. O sea, un cóctel de impredecibles -pero esperanzadoras- consecuencias.
Después de terminar la lectura de En mitad de la noche un canto podemos decir que el resultado es magistral, o al menos cercano a esa línea que separa lo magistral de lo no magistral –si es que existe esa línea y si es puede existir lo magistral después de Bernhard. La mejor señal que denota el impacto que tiene en nosotros un nuevo autor es el impostergable interés que por el resto de su bibliografía nos sacude tras cerrar la última página, como si fuera ya el único escritor de la Tierra (¡demonios, tengo que leer todos sus libros!, nos decimos impacientes). 
Kratochvil es un autor poco conocido en España que ha sido encuadrado en la era post-Kundera, una era cuyo comienzo se fecha en 1989, cosa que no entiendo pues Kundera sigue en activo, acaso debería denominarse era post-Hrabal (muerto en 1997, siendo su última gran obra, Bodas en casa, de 1986). Pero estas premisas clasificadoras deben dar igual. Leí el libro evitando las alas de la cubierta que informaban del autor. Conforme avanzaba me preguntaba una y otra vez cuándo pudo ser escrito y si el escritor estaría aún vivo –confieso que miré las solapas en el tercer capítulo.
En mitad de la noche un canto participa más de las novelas de aprendizaje (bildungromans) que de la búsqueda odiseica, ahora explicaré a qué me refiero, si es que puedo. El infante protagonista se enfrasca en la búsqueda de su progenitor a partir del día uno de su concepción –y asistimos al viaje adolescente entre personajes a cual más grotesco-: “Fui concebido bajo un cielo iluminado por proyectiles y con la tos asfixiante de los lanzacohetes katiusha como ruido de fondo, y nací poco antes de la Navidad de aquel año que sería el último de la guerra y el primero de la paz.” Un grupo de soldados asaltaron la propiedad y abusaron sucesivamente de la madre del protagonista a finales de abril de 1945. El bebé será ochomesino, aunque quizás esto no sea suficiente para justificar su enrevesado –y mágico- mundo interior. Desde entonces el narrador espera una especie de señal que lo conecte con su padre desconocido. Puede ser una frase casi inaudible de un hombre a punto de ahogarse en la presa de Brno, o bien una carta hecha pedazos en la calle  Jakubska, que le pondrá sobre la pista de un tal Padre Prudencio, de Río de Janeiro.
Pero hay dos voces en este libro que se van alternando por capítulos. En los pares, la voz narrativa está igualmente en primera persona pero el tratamiento no es tan formal, no hay puntos al final de cada párrafo ni mayúsculas al principio de los mismos. Una herramienta que utiliza Kratochvil para diferenciar los dos personajes –o quizás esta técnica esconda algún truco más.
En Los felices años de la posguerra el joven protagonista acompaña a su padre –éste es otro joven- hasta una cabaña de cazadores en el monte Beskydy. Allí recibirán la visita de unos particulares funcionarios que sugieren al señor Simónides utilizar a su hijo como cebo para cazar linces caníbales. Simónides se la juega al negarse ante tamaño disparate: “Hay momentos en la vida de un hombre, observó por su parte el segundo funcionario, en los que uno se encuentra ante una disyuntiva crucial, y la suya, señor Simónides, su hora de la verdad acaba de sonar”. Estamos ante una sutil alusión a la condena kafkiana, y puede que no sea una barbaridad relacionar a Kratochvil también con algunos aspectos de Kafka, y en particular, como veremos, con La metamorfosis -perdonen mis lectores, últimamente veo a Kafka en todos lados, quién puede saber qué sería de la literatura sin Kafka y sin Brod.
En El salto de la pulga volvemos a las andanzas del joven bastardo quien asiste con su madre a una función del circo de pulgas. En un descuido del domador el jovencito se hace con un cañoncito y su pulga correspondiente. La pulga terminará adquiriendo proporciones oníricas, y el protagonista, tras una especie de ataque epiléptico se instalará en la vista de la pulga: “Durante un instante contemplé la ciudad desde la altura de los tejados”, para finalmente vengarse de un abofeteador de rubias en plena calle Husovice.
En El laberinto conocemos la borgiana idea del abuelo de construir un laberinto en el ático de la casa (“el laberinto era un viejo sueño del abuelo: había visto uno siendo oficial artesano ambulante, aún antes de la primera guerra mundial, en algún lugar de los Países Bajos, y le hechizó). La idea de que el padre pudiera esconderse allí del gobierno le abordará más adelante, y es que después del episodio de Beskydy el padre tendrá que emigrar al extranjero, su búsqueda por parte del narrador será análoga a la del primer personaje, y aquí empezaremos a confundir uno con otro, los dos jóvenes –les debe separar alrededor de una década- buscarán a un fantasma, de forma que hasta cuando aparezcan –en aquella foto de grupo de un aparente simposio internacional en el Mar del Plata, y en la figura del soldado Lopujin, en el “imponente edificio de la antigua dirección de los ferrocarriles Moravo silesianos”-renegarán de ellos.
Seguirán a estos capítulos otros igual de fascinantes titulados La peluca pelirroja, El último verano en tierra morava, Sangre para la princesa azteca, Poli-Story (y continuación, donde se narra la protección que uno de los policías que tomaron testimonio a su madre hace del pequeño durante años y de cómo a su muerte le cede unos planos para construir un extraordinaria artilugio en forma de aspiradora cuya función desconocemos pero que le sirve al joven para embarcarse en el loco proyecto de su construcción), Final feliz para el cuento de la Cenicienta, El novio, En el pozo Wilhelm Pieck, Un largo día de agosto, El zar de los muertos (y continuación, donde el protagonista es internado en el castillo de Schwarzbild junto a otros enfermos hepáticos, un lugar, el castillo, donde encontrará además el amor en Danielka, y que, al contrario que ocurría con el castillo kafkiano, al que el agrimensor pretende llegar sin éxito, es una cárcel de la que el joven intentará huir: “era uno de los días más fríos de aquel extraño comienzo de la primavera, había nevado con insistencia a lo largo de todo el día, así que cuando me descolgué  del ventanuco del sótano…”), La solitaria Margareta (quizás el mejor capítulo del libro, donde su abuelo por parte de padre, experto en gótico temprano cisterciense checo decide un día aislarse “con la intención de abrazar su extraordinario destino, y en su cuartito comenzó a escribir, y a los diez meses aquel excéntrico aislamiento dio su primer fruto, el tomito de lírica bucólica, reflexiva, patriótica, amorosa y de circunstancias Camino a través de las brumas, a través del sueño, y al año siguiente un fruto más, el librito En mitad de la noche un canto”, con el que Kratochvil consigue describir su propia obra y convertir un episodio anecdótico en un juego de espejos propio de Escher –o de nuevo Borges-, donde la novela citada está dentro de la novela real, que a su vez está citada mágicamente en un capítulo de esa novela, que a su vez…, y que nos despierta la idea de que quizás los capítulos informales de la novela se correspondan con ese escrito crepuscular del abuelo), El lugar en el que hoy se encuentra, y el capítulo final En mitad de la noche un canto, que transcribe la carta al padre con este inquietante segmento próximo al fin: “¿y de verás ha ocurrido todo esto? ¿pero qué exactamente? ¿y qué garantía tengo de que quien está narrando aquí no sea ya sino aquél  acerca de quien se narra? ¿y qué garantía tengo de que lo sea?”.

sábado, 2 de febrero de 2013

La metamorfosis. Franz Kafka.

La metamorfosis. Franz Kafka.
Edición: Valdemar.
Traducción: José Rafael Hernández Arias.

Cambiar de idea. Zadie Smith.
Edición: Salamandra.
Traducción: Isabel Ferrer Marrades.

Leía aquellos días los ensayos de Zadie Smith reunidos en Cambiar de idea. (Una noche me sorprendí lleno de júbilo riendo a carcajada limpia con las demoledoras críticas de cine de Zadie. A la pobre le hacían ver unas pelis malísimas. La descripción de la cara de Steve Martin en Shopgirl era sencillamente genial -sobre todo tras entrarme que el guión era de Steve Martin, basado en una novela de ¡Steve Martin!). Uno de los ensayos lo dedicaba a Kafka. Digamos que el texto recorría la personalidad solitaria del escritor, los problemas epistolares con su novia, así como algún que otro controvertido aspecto como el de su pose sarcástica antisemita –era judío y Zadie escribe cómo la palabra tolerancia era descrita como vil por Franz-, o su sentimiento de inferioridad ante la figura de un amigo escritor. Zadie decía de Kafka que no tenía antecesores -su trabajo aparece de la nada- y que, además, tampoco tuvo  sucesores.  Me interesó sobre todo la última parte del escrito en el que Zadie plantea dudas sobre la especie en la que se ha convertido Samsa. Curiosamente éste era un tema que hacía pocas semanas lo había discutido con unos familiares. Planteé la cuestión de forma directa y sincera, les dije a todos los reunidos, escuchadme, hay algo que me preocupa, tengo dudas sobre la naturaleza del insecto de la metamorfosis de Kafka. Creo, dije resuelto, que es un escarabajo. Mi hermana me dijo, no, ¡es una cucaracha!, y yo le contesté, pero Susan, una cucaracha, una cucaracha… ¡es algo asqueroso! Yo no recordaba la traducción que había leído tantos años atrás, pero resonaba en mi cabeza la imagen de un escarabajo.
El problema era que no encontraba “mi Metamorfosis” de la adolescencia, así que pensé que tendría que consultar la edición Valdemar de los Cuentos completos sobre textos originales, volumen que precisamente le había regalado a Susan el año anterior. De todas formas, Zadie Smith no desvelaba el enigma en su ensayo. La palabra original en alemán ("Ungeziefer") no tenía equivalente exacto en nuestra lengua -¡ni en la de Zadie!-, así que la cosa se quedaba en un ambiguo insecto, quizás alimaña. Supongo que a Samsa aquello le daba más o menos igual, pero yo quería creer que no. De entre todos los insectos el escarabajo me parecía el más simpático, así, siempre boca abajo, humilde, deprimido quizás, sin meterse con nadie –de pequeños jugábamos a estirarle la cabeza y retorcérsela, nunca comprenderé la crueldad de los niños, y aún menos, la ausencia del concepto crueldad en los niños-. Me hubiera gustado leerle a Susan aquel pasaje de Smith, pero ella estaba en el hospital. No, no se preocupen, ella está bien, es médico.
El ensayo más largo del libro de Zadie Smith estaba dedicado al escritor norteamericano David Foster Wallace. Hacía unos años había intentado leer “Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer". En la portada se veía un ridículo ejecutivo octogenario con ropa corta y blanca, raqueta de tenis en mano, estallando en una gran carcajada, imagen obra de Patrick Bennett. La nota del New York Times era muy estimulante: “Animado por una prosa maravillosamente exuberante este volumen confirma a Mr. Wallace como uno de los talentos más destacados de su generación.” Ahora leía este brillante ensayo de Smith que descubría las virtudes de la obra de Wallace. En el proceso de redacción del ensayo, Zadie conoció la trágica noticia de la muerte de su amigo, simplemente se ahorcó, su genial médico le había recomendado meses antes que dejara la medicación contra la depresión. Esta vez no reía, sólo pensaba en Wallace suicidándose después de escribir todas aquellas cosas raras, como el relato del niño que viaja hasta aquella piscina pública sólo para poder tirarse desde el trampolín. Wallace era un escritor de una prosa analítica –en mi mente intentaba cobrar forma la idea de que las obras de Wallace y Kafka tenían algo en común. Confieso que no pude terminar de leer ni el primer capítulo de Algo supuestamente divertido. Recuerdo que trataba sobre tenis, se titulaba “Deporte y derivado en el corredor de los tornados”. Con la excusa de escribir este comentario (¿sobre La metamorfosis de Kafka?) cogí de nuevo el Wallace, estaba dispuesto a darle otra oportunidad. Leí el comienzo: “Cuando salí de mi pueblecito perdido en el Illinois rural para asistir al alma máter de mi padre en las escarpadas y lúgubres montañas Berckshire al oeste de Massachusetts, de repente me empezaron a flipar las matemáticas. Empiezo a entender por qué me pasó. Las matemáticas superiores suscitan y catartizan la morriña de los habitantes del Medio Oeste.”. Qué extraño y absorbente comienzo. Años atrás me había rendido ante la prosa de Wallace, ahora –¡había leído La mansión de Faulkner y la trilogía de Beckett!- creía estar en condiciones de releer a Wallace, de leer por completo Algo supuestamente divertido, y el ensayo de Smith tenía mucho que ver en aquel redescubierto interés por aquel americano maldito de mentón prominente –además, la conexión con Kafka era evidente: ¡Samsa se convertía de la noche a la mañana en un escarabajo y a Wallace empezaban a fliparle las matemáticas de golpe y porrazo!
Había empezado a escribir este artículo la tarde anterior –ya habían pasado varios días desde entonces en los que no paraba de editarlo una y otra vez, de forma que ya no sabía sobre qué trataba-, lo había iniciado con Zadie y Kafka y había terminado escribiendo sobre Zadie y Wallace –¡y hasta sobre Wallace y Kafka! Algo se había descontrolado por el camino.
Dispuesto a dar por zanjado el asunto del insecto una mañana cogí la traducción de José Rafael Hernández Arias de La metamorfosis, me lié en una manta y me senté en el salón sin mirar el reloj.
“Cuando Gregor Samsa despertó una mañana de un sueño inquieto, se encontró en la cama convertido en un monstruoso insecto”. Vaya faena, me dije. La cosa no empieza bien, me dije. Esto sólo puede ir a peor, me dije. De aquí no puede salir nada bueno, me dije, parafraseando al padre de Zadie Smith, aquel veterano de Normandía que le pedía a Smith una y otra vez “Di que no fui un valiente, di que no fui un valiente”, en la época en que Smith escribía un relato autobiográfico. De modo que “un insecto”. ¿Por qué la gente pensaba que Samsa se convertía en una cucaracha –o acaso no era esto así-? ¿Llevaría yo finalmente razón? Según la descripción que de sí mismo hace Samsa su nuevo cuerpo tiene caparazón y patitas delgadas. Puede ser un escarabajo. Está en la cama, tumbado boca arriba y no puede moverse. ¿Les pasa esto a las cucarachas? Algo me dice que las cucarachas son más hábiles. Sólo están boca arriba meneando las patillas cuando han sido intoxicadas por el típico mata cucarachas. Lo que me desconcertaba era que Samsa se adivinaba una barriga pardusca -¿o era el narrador el que así la definía? ¿Acaso no son los escarabajos de color negro? Igual hay alguna especie parda. De ser una cucaracha quizás habría escrito “dorado”, ese dorado repugnante de las cucarachas. Aparte del aspecto tan denigrante y aparatoso de Samsa lo cierto es que no presentaba ninguna patología: “Gregor se sentía muy bien, si no fuera por la superflua somnolencia que le aquejaba después de haber dormido tanto tiempo; incluso tenía un hambre considerable”. Leemos una resonancia simbólica en la vista que tiene Gregor al incorporarse sobre el aparador para ver por la ventana: al otro lado de la calle hay un hospital. Además, a lo largo del relato sufrirá dos ataques, uno con el bastón de su padre y otro por el lanzamiento de una manzana: “La grave herida de Gregor, que le causó padecimientos durante un mes –la manzana permaneció incrustada en la carne como testimonio visible de lo ocurrido, ya que nadie se atrevía a quitársela-, pareció recordar también al padre que Gregor, no obstante su triste y repugnante forma actual seguía siendo un miembro de la familia al que no se podía tratar como un enemigo.” Estos ataques harán mella en su salud, aunque también lo hubieran hecho de haber mantenido su antropomorfia original –digamos que los efectos patológicos sobre su nuevo estado afloraban colateralmente.
En la traducción referida se utiliza la palabra insecto al comienzo, como se ha dicho, y tan sólo encontramos un término más específico cuando la sirvienta es sustituida por una viuda anciana de pelo blanco “que había superado durante su larga vida los momentos más duros gracias a su fuerte estructura ósea, no sentía ninguna aversión hacia Gregor.” Sin duda esta sutil referencia a la naturaleza ósea de la estructura de la anciana nos hace pensar de rebote en el esqueleto quitinoso del insecto Gregor –ya sabemos que Samsa no presentará nunca más esa estructura ósea propia de los humanos, porque Samsa ha dejado de ser un humano. Será esta sirvienta quien cada mañana abra la habitación de Gregor -¡no soporto que lo traduzcan como “Gregorio”!- para verle: “Al principio lo llamaba para que se acercarse a ella con palabras que sin duda consideraba amigables, como “¡ven acá, viejo escarabajo pelotero!” o “¡mira al viejo escarabajo pelotero!”. Luego ¿era Samsa un escarabajo y además “pelotero”?
Pero claro, esto no nos dice más que el traductor está convencido de que Samsa es un escarabajo –cuando una vez le dije a mi hermano Pirlosky que me gustaba mucho cómo escribía Oé él me contestó que querría decir que me gustaba mucho cómo escribía el traductor de Oé-, o ni siquiera eso, tan sólo que la sirvienta piensa que Samsa es un escarabajo pelotero -¡o tampoco eso, y lo dice para fastidiar a Gregor o lo que sea!
De alguna forma, no obstante, Hernández Arias parece convencido –bien por fuentes consultadas, estudios del texto, o simplemente por el testimonio de la sirvienta- de que Samsa es un escarabajo pues en el Prólogo de estos Cuentos completos escribe: “Cuando Gregor Samsa despierta una mañana convertido en escarabajo desconoce que en él se ha ejecutado una sentencia”. Luego para Hernández Samsa es claramente un escarabajo. Pero, ¿esto es lo importante de la frase de Arias? ¿Acaso no era crucial el tema de la sentencia tantas veces abordado por Kafka, en La colonia penitenciaria, El proceso, Ante la Ley, etc…? Para Arias “En La metamorfosis, el juicio, en el que la familia constituye el tribunal, se convierte simultáneamente en sentencia”. Sin embargo, Gregor, lejos de verse sentenciado a causa de la transformación lo hace por su condición laboral: “¿Por qué estaba condenado Gregor a prestar sus servicios en una empresa en la que, al cometer la más mínima negligencia, ya se alimentaban graves sospechas?”. Estamos ante una condena indirecta, la condena por el absentismo laboral no justificado, la mayor preocupación de Gregor al verse convertido en un escarabajo.
Fue cuando se me ocurrió la idea de escribir un comentario sobre La metamorfosis. Enfrentarse a La metamorfosis de Kafka, un comentario destinado al fracaso. Quizás debiera escribir simplemente una introducción a un comentario sobre La metamorfosis.
De repente pensé en Poe. El escarabajo de oro de El escarabajo de oro, de Poe conducía a un tesoro maravilloso. ¿No sería el escarabajo de Kafka el símbolo de la codicia, por la cual recibe ese castigo metamorfósico el pobre Gregor Samsa? ¿A qué tesoro conduciría? ¿Al tesoro de su propia destrucción? También trataba este tema Arias en su prólogo, desechando la idea ya que en el relato nada hace pensar que el viajero Samsa sea un ser codicioso, de hecho la familia de Samsa tiene contraída una deuda con el jefe de Gregorio, para el que trabajaba precisamente con el objeto de saldarla –aunque también se menciona la tranquilidad de la familia de Gregor con su trabajo pues con él tendrá la vida asegurada. El propio Gregor declama: “Nadie quiere a los viajantes, ya lo sé. Se piensa que ganan una fortuna y se pegan la gran vida. Nadie tiene la necesidad de meditar sobre ese prejuicio.”

Interludio del comentario: me voy a correr -duro cinco minutos-  con la intención de oxigenar el cerebro, a ver si se me ocurre algo novedoso.

Por la tarde voy al Museo Picasso –el ejercicio no me ha abierto la mente pero me han entrado ganas de culturizarme. Hay una exposición titulada El factor grotesco. Allí veo un dibujo de 1906 titulado La metamorfosis. Es de Alfred Kubin, ese atormentado artista checo a quien Kafka conoció, y que, tras una adolescencia difícil, intentó suicidarse sobre la tumba de su madre, con la poca o mucha fortuna de que la pistola estaba demasiado oxidada como para realizar su cometido. Ay, si Wallace lo hubiera intentado con una pistola desvencijada… La metamorfosis de Kafka se publicó en 1915. No es descabellado pensar que en algún momento Kafka y Kubin hablaran sobre el tema de la metamorfosis y que Kubin se le adelantara artísticamente. El dibujo de Kubin se nos presenta como una masa pulposa indefinida. Realmente no es ningún escarabajo. La obra de Kubin no me saca de dudas, es anterior al libro de Kafka y no parece para nada un insecto. Junto a La metamorfosis de Kubin hay otra acuarela llamada Tremedal en la que figuran unos saltamontes o langostas, a modo de plaga bíblica que, curiosamente, enlaza visualmente mejor con la metamorfosis de Kafka que el titulado genéricamente La metamorfosis. Otra casualidad “kubiniana”: la portada de la edición de valdemar de los Cuentos completos es una ilustración de Kubin, “Saturno”. En él se ve a Saturno devorando a sus hijos, una imagen que nos remite a la conocida pintura negra de Goya. También en esta edición se incluye una ilustración de Hans Fronius en el que se ve al insecto –con forma alargada que es una cosa entre una cucaracha y un escarabajo, el maldito no se mojó- y a la madre llorando sobre la cama de espaldas a él.
Algunos estudiosos quieren traducir el título original “Die Verwandlung” como “La transformación”, mejor que “la metamorfosis”, ya que este término se usa específicamente en mitología. Esta idea echaría por tierra las hipótesis de que Kafka se basó en Las metamorfosis de Ovidio para escribir su La metamorfosis –pues no sería en realidad una metamorfosis. Sin ir más lejos, la editorial Navona de Barcelona publicó su versión de La transformación, de Kafka, en 2009, según traducción de Xandrú Fernández.
Zadie Smith terminaba su ensayo titulado “F. Kafka, hombre corriente”, con la frase “Ahora todos somos insectos, somos Ungeziefer”. Era Ungeziefer el término utilizado en el original, y en nota a pie de página explicaba Smith: “Traducido de distintas formas, como insecto, cucaracha –para horror de Nabokov, que insistía en que el animal tenía alas-, bicho, escarabajo pelotero, la traducción literal es alimaña. Sólo las traducciones inglesas de David Willie, Joachim Neugroschel y Stanley Corngold conservan este significado literal.” No sé de dónde sacaba Nabokov la idea de que el insecto de la metamorfosis debía tener alas, en ningún momento se deduce ese rasgo antropomórfico de la lectura del cuento. Sí es cierto que recorre paredes y una vez en el techo se deja caer al suelo. Aunque, siendo meticuloso, hay que decir que un escarabajo es un coleóptero que se define por presentar dos élitros córneos que cubren dos alas membranosas, mientras que la cucaracha es un ortóptero, y presenta también dos alas aunque rudimentarias. Creo que el relato debería estudiarlo seriamente algún zoólogo. Por otro lado, tampoco tenía el relato por qué regirse por leyes naturales exactas, se suponía que era una metáfora y el tipo de bicho poco o nada afectaba a la tragedia del relato. De cualquier forma el, llamémosle así, insecto de Kafka, guarda más apariencia con un escarabajo pelotero que con otra especie conocida –salvando sus dimensiones, claro, humanas.
Precisamente es el momento inmediatamente posterior al descrito en la ilustración de Fronius cuando se menciona, creo, por primera vez en el cuento el término “metamorfosis”:
“-¡Tú, Gregor! –gritó la hermana con el puño levantado y mirada enérgica. Eran las primeras palabras que le dirigía directamente después de la metamorfosis.” Cuando la hermana le grita esto, Gregor intenta que no se lleven una foto de una dama con pieles que cuelga en la pared. Es un desesperado intento de retener lo último que de ser humano le quedaba en la vida. Sentí una gran solidaridad con Gregor y pensé que yo reaccionaría de igual forma si alguien intentase privarme de mi póster de Zhang Ziyi. Pero seamos sensatos y pensemos que en ocasiones la traducción literal de las cosas no conduce necesariamente a un significado más real de lo que quiere expresar el escritor. Me remití al Diccionario de la RAE. Según éste, la acepción biológica de “transformación” es: “Fenómeno por el que ciertas células adquieren material génico de otras”. Y ahora vayamos a la acepción zoológica de “metamorfosis”: “Cambio que experimentan muchos animales durante su desarrollo, y que se manifiesta no solo en la variación de forma, sino también en las funciones y en el género de vida.” Luego, y atendiendo al relato de Kafka, ¿cuál sería la traducción más exacta La transformación o La metamorfosis? Les dejo a ustedes la elección.
No contento con dar por sentado que el relato de Kafka es una metamorfosis, Arias va más allá y encuentra una segunda, ¡y hasta una tercera metamorfosis! Para Arias “Cuando Gregor Samsa muere, en realidad sufre una última metamorfosis que trae la anhelada tranquilidad a la familia y una humanización de su recuerdo. Gregor, con su muerte, recobra su humanidad y su lugar en la familia”. La otra metamorfosis sería la sufrida por la familia, si bien no me queda claro si la experimenta al conocer el nuevo estado de Gregor o con la muerte de éste. Digamos entonces que la familia sufre dos transformaciones –y aquí sí veríamos mejor empleado el término transformación, pues en realidad se transforman en seres ajenos para Samsa, aún guardando su corporeidad: “…sabía de sobra que desde el primer día de su nueva vida su padre había considerado la severidad más dura como la conducta adecuada para tratarle.”
Arias explica en su Prólogo que “la obra de Kafka se ha definido con frecuencia como una fenomenología de la muerte, como una tanatología.” Es la misma muerte que se provoca Gregor Samsa –si bien al principio inconscientemente, descuida su alimentación, luego es resuelta-: "Su opinión que tenía que desaparecer era quizás en él más decidida que en su hermana.” Luego viene un párrafo que hiela la sangre, que hace pensar en Wallace –en la metamorfosis que pasó al dejar los antidepresivos-: “Permaneció en ese estado pensativo, vacío y pacífico, hasta que el reloj de la torre dio las tres de la madrugada. Aún pudo ver el clarear del amanecer por la ventana. Luego, su cabeza se hundió involuntariamente, y de las ventanas de la nariz escapó, débil, su último suspiro”. Fue una muerte por dejadez, como la del que se deja caer de la silla para dejar actuar a la soga –y pienso de nuevo en Wallace. Lo escalofriante del relato –y para mi el culmen de su genialidad- es que mientras Gregor decidía su propia muerte, al otro lado de la puerta su familia hacía lo mismo: “Tenemos que intentar librarnos de él –dijo ahora la hermana dirigiéndose exclusivamente al padre, pues la madre no podía escucharla con la tos-, os va a matar a los dos, lo veo venir.” Curiosa reflexión que tiene su origen en el miedo a la bestia. Hay un último intento de indulto para el bicho por parte del padre: “Si él nos comprendiera –repitió el padre, y asumió al cerrar los ojos el convencimiento de la hermana de esa imposibilidad-, tal vez sería posible llegar a un acuerdo con él.” ¿A qué tipo de acuerdo querrán llegar? ¿Que el escarabajo no salga para nada de su habitación o que simplemente se quite la vida, o al menos se marche a une estercolero para lo resto? “Que lo hayamos pensado tanto tiempo, ésa ha sido nuestra desgracia”. La culpa es del escarabajo, la desgracia del escarabajo se ha transformado en la desgracia de la familia, ¿será realmente esta la verdadera transformación? El padre tiene razón, nadie puede ponerse de acuerdo con una bestia, esa bestia cuyo mayor error –gran paradoja de lo sensible y lo horrible- fue el de sentirse atraído por la música de violín de su hermana. Ese gesto -su intromisión en el salón donde los huéspedes disfrutan de una velada encantadora-, infundió el terror en el hogar, hasta ese momento a salvo del bicho, que permanecía enclaustrado en su habitación. Y ese pensamiento de Gregor tan operístico: “¿Acaso era un animal para que la música le atrajera tanto?”. ¡Qué frase más demoledora! Es la alimaña quien es capaz de emocionarse con la música. Uno se imagina al bajo cantando esa aria al final de una ópera, quizás como el Comendadore de Mozart en su aria de Don Giovanni. “Tiene que irse, padre”, implora la hermana, la única que la ha acompañado de verdad en este vía crucis, “es el único medio”, sigue: “Tienes que intentar quitarte de la cabeza que es Gregor”. Lo que nunca se pone en duda desde la primera aparición monstruosa se utiliza como excusa maquillada para ponerle fin. Quizás por eso Grete nunca se ha fijado en si Gregor comía la comida de la escudilla, o si lo ha hecho poco le ha importado que la mitad de las veces la dejara intacta.
El relato al final retoma el pulso de la vida cotidiana –esa añorada rutina que el insecto había sepultado y que es tan preciada por el ser humano-:
“El señor Samsa giró el sillón hacia ellas y las observó un rato en silencio. Luego exclamó: venid aquí, olvidad lo pasado y tened un poco de consideración conmigo.” Sí, tened consideración con él, el padre, compadeceos todos, habéis sufrido mucho con la metamorfosis de Gregor, pero ¿y Gregor?
La clave del relato bien podría estar en este ingenuo párrafo: “Gregor trató de imaginarse si no le podría suceder algo similar al apoderado como lo que hoy le había ocurrido a él; esa posibilidad había que reconocerla.” Piensa una cosa Gregor, imagina que en realidad le pasó al apoderado pero se preguntó: ¿por qué no puede pasar esto a Samsa en lugar de a mí? Y ahí comienza tu relato. Así que reflexionemos, ¿quién está a salvo de la condena de convertirse en un escarabajo? Aunque visto desde otro punto de vista, ¿no estaría esperanzado Gregor en que al salir de su habitación se encontraría con todos los demás ocupantes de la casa, apoderado incluido, convertidos en escarabajos peloteros y así su súbita e inesperada biotransformación pasaría más o menos desapercibida?
Una última reflexión en cuanto al significado del cuento. Supongo que se habrá escrito mucho acerca de posibles significaciones alegóricas, simbólicas, metafóricas,… (¿cómo entrar en la mente de Kafka? el eterno dilema de la interpretación). He intentado no leer ningún análisis de La metamorfosis antes de hacer este comentario -¿por qué los analistas se empeñan en destruir una y otra vez todas las obras literarias que encuentran a su paso? Zadie escribió en general que la obra de Kafka describía la alienación del hombre moderno y que era profética respecto a la sociedad totalitaria y al Holocausto Nazi. Yo renuncio a todos esos análisis geniales. La mía será una visión más particular, quizás la única posibilidad que tengo de aportar algo a la obra de Kafka. Esta interpretación dice lo siguiente: el relato de Kafka no habla de la Humanidad, del ser humano y sus conflictos, de la sociedad cruel y deshumanizada, ni de nada que pueda establecer una generalidad genial pero irregularmente reduccionista. La metamorfosis, simplemente, habla de ESA familia, los Samsa, de ESE viajante, Gregor Samsa, de lo que le pasó, se convirtió en un escarabajo que se subía por las paredes, y de cómo reaccionó SU familia ante el cambio de Gregor, terminaron deseando su aniquilación. Quizás con otro viajante y con otra familia los acontecimientos se hubieran desarrollado de otra manera. No obstante, algunos seguirían viendo una metáfora de la redención cristiana –Gregor se sacrifica por su familia como lo hizo Cristo en la cruz-, o de la falsedad del amor –quebrado por una dismorfa apariencia, léase una falta irreparable, la antítesis de La bella y la bestia-, o de la mutilación provocada por ¡el estrés laboral!

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