sábado, 31 de octubre de 2009

El diluvio, de Jean-Marie Gustave Le Clézio


Le déluge. Traducción del francés de Jaume Pomar.



Le Clézio escribió esta extraña -a ratos saturada- novela (metafísica) en 1966. "Al principio hubo nubes y nubes, pesadas y negras, expulsadas por algunos vientos, detenidas en el horizonte por un cinturón de montañas.", comienza el libro. Básicamente las primeras 50 páginas describen un hipotético -o metafórico, o apocalíptico, o hipnótico, o todo eso- diluvio universal. Dios, ¿de qué trata esto? no tengo ni idea, pero es muy poético, Le Clézio es un mago de las palabras, si bien el traductor -o el copista o quien sea- comete deslices ortográficos como "la doceaba ventana" -página 12- o también "El lenguaje ha vuelto ha empezar su ballet demente" -página 297- ( y tan demente) o el uso indebido del pretérito indefinido del verbo andar en multitud de ocasiones ("Andó") y la incorrecta utilización de la forma "habían" continuamente. La verdad es que todos estos disparates amén de sorprendentes -por tratarse de Seix Barral, una editorial gigantesca- redundan en el desconcierto que impregna la historia y el carácter onírico y fabulador del texto, lo cual no sé si está buscado -a la par que una tipografía que recuerda a las máquinas de escribir antiguas junto a devaneos en la impresión, con ausencia de parte de algunas letras, cuando no de letras enteras, ¿es que han editado el libro a la prisa y corriendo? a nadie sorprende habida cuenta de la demanda que de Le Clézio se ha despertado desde su Nobel-. "Un día, el 25 de enero, a las 15.30 h., sin razón aparente, se puso en movimiento (..) apareció una muchacha en velomotor. Bordeó la calle mientras duró el ruido." Este insignificante acontecimiento dinamitó toda la soledad y toda la miseria del protagonista de la historia, Francois Besson, un héroe heredado de los enormes paseos walserianos, o de las enigmáticas disquisiciones sartrianas. Esa aparición puede revelar el descubrimiento del amor, o bien su negación, y cómo todo lo demás queda diluido hasta formas incalificables, desmesuradas en su inercia y en su falta de sentido -acentuando la indiferencia del protagonista por todo lo que le rodea, lo que, paradójicamente le invita a una contemplación excesiva, hasta lo deforme, de todo aquello cuanto percibe dentro de la cotidianeidad-. En el capítulo primero se empieza a contar más en serio la historia de Besson -si eso es posible- y la de su amiga Anna -nada que ver con la Anna de La náusea, ¿o sí?. Es la historia de un suicidio -el de Anna-, del deambular de Besson -por la ciudad, verdadero paisaje de cemento, hierros y colores-, de su lío con la pelirroja -a la cual abandona-, de su vida de ermitaño -se pone a vagabundear cual personaje de Paul Auster en Central Park-, del asesinato de un desconocido -una sombra confundida en la oscuridad que le acecha con desconocidas intenciones-, de su ceguera provocada -una mirada directa al sol que le deslumbra espiritual y fisiológicamente-, de un conjunto de situaciones desquiciantes hiladas por una narración descriptiva que lleva al límite la paciencia del lector, estableciendo paralelismos y símiles de cadencia ilógica. Un terrible cuento escrito en la niñez -El capitán y Oradi gritaron uno de estos gritos: glu, glu, que quería decir: Gle, corri...-, una conversación con el vendedor de periódicos ciego -en el fondo lo que más lamento es no poder ver la tele-, otra con el hijo de la pelirroja -por la noche mientras duermo veo muchas cosas: lobos, bosques donde hay muchos lobos. Y también los indios-, dos cartas habladas en una cinta magnetofónica -Uno vive en un desierto, eso es todo-, la obsesión por la muerte -Están muertos, lo sé, no hay duda de ello; está muertos porque todo lo que me es exterior está muerto; halos a modo de sudarios envuelven sus siluetas en el paisaje-, cierta actitud nihilista envidiable -El tiempo pasaba en esta evidencia; podía estarse años así, sin hacer nada. Sin tener nunca nada que hacer- y un fascinante fresco multicolor de sensaciones, luces, pensamientos, efímeras imágenes urbanas, distancias, recreaciones, misterios,... que convergen en la figura de Besson, una de las personalidades más abstractas y caóticas de la historia de la literatura. Una obra de difícil lectura, con altas dosis de virtuosismo literario, y que puede deparar momentos inolvidables -si uno no pierde la cabeza mientras tanto.

domingo, 25 de octubre de 2009

La historia comienza, de Amos Oz


The story begins. Essays on literature. Traducción de María Condor.


Ya desde la Introducción el escritor israelí nos llama la atención acerca de la importancia del comienzo de una novela, del "contrato" que se le presenta al lector desde el inicio de la obra. "Pero qué es, en última instancia, un comienzo? ¿Puede existir, en teoría, un comienzo adecuado para cualquier relato? ¿No hay siempre, sin excepción, un latente comienzo antes del comienzo?". Partiendo de esta base, Oz realiza unos interesantes ensayos breves sobre algunas obras clásicas -algunas desconocidas para el gran público occidental- que nos descubren verdades sobre el hábito de la lectura y la comprensión de los textos, en lo que termina siendo un alegato en favor de la lectura lenta y, en definitiva, en favor del placer de leer. Así tenemos un desternillante estudio sobre la surrealista La nariz, de Gogol, titulado Con aire de importancia muy respetable: "Que el dios de los insensatos nos guarde de dar un significado simbólico a la nariz, como algunos críticos han tratado de hacer: la nariz que se levanta y se va a pasear por la ciudad con el atuendo de un consejero diplomático no es una parábola de la sociedad de la Rusia zarista ni representa la condición humana. Es simplemente una nariz". Excepcional y estimulante resulta la lectura de Una madera en el torrente, sobre el comienzo de Un médico rural, de Kafka:"(...) el inicio del relato es una defensa sólida e irreprochable (....) Lo que al principio de la narración parece un esfuerzo por resolver un problema de transporte resulta ser un asunto cargado de vergüenza y culpabilidad". De la mano de Oz sufrimos la trastada que le hacen al médico, alguien dio a la campanilla para avisarle de un enfermo en plena noche tormentosa. Oz disecciona cada paso dado por el médico, quien parece estar ante un tribunal: "El contrato inicial es sólo el objeto del verdadero conflicto, el conflicto interno". Terribles pérdidas ha llamado Oz a su ensayo sobre el comienzo de El violín de Rothschild, de Chejov: "Aquí y en otros relatos, Chejov establece un equilibrio preciso, como en la balanza de un químico, entre lo ridículo y lo desgarrador". Advierte el israelí de los presupuestos engañosos inicales, y de cómo el violín ni es de Rothschild ni éste es violinista ni es el personaje principal del relato, aunque el violín acaba en manos de él. Además, hay más engaños en el contrato inicial: "porque el narrador adopta deliberadamente el punto de vista del viejo fabricante de ataúdes, así como su lenguaje y sus términos de referencia". En el seno materno, sobre varios comienzos de La historia: una novela, de Elsa Morante es el ensayo más largo del volumen. En él Oz radiografía la escena de la violación de Ida por parte del soldado Gunther como si fuera una interpretación psicológica más que literaria -aludiendo a un malentendido entre ambos el desarrollo de la perfidia-, creando posiblemente un nuevo y brillante relato a partir de la -aparentemente mediocre- novela de Morante: "Este espejismo de sonrisa, esta sonrisa sin sonrisa, basta para hacer pasar al exhausto Gunther de la brutalidad a la familiar arrogancia masculina". Y es que este libro de Oz lo que hace es recrear, añadir simbolismos -que permanecen ocultos en la obra original-, como si de un crítico de arte se tratara frente a una obra maestra de la pintura, de forma que leer estos comentarios son, en lugar de redundantes, una fuente primigenia de creación literaria, es decir, uno no necesita conocer las obras comentadas (En la flor de la vida, de Agnón, Effie Briest, de Fontane, Mikdamot, de Yizhar...) para paladear estas páginas como si un exquisito fruto novelesco se hubiera colado en nuestra biblioteca. También cuando uno ha leído la novela en cuestión, caso de El otoño del patriarca, de García Márquez y el ensayo de Oz Cómo era posible que una vaca llegara a un balcón, cierto estupor recorre nuestro intelecto, y nos preguntamos ¿es que no me enterado de nada de lo que he leído en los últimos veinte años? ("Es probable que el lector que se aproxime a esta novela armado de escoplos descodificadores pase por alto lo que hallará el lector que se aproxime a ella con carcajadas desenfrenadas, y viceversa.") Uno de los descubrimientos de este librito de apenas 140 páginas de Amos Oz -entre muchos otros, en realidad el ibro es todo él un descubrimiento tras otro-, es el relato de Raymond Carver, Nadie decía nada, que Oz analiza en Quita eso de ahí antes de que me haga vomitar. Estamos ante un relato de adolescente en el que cada escena narrada se presupone cotidiana, insustancial, y que sin embargo encierra un visión, tan profunda como ausente en emisión de sentimientos por parte del protagonista, de la incomunicación familiar ("Superficialmente lo que tenemos aquí no es más que una acumulación documental de materiales de la vida real"). El niño trae algo del río -supuestamente un enorme pez, o al menos su cabeza- e intenta llamar la atención de sus padres que están siempre a la greña ("Oh, Santo dios! ¿Qué es eso? ¡Una serpiente! ¿Qué es? Por favor, por favor, quita eso de ahí antes de que me haga vomitar", le suplica la madre). Según Oz: "Éste es el punto enigmático que existe en muchos de los relatos de Carver, el punto en el cual se invita al lector al volver al principio de la historia y elegir: si quiere o no creer en el pez". En resumen, un maravilloso libro de unas de las mentes más lúcidas del panorama literario actual -¿para cuándo el Nobel?-, y que hará las delicias de todo amante a la lectura.

lunes, 19 de octubre de 2009

Nueve cartas a Berta, de Basilio Martín Patino


En 1965, Basilio Martín Patino dirigió esta obra maestra del cine español. Decubrí esta película leyendo el libro de José María Caparrós Historia del cine europeo. Después de verla quedé consternado por su calidad. Cuenta la historia de un estudiante de Derecho -un jovencísimo Emilio Gutiérrez Caba-, que acaba de volver a su ciudad -esplendorosa Salamanca en todos los planos- tras una temporada en el Reino Unido donde ha conocido a la hija de un exiliado intelectual y de la cual se ha enamorado. Lorenzo lee en off las nueve cartas que le manda a su amada mientras se deja llevar por la inercia de su afianzada existencia -sus amigos, sus estudios, su novia...-. Cada carta lleva un título (La noche, Tiempo de silencio...), y están presentadas por un dibujo de corte medieval. La peli muestra el desencanto, la angustia vital -tal como dice el tío de Lorenzo, el fabuloso boticario de la plaza mayor-, la inseguridad sobre el destino, y finalmente, la claudicación ante la imposibilidad de llevar a cabo los propios sueños. Técnicamente estamos ante una película en blanco y negro con excepcional fotografía de Luis Enrique Torán y con algunos recursos técnicos que recuerdan a a la nouvelle vague francesa, y más concretamente a Godard y su Al final de la escapada, tales como imagen congelada al final de una secuencia y en otro orden la utilización de fotografías como planos intercalados -si bien estas fotografías supuestamente las toma el protagonista para enviarlas a Berta-. Resaltar la extraordinaria belleza de Elsa Baeza -en el papel de la novia oficial de Lorenzo-, cuyo equivalente en la nouvelle vague podría ser la musa de Godard, Anna Karina, pues ambas poseen la misma belleza gélida e inalcanzable. Ahora estoy leyendo un ensayo de Cerralto sobre el cine de Víctor Erice y tengo que decir que he constatado algunas similitudes entre las dos películas. Sin embargo Cerralto no menciona en su análisis de la peli de Erice, de 1973, estas Nueve cartas a Berta como una posible inspiración. En primer lugar la fotografía, que recuerda a algunos cuadros de Vermeer e incluso de Zurbarán, dos claras y reconocidas influencias de Erice; luego el uso técnico de la imagen congelada - en algún plano de El espíritu, como cuando Isabel salta sobre las llamas en la noche de San Juan, y también en su primeriza obra, el tercer capítulo de la obra colectiva Los desafíos-, y del intercalado de las fotografías -también en Los desafíos, y no de un modo tan claro en El espíritu, donde simplemente Ana ojea el albúm de fotos de sus padres-. También veo en el dicurso narrativo semejanzas como la voz en off que lee las cartas -Lorenzo en Nueve cartas y Teresa a su antiguo amor, Job parece leerse en el sobre que arde con destino a Nice, en El espíritu-. Estas cartas también sirven para ilustrar el desconsuelo y la desesperanza de ambos -que ven casi imposible la reunión con el ser amado, expulsados ambos por el franquismo, lejos de sus vidas-, y finalmente, el cese de las mismas para concretar la resignación y el abandono de esa persecución de lo deseado -Lorenzo deja de escribir y se arroja a los brazos de su novia y Teresa tira al fuego la última carta escrita-. Dos acontecimientos desembocan en esta decisión, en el caso de Lorenzo un viaje a casa de unos familiares a un pueblo y en el caso de Teresa, la pérdida de su hija Ana que se extravía en el campo. Al final voy a hablar más de El espíritu que de las Cartas, pero es que ambas obras relatan más o menos lo mismo -al menos en una parte importante de El espíritu, al margen de la experiencia personal de Ana -Torrent-, la gran protagonista de la película de Erice, es decir, la destrucción de las vidas a causa del franquismo, el exilio de los no simpatizantes con el Régimen, el drama existencial de quien no encuentra su camino, además de las herramientas usadas en las dos pelis, más simbolista y poético en el caso de Erice, más propio de la nouvelle vague y con mayor discurso verbal en el caso de Patino. En Nueve cartas existen multitud de detalles escénicos, tales como el cartel de la película documental de Buñuel Tierra sin pan, o el del partido de fútbol entre la U.D. Salamanca y el Real Madrid. Otro punto confluyente es la llegada del cine a los pueblos. En El espíritu es el motor de la película así como la clave del despertar de Ana, y en Nueve cartas la colaboración de Lorenzo con sus amigos para llevar el cine al pueblo de su prima, quien convocará también a escondidas a su novia para intentar que Lorenzo no siga pensando en su amor lejano. Este motivo lo retomará cuarenta años después Zhang Yimou en su maravilloso corto para la peli colectiva A cada uno su cine, y también Tornatore en los noventa para su El hombre de las estrellas. Buscando más analogías encontramos esos dibujos casi infantiles de guerreros medievales, torreones, castillos, que quizás representen a la ciudad salmantina y que encabezan cada carta a Berta, y en El espíritu los dibujos hechos por las niñas protagonistas que abarcan todos los objetos cinematográficos empleados en el desarrollo de la trama (el reloj, la peli de Frankenstein, el tren,...). Por todo ello me sorprende que Cerralto no nombre a Nueve cartas a Berta como una fuente de inspiración clara para Erice, al menos en esta El espíritu de la colmena. La música es otro elemento en común de ambos filmes ya que cuentan como autores a dos grandes compositores del panorama contemporáneo español. Carmelo Bernaola firma la enigmática y cerebral partitura para clave en Nueve cartas a Berta -y que recuerda al Falla del concierto para clave-, mientras que es el vasco Luis de Pablo el compositor de esa música para flauta y guitarra tan misteriosa y hermosa en El espíritu de la colmena -con las mágicas variaciones de la canción popular Vamos a contar mentiras-. Por último comentar la forma de crónica que adopta en determinados momentos la peli de Patino con planos de los carteles de los distintos comercios, con nombres tan sofisticados como París y otras ciudades europeas. Me llamó mucho la atención cuando Lorenzo va a Madrid y visita en la calle Alfonso XII el portal donde anteriormente vivían los padres de Berta, pues hace unas semanas yo pasaba precisamente por aquel lugar y no pude evitar sacar unas fotos de algunas fachadas antiguas. También las dos pelis tuvieron que salvar a la censura. Comenta Patino en el libro de Caparrós cómo al escribir el guión desconocía exactametne si algunos pasajes pasarían o no el corte de la censura. Esta circunstancia resaltan el valor de la película, su atrevimiento tanto estético como narrativo queda doblemente realzado por los condicionantes del creador en pleno Régimen autoritario. Desde aquí no me queda más que reivindicar esta gran película, Concha de Plata en San Sebastián en 1966, y animar a todo amante del buen cine a disfrutarla. Yo lo hice y además, me enamoré irreversiblemente de Elsa Baeza.

Aquí un extracto de la peli:
(se pueden ver más en youtube)
Aquí la ficha técnica y la sinopsis:

martes, 13 de octubre de 2009

Cementerio de las naranjas amargas, de Josef Winkler (II)

La idea de suicidio está muy presente en el libro: "Todo lo que veía en sus, así llamados, paseos, lo consideraba sólo desde el punto de vista de la utilidad para su suicidio. Los balcones y, sobre todo, los edificios altos de Klagenfurt sólo servían para precipitarse desde ellos, las agudas verjas de jardín para empalarse, los coches y camiones para ser atropellado, los carriles de tren para poner encima la cabeza en el momento oportuno, las cuerdas de campana para balancearse colgado de ellas, mientras el badajo golpeaba el metal doblando." O también en la soledad de su habitación de Roma: Todo el tiempo yo miraba el techo blanco, pensando en cómo podría quitarme la vida". La relación con su hospedadora, Mrs. Fanshawe, tiene momentos delirantes y de gran brillantez. A veces es como si Winkler necesitara una vía de escape ante el ocaso mental que sufre: "Cuando durante un paseo nocturno por el Tíber, se me colgó del brazo, me solté, hablando con grandes gestos, y ella volvió a colgarse de mi brazo una y otra vez, me hubiera gustado coger del asfalto las húmedas hojas de castaño con olor a podrido y refregárselas por la cara. Finalmente me solté de su presa con una amenaza. ¡Estoy pensando en tirarme al Tíber!". La señorita Fanshawe ve en Josef alguien a quien cuidar. Obviamente le reprueba su inmoral conducta con los jovencitos de la Piazza dei Cinquecento, pero esto no es obstáculo para que se despierte en ella cierto instinto maternal. ¿Y nosotros? ¿Qué debemos hacer ante la pederastia del narrador? ¿Es ficción o es la realidad de Winkler? De cualquier forma el narrador pretende justificar desde su atormentado pasado su desviación moral. El párroco de su pueblo natal se convierte en uno de los personajes de sus episodios pasados: "Franz Reinthaler, el sacerdote que movía el incensario, repitió sus palabras: ¡Josef, aprieta el cadáver contra el pecho de Jakob!". Vamos a ver, el tema del libro es la muerte, eso está claro, pero la muerte vista desde el horror: "Dibujo con mis palabras una jaula en torno al horror, hasta que llega el siguiente horror y quiera despedazarme. Antes de que pueda lanzarse a mi garganta para darme un mordisco mortal, le arrojo la red de mi lenguaje." Y es ese lenguaje metódicamente poético que transgrede la frontera entre lo humano y lo grotesco el que maneja Winkler con gran habilidad. Hay que encontrar en su infancia la causa del "desalojo" mental que sufre Winkler y que le lleva a escribir tanto disparate. En su pueblo no se lo perdonan: "Me bajé, llevé el vehículo sobre otro cable que tenía ante mis pies y vi cómo aparecía al fondo el padre de Jakob, que me sigue odiando porque he vuelto a escribir sobre su hijo ahorcado y nunca dejaré de hacerlo". Vuelvo a las relaciones con su casera que conforman la parte más "divertida" del libro, y es un soplo de aire fresco entre tanto dolor, aún así la muerte -caricaturizada- es la protagonista: "Mrs. Fanshaw me contó recientemente, en el Instituto Austríaco de Cultura, durante una fiesta con motivo de una representación del Todo el mundo de Hugo von Hofmannsthal, un invitado romano de cierta edad había muerto. La mayoría de los invitados supuso que el hombre se había desmayado. El muerto fue colocado por los enfermeros sobre una bata blanca de médico y sacado del salón. Como fue evacuado tan rápidamente como se pudo, el incidente apenas fue advertido por casi los trescientos invitados. Unos días más tarde, un periódico italiano informó, aludiendo a Todo el mundo, que la Parca se había llevado a casa a un austríaco. La mujer del muerto, igualmente romana, se disculpó unos días mas tarde con el Director del Instituto de Cultura, por aquel, como dijo, lamentable incidente." Es que no hay derecho, morirse en medio de un concierto, una cosa es que te suene el móvil pero otra es que la palmes, ¡por muy mala que sea la obra, por dios! Vemos a Winkler como a un loco peligroso que recorre las calles de Roma escribiendo su propia existencia, relatando la muerte de los demás, exponiendo el punto de vista más amoral y cínico de la literatura mundial: "...normalmente escribo en cualquier parte, a los pies de alguna estatua de mártir que sigue perdiendo sangre, entre carabinieri que me iran recelosos, en la cripta de los papas del Vaticano o fuera junto al mar, cuando las olas rompen contra mis tobillos, o en el mercado, de pie en un charco de sangre de oveja." Referencias culturales abundan en las páginas del libro, desde Mishima, Kafka, Hebbel, a Pasolini: "Mientras, indeciso todavía sobre si debía ver la película de Pasolini o el Novecento de Bertolucci, pasaba de un canal de televisión a otro, pensé que Pasolini se había buscado sus asesinos en la Piazza dei Cinquecento y que no debía repetir la muerte de Pasolini". A mi me pasa mucho esto, dudo entre dos pelis y al final no veo ninguna. La variopinta clase de personajes que desfilan por la novela producen en el lector cierta desazón: "Con frecuencia vago por el laberinto de los pasillos del metro de la Stazione Termini o me siento en los vagones para, bajo tierra, poder desplazarme en todos los sentidos, con Roma y sus palacios, sus cardenales y obispos, gitanas, travestis y golfillos sobre mí." El libro está plagado de sugerentes imágenes poéticas acerca de la muerte: "Todavía humean las alas carbonizadas de un ángel de la guarda que saqué de debajo de un enorme montón de ciervos congelados". Todo el texto habla de la muerte, ahora lo sé: "Oye, no das señal de vida. Es que yo escribo sobre la muerte." Los nazis: "Bajo una campana de cristal, mi esqueleto de niño ennegrecido por el carbón, cuyas manos huesudas estaban juntas como para rezar, sujeto a una cruz gamada y rezando al Ángel de la Guarda...¡no me desampares ni de noche ni de día!". Los nazis y las lagartijas: "Caminando a orillas del Tíber, recogía a cubos lagartijas muertas y las sujetaba a la muralla del Tíber en forma de gran cruz gamada. Sólo me despertaré cuando las lagartijas se hayan podrido y pueda verse esa cruz gamada de esqueletos de lagartija". El libro finaliza con una especie de carta dirigida a la criada ucraniana que trabajaba en su casa, haciendo un recordatorio demoníaco -le retira los recuerdos-. Luego recolectará muertes a las que llevará al cementerio de las naranjas amargas. Y la Madonna de Rafael siempre presente... El problema -para Winkler- es que no sé qué puede escribir después de esto.

domingo, 11 de octubre de 2009

Cementerio de las naranjas amargas, de Josef Winkler (I)


Friedhoff der bitteren Orangen. Traducción del alemán de Miguel Sáenz.


Josef Winkler está loco, o es un genio, o las dos cosas. Éste es uno de los libros más impresionantes que nunca haya leído. No sabría decir exactamente cuál es la trama del libro. Puede que ninguna. El narrador recorre las calles de Nápoles y Roma con su cuaderno de viaje "sobre el que están representados los cadáveres resecos y revestidos de obispos y cardenales del corredor de los sacerdotes de las Catacumbas de los Capuchinos de Palermo". Lo fatídico, lo cruento, el ser humano siempre está ávido de carroña ajena: " "¿Qué buscan los dos hombres, que todos los días, como si supieran cuándo salgo de mi apartamento, están en la vía Barnaba Tortolini y sonríen cuando paso? No los saludo, no saludaré nunca a esos hombres que están siempre ahí, aguardando algún acontecimiento horrible." Acontecimientos de los que toma buena cuenta Winkler bajo una metódica narrativa que recuerda un poco a Madera de boj, de Cela, claro que Cementerio es de 1990 (publicado en España por Galaxia Gutenberg en 2008) y Madera de boj de 2002. Breves episodios, a cual más horrible y grotesco, cuando no velados por la ingenua mirada infantil : "En Nápoles, en el camino del cementerio, los panaderos vendían el día de Difuntos calaveras de azúcar del tamaño de una cabeza de niño y pequeños esqueletos también de azúcar, sobre todo a los niños, que los chupaban y lamían con aplicación". A veces pasados bajo el prisma onírico de Winkler y su universo de la caricatura humana: "Comiendo con cubiertos de plata mascarillas mortuorias de escayola, los invitados al entierro se sentaban en torno a la mesa, sobre la que bailaba una viuda reciente con un ternero blanco como la nieve que llevaba una corona de laurel." La culpa, el pecado, la esperpéntica liturgia católica: "¿Me avergonzaría siquiera si, llevando el árbol del fruto prohibido sobre la camiseta, me colgara del cuello, en lugar de una máquina fotográfica, mi cuaderno de viaje, en el que están pegados los cadáveres resecos y revestidos de los arzobispos y cardenales de las Catacumbas de los Capuchinos de Palermo y, con una máscara japonesa en la cabeza -sujeta en la frente con una cinta en la que pone "fujica"- entrara en la iglesia de San Pedro lleno de recogimiento y me dirigiera a la Pietá de Miguel Ángel, a prueba de bala?". Espanto es el término más acertado para describrir esta obra, pero un espanto existencial, continuado, no una imagen reflectaria de un único suceso, sino una disposición, un hálito, algo de lo que el ser humano no puede escapar:"Mientras que, en mi cuaderno de viaje, en el que están representados los cadáveres resecos y revestidos de los obispos y cardenales del corredor de los sacerdotes de las Catacumbas de los Capuchinos de Palermo, me ocupaba de las dos moscas, creí, sin levantar la vista sin embargo para convencerme, que un niño se me había acercado y contemplaba mis garabatos, pero me di cuenta con espanto de que ante mí había un pequeño gorila, que una mujer joven llevaba de una cadena delgada". El narrador vive para y por la escritura, de lo contrario...: "Todos los días debo tener de algún modo algo que ver con las palabras, escribiendo o leyendo, porque de otro modo me hundo. Me quiebro cuando, aunque sólo sea un día, recorro Roma sin leer ni escribir. Me imagino que tengo el cuerpo de cristal y, con cada paso, yendo por la calle, aparece una raja en ese cuerpo mío de cristal, y que mi cuerpo de cristal, un día, como estará lleno de grietas, no será ya transparente y en algún momento se desintegrará en la calle." Winkler está extraordinariamente capacitado para describir el horror, para ser un fiel cronista del mismo, pero también para despertar las imágenes más oníricas y estimulantes -a manera de trampantojos pictóricos- a partir de las situaciones cotidianas más indolentes y superfluas: "Mirando por la ventanilla del tren, vi bosquecillos de olivos, rebaños de ovejas con pastores y perros, muchos cementerios de automóviles, montones de contenedores de basura nuevos, todavía sin usar, pero también otros desechados como chatarra...". Olivos, chatarra, ovejas,..., no es una banalización del paisaje, más bien ¿un caleidoscopio de la locura en la que está inmersa la sociedad? Es la palabra cementerio la que queda impresa en el cerebro del lector. Cementerio de episodios terribles, de máscaras mortuorias y de delirios litúrgicos. La Iglesia siempre encontrará en la pluma de Winkler un lugar entre lo ridículo y lo deforme: "Cuando, en una misa de difuntos en una catedral romana, los asistentes al entierro pasaban junto al ataúd para recibir la comunión, recordé que al cura Franz Reinthaler, durante la transubstanciación, al partir la gran hostia, se le cayó la prótesis de la boca en una corona fúnebre que estaba delante del ataúd." La sombra de Bernhard recorre casi todo el texto. Además del repetido "cuaderno de viaje...", un tic claramente bernhardiano, nos encontramos con pasajes que recogen cierto asco u odio hacia lo austríaco: "La idea de que dentro de cincuenta o cien años estarán expuestos en la Universidad de Klagenfurt los bustos de los directores de universidad y rectores fundadores, que, casi sin excepción, son o fueron alcohólicos, me hace reír a carcajadas". Pero ésas son carcajadas de condolencia, de desesperación, de la vergüenza -Miguel Sáenz, traductor de Thomas Bernhard, habrá estado en su salsa realizando este trabajo-. La muerte, simbolizada por la máscara mortuoria propia reaparece como un espejismo una y otra vez, es el narrador un auténtico fantasma que deambula entre las calles romanas, en busca a veces de "golfillos tunecinos", o del simple brillo de unas escamas de pescado en pleno mercado, un fantasma que contínuamente está recogiendo episodios de su pasado en Carintia, con el que pretende establecer una analogía con su dispersa existencia actual. "Que los que obtengan mi mascarilla mortuoria levanten mi tronco de forma que mi cabeza caiga hacia atrás y, por una grieta, bajo mi garganta, salgan innumerables estampitas de la Madonna sulla Seggiola de Rafael, que todavía hoy cuelga, como una gran imagen religiosa, de la pared de mi antigua habitación de niño en la granja de mis padres, y se deslicen por mi pecho ya amarillento, a fin de que los médicos forenses, plañideras, mujeres alegres y hombres alegres puedan llevarse una como señal de lectura."
-continuará-

domingo, 4 de octubre de 2009

Calle de las tiendas oscuras, de Patrick Modiano


Rue des Boutiques Obscures. Traducción de María Teresa Gallego Urrutia.





Si en Dora Bruder Modiano iniciaba una búsqueda de una joven perdida en los años del terror, y en En el café de la juventud perdida, la de otra joven que frecuentaba determinado café parisino, en esta novela, premiada con el Goncourt en 1978 y publicada recientemente por Anagrama, Modiano comienza la búsqueda de sí mismo -al menos literariamente. Es este libro un viaje retórico por la senda de los recuerdos. No podemos pedirle a la novela la exhaustividad de una obra analítica. ¿Por qué y cuándo perdió a memoria? ¿De dónde parte la primera pista? El protagonista lleva tiempo con una identidad falsa, sabe que él no es él, un detective privado sin grandes pretensiones que sin embargo no intenta averiguar su nombre hasta que no se queda sin trabajo. "¿Y usted que va a hacer Guy? -me preguntó tras tomar un sorbo de coñac con agua. -¿Yo? Estoy siguiendo una pista. -¿Una pista? - Sí. Una pista de mi pasado." Recuperar la identidad, perdida tras un episodio de amnesia no aclarado en la novela. Al lector le asaltan tantas dudas como al protagonista. Por qué no reconoce ante sus interlocutores su amnesia, por qué cada vez que le hablan de un supuesto conocido él repite los nombres, y las palabras, admitiendo su desconocimiento y sembrando la desconfianza en el entrevistado. Esa primera pista le conduce a un camarero, un tal Sonachitzé, que le presenta a un tal Heurteur. Sigue una segunda pista en la persona de Stioppa, a quien entrevista en un funeral. Los recuerdos se agolpan en una caja que Stioppa le cede gustosamente: "¿De verdad no quiere conservar todos esos recuerdos?". Si perdemos los recuerdos, nuestras fotos, nuestros recortes, no nos queda nada. Estamos en una caja, todo lo que somos. Como en un rompecabezas Guy va soldando las piezas, una tras otra. Pero ni siquiera cuando pretende reconocerse en una foto puede estar seguro de ello. La joven Orlow se quitó la vida: "¿No le parece, amigo, que hizo bien en irse antes de que fuera demasiado tarde?". La edad forma parte indisoluble del individuo. A Gay Orlow siempre se la recordaría joven. "-Es curioso -dijo Heurteur, clavándome los ojos-, no se le puede calcular a usted la edad." Cuando la intención supera a la razón uno hace todo lo posible por inventarse una vida pasada: "Yo intentaba imaginarme esta habitación en otros tiempos, cuando comíamos en ella. El techo, en donde pinté el cielo. La pared verde en donde quise, con esa palmera, añadir una nota tropical." ¿Qué son los recuerdos? Podemos manipularlos a nuestro gusto, ¿quién nos lo impide? Los lugares y los personajes se suceden. La obsesión de Modiano por los quicios abiertos de las ventanas iluminadas desde el interior reaparece en esta obra. Como si de la inversión de un retrato del renacimiento flamenco se tratara, esas ventanas abiertas parecen ocultar -a la par que muestran- una historia, un personaje, quizás a uno mismo. Un viejo estudio de costura donde encuentra a Helene: "Un maniquí viejo entre las dos ventanas cuyo torso cubría una tela sucia de color beige y cuya presencia insólita traía a la mente un taller de costura." El maniquí como figuración de la incertidumbre. Una joven y hermosa modelo llamada Denise: "Se nos acercaba y su cara me llamó la atención enseguida. Una cara de asiática, aunque fuera casi rubia. Ojos muy claros y rasgados. Pómulos altos." Un escritor egipcio, muerto en extrañas circunstancias:"-Voy a enseñarle una foto de mi amigo, al que asesinó ese canalla... Y voy a intentar encontrar su novela Navío anclado para dársela... Debería leerla." Todo ello en un recorrido por las calles de París, como siempre en Modiano, uno de los mejores embajadores de esta ciudad. "Si me acordase de la películas que vimos, podría saber con exactitud la época, pero, de esas películas sólo me quedan imágenes inconcretas: un trineo que se desliza por la nieve." Pues pudiera ser Ciudadano Kane de Orson Welles, de 1941. Su amigo Hutte sigue escribiéndole desde su Niza natal: "Tenía usted razón cuando me decía que, en la vida, lo que cuenta no es el porvenir, sino el pasado." ¿Qué es el porvenir? No es nada. En una postura casi sartriana Modiano, sin embargo, no rechaza el valor del pasado como columnas sobre la que asentar nuestra existencia. ¿Y si esas columnas son de barro? "Hasta ahora todo me ha parecido tan caótico, tan fragmentario... Retazos, briznas de cosas me volvían de repente según investigaba... Pero, bien pensado, a lo mejor una vida es eso...". La selectividad de la memoria es tan enigmática que estamos a su completa merced. Factores externos modifican a su capricho nuestra base de datos y terminan definiendo nuestra forma de ser y de pensar. Somos en realidad barcos a la deriva, incapaces de asimilar nuestras propias vivencias, ni de retenerlas en su totalidad. Es en este sentido la novela de Modiano una ejemplar revisión del mito de la caverna. Construir nuestro pasado a partir de la visión de otras personas, la mayoría ya muertas, a partir de documentos ajenos, de fotografías antiguas, desconocidas. Es también, como ocurría en Dora Bruder, una novela sobre la Ocupación alemana en plena segunda guerra mundial. El protagonista termina viajando a la isla de Padipi, para encontrar un nuevo vacío. Aún tendrá que ir a Roma, a la calle de las tiendas oscuras, a la búsqueda de su propio rastro.