domingo, 11 de octubre de 2009

Cementerio de las naranjas amargas, de Josef Winkler (I)


Friedhoff der bitteren Orangen. Traducción del alemán de Miguel Sáenz.


Josef Winkler está loco, o es un genio, o las dos cosas. Éste es uno de los libros más impresionantes que nunca haya leído. No sabría decir exactamente cuál es la trama del libro. Puede que ninguna. El narrador recorre las calles de Nápoles y Roma con su cuaderno de viaje "sobre el que están representados los cadáveres resecos y revestidos de obispos y cardenales del corredor de los sacerdotes de las Catacumbas de los Capuchinos de Palermo". Lo fatídico, lo cruento, el ser humano siempre está ávido de carroña ajena: " "¿Qué buscan los dos hombres, que todos los días, como si supieran cuándo salgo de mi apartamento, están en la vía Barnaba Tortolini y sonríen cuando paso? No los saludo, no saludaré nunca a esos hombres que están siempre ahí, aguardando algún acontecimiento horrible." Acontecimientos de los que toma buena cuenta Winkler bajo una metódica narrativa que recuerda un poco a Madera de boj, de Cela, claro que Cementerio es de 1990 (publicado en España por Galaxia Gutenberg en 2008) y Madera de boj de 2002. Breves episodios, a cual más horrible y grotesco, cuando no velados por la ingenua mirada infantil : "En Nápoles, en el camino del cementerio, los panaderos vendían el día de Difuntos calaveras de azúcar del tamaño de una cabeza de niño y pequeños esqueletos también de azúcar, sobre todo a los niños, que los chupaban y lamían con aplicación". A veces pasados bajo el prisma onírico de Winkler y su universo de la caricatura humana: "Comiendo con cubiertos de plata mascarillas mortuorias de escayola, los invitados al entierro se sentaban en torno a la mesa, sobre la que bailaba una viuda reciente con un ternero blanco como la nieve que llevaba una corona de laurel." La culpa, el pecado, la esperpéntica liturgia católica: "¿Me avergonzaría siquiera si, llevando el árbol del fruto prohibido sobre la camiseta, me colgara del cuello, en lugar de una máquina fotográfica, mi cuaderno de viaje, en el que están pegados los cadáveres resecos y revestidos de los arzobispos y cardenales de las Catacumbas de los Capuchinos de Palermo y, con una máscara japonesa en la cabeza -sujeta en la frente con una cinta en la que pone "fujica"- entrara en la iglesia de San Pedro lleno de recogimiento y me dirigiera a la Pietá de Miguel Ángel, a prueba de bala?". Espanto es el término más acertado para describrir esta obra, pero un espanto existencial, continuado, no una imagen reflectaria de un único suceso, sino una disposición, un hálito, algo de lo que el ser humano no puede escapar:"Mientras que, en mi cuaderno de viaje, en el que están representados los cadáveres resecos y revestidos de los obispos y cardenales del corredor de los sacerdotes de las Catacumbas de los Capuchinos de Palermo, me ocupaba de las dos moscas, creí, sin levantar la vista sin embargo para convencerme, que un niño se me había acercado y contemplaba mis garabatos, pero me di cuenta con espanto de que ante mí había un pequeño gorila, que una mujer joven llevaba de una cadena delgada". El narrador vive para y por la escritura, de lo contrario...: "Todos los días debo tener de algún modo algo que ver con las palabras, escribiendo o leyendo, porque de otro modo me hundo. Me quiebro cuando, aunque sólo sea un día, recorro Roma sin leer ni escribir. Me imagino que tengo el cuerpo de cristal y, con cada paso, yendo por la calle, aparece una raja en ese cuerpo mío de cristal, y que mi cuerpo de cristal, un día, como estará lleno de grietas, no será ya transparente y en algún momento se desintegrará en la calle." Winkler está extraordinariamente capacitado para describir el horror, para ser un fiel cronista del mismo, pero también para despertar las imágenes más oníricas y estimulantes -a manera de trampantojos pictóricos- a partir de las situaciones cotidianas más indolentes y superfluas: "Mirando por la ventanilla del tren, vi bosquecillos de olivos, rebaños de ovejas con pastores y perros, muchos cementerios de automóviles, montones de contenedores de basura nuevos, todavía sin usar, pero también otros desechados como chatarra...". Olivos, chatarra, ovejas,..., no es una banalización del paisaje, más bien ¿un caleidoscopio de la locura en la que está inmersa la sociedad? Es la palabra cementerio la que queda impresa en el cerebro del lector. Cementerio de episodios terribles, de máscaras mortuorias y de delirios litúrgicos. La Iglesia siempre encontrará en la pluma de Winkler un lugar entre lo ridículo y lo deforme: "Cuando, en una misa de difuntos en una catedral romana, los asistentes al entierro pasaban junto al ataúd para recibir la comunión, recordé que al cura Franz Reinthaler, durante la transubstanciación, al partir la gran hostia, se le cayó la prótesis de la boca en una corona fúnebre que estaba delante del ataúd." La sombra de Bernhard recorre casi todo el texto. Además del repetido "cuaderno de viaje...", un tic claramente bernhardiano, nos encontramos con pasajes que recogen cierto asco u odio hacia lo austríaco: "La idea de que dentro de cincuenta o cien años estarán expuestos en la Universidad de Klagenfurt los bustos de los directores de universidad y rectores fundadores, que, casi sin excepción, son o fueron alcohólicos, me hace reír a carcajadas". Pero ésas son carcajadas de condolencia, de desesperación, de la vergüenza -Miguel Sáenz, traductor de Thomas Bernhard, habrá estado en su salsa realizando este trabajo-. La muerte, simbolizada por la máscara mortuoria propia reaparece como un espejismo una y otra vez, es el narrador un auténtico fantasma que deambula entre las calles romanas, en busca a veces de "golfillos tunecinos", o del simple brillo de unas escamas de pescado en pleno mercado, un fantasma que contínuamente está recogiendo episodios de su pasado en Carintia, con el que pretende establecer una analogía con su dispersa existencia actual. "Que los que obtengan mi mascarilla mortuoria levanten mi tronco de forma que mi cabeza caiga hacia atrás y, por una grieta, bajo mi garganta, salgan innumerables estampitas de la Madonna sulla Seggiola de Rafael, que todavía hoy cuelga, como una gran imagen religiosa, de la pared de mi antigua habitación de niño en la granja de mis padres, y se deslicen por mi pecho ya amarillento, a fin de que los médicos forenses, plañideras, mujeres alegres y hombres alegres puedan llevarse una como señal de lectura."
-continuará-

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