sábado, 26 de enero de 2013

La verdadera historia de la Biblioteca de Babel y el libro de Valeriano Bozal sobre Peter Brueghel.



Vale, me dije, voy a ir hasta allí y voy a sacar el libro de Valeriano Bozal dedicado a Peter Brueghel. Sí, me dije, es lo mejor, de otro modo, no habrá salvación. Recuerda lo que pasó la última vez, me dijo una voz. Sí, sí, lo recuerdo –torcí el gesto, me temblaron las manos, el corazón se me heló. Ahora -¿tenía algún sentido el término “ahora”? ¿no éramos en realidad únicamente  un recuerdo de nuestra existencia más reciente?-, digo, ahora lo veo todo de nuevo, como si hubiera sucedido ayer -¿qué clase de falsa epistemología subyacía en aquella paradoja?-. Fue hace muchos meses, el Hildesheimer…, me dije –todo estaba borroso, incluso mi visión se tornó neblinosa, una pestaña se me había hincado en la córnea. Recuerda cuando fuiste a aquel sitio en Babel, sí, donde guardaban los libros en anaqueles milenarios, dijo la voz. Bueno, no era exactamente en Babel, era más bien la Biblioteca Municipal, ese edificio azul feo en la Avenida de Europa. Ya, era para darle un toque borgesiano a la cosa, ironizó la voz, quejumbrosa, hastiada de ejercer el mismo juego una y otra vez. Ah, vale, sí, ahora recuerdo, estuve muchos días recorriendo por los pasillos de la Biblioteca babeliana, le seguí la jugada, si bien en contra de mi voluntad -¿y cuál era mi voluntad salvo la de continuar con vida un solo día más? Fue después de mucho deambular por aquellos intrincados laberintos de mal gusto cuando encontraste al bibliotecario mayor, me ayudó la voz al principio de mi relato. No era el bibliotecario –corregí a la voz-, era un subalterno. Cierto, allí empezaron todos tus males. No sé, le corregí, mis males ya los venía arrastrando desde había tiempo, es posible que desde el mismo día de mi nacimiento, en la lejana ciudad de Palmira... ¡No interrumpes la narración con inútiles evocaciones!, se enojó la voz. Cuenta qué paso, ¡con todo lujo de detalles! No creo que eso importe mucho, reflexioné. La mirada del subalterno era gélida, ¡glacial! Le extendí un papel en el que había apuntado todos los datos referentes al libro. El fin del mundo: narraciones sin amor. Autor. Wolfgang Hildesheimer (1916-1991). Editorial: Magisterio español, D.L. 1969. Descripción física: 192 p. 18 cm. Colección: Novelas y cuentos; 49.
Bien, bien, dijo el subalterno. Bien qué, le dije. Aquí faltan datos, es evidente. ¿No cree usted que aquí faltan datos? ¡Me toma por idiota! –gritó encolerizado, su mirada ahora era infernal-. Yo no había ido hasta allí para volverme de vacío, así que tuve que hacer de tripas corazón, como suele decirse, e intentar conformar al subalterno y sus demenciales requerimientos. Dígame, por favor, qué datos faltan. ¡Pues todos!, ¡la signatura!, ¡la signatura es fundamental! Yo no tenía ni idea de qué quería decir con aquello de "la signatura". Supuse que sería un código interno de localización geográfica. Tiene que buscarlo en aquel terminal. Allí encontrará la signatura, me indicó no sin cierta misericordia, como el que se apiada del reo condenado a muerte en las horas previas a la ejecución. Me dirigí hacia el terminal. El camino era serpentino. Inevitablemente había que cruzar un puente colgante de gran inestabilidad. El vértigo que yo padecía desde la infancia no me ayudaba. Pensé en el Hildesheimer, “narraciones sin amor”... Aquello me dio fuerzas. Cerré los ojos, me así a las barandillas como pude y en pocos minutos –aunque lentamente, mi cerebro ideaba mil y una permutaciones acerca de una caída al vacío-,  llegué al terminal. Di fácilmente con la signatura -¿esto era todo?. La vuelta fue más llevadera. La embriaguez del descubrimiento me llevaba en volandas. Cuando le di la signatura al subalterno éste meneó la cabeza en señal de desaprobación. No está usted respetando el procedimiento, me dijo. El Hildesheimer…, pensé. Cuál es el procedimiento, inquirí extrañado –cuando ya debía haber aprendido que la extrañeza era una condición habitual en aquel paraje de desolación, deconstruyendo su auténtico significado para convertirlo en una simple broma ditirámbica. Debe rellenar este formulario. Me tendió un pliegue de varias hojas con numerosas casillas en blanco. Pero oiga, no tengo todo el día, protesté. Yo sí, se defendió el subalterno, indiferente. Rellené el cuestionario, ¿qué podía hacer si no? Aquella actividad, lejos de extenuarme –como debía haber sucedido-, me dio más confianza en mí mismo –la confianza, ¿cuándo la había perdido?, ¿acaso la había tenido alguna vez?, eran todas preguntas retóricas. El Hildesheimer, cada vez más cerca, me animaba. Aquí tiene. Entregué al subalterno debidamente relleno el cuestionario. Bien, bien, estuvo hojeándolo minuciosamente durante minutos –a mi me parecieron horas. A este paso el Hildesheimer será devorado por las polillas, y entonces será demasiado tarde, pensé. Mire, le voy a ser sincero, dijo el subalterno. Éste libro está en depósito. ¿Qué significa que está en depósito?, pregunté midiendo cada palabra, si bien yo era consciente de lo que significaba aquello –ya saben, la verdad última siempre es conocida, aunque a veces intentemos ignorarla por nuestro propio bien y el de nuestros seres queridos. Pues eso, que hay que bajar al depósito a por el libro. Bien, le dije, aquí le espero. Verá usted, no es tan fácil. Ahora mismo estoy solo, se justificó el subalterno. No puedo abandonar mi puesto así como así. ¡Que yo tengo una responsabilidad! Pero oiga, le dije, ¡he visto a sus compañeros en la cafetería!, ¿no puede llamarles para que le sustituyan un momento?, repuse un poco impaciente. Usted no conoce las normas. Usted no ha leído el relato Las leyes de la aristocracia, de Franz Kafka. No desconfío de Kafka, ese gran visionario, pero no entiendo que… -mi tono ya no era impetuoso, el cansancio empezaba a hacer mella en mi euforia inicial. Las normas son las normas, y ahora mismo no puedo ir a por el libro requerido, si prefiere volver otro día… –bajó la mirada como dando por finalizado el asunto. Pero entonces, dije nervioso, ¿por qué no me lo dijo antes? ¿Por qué me hizo recopilar los datos del libro? ¿Por qué me hizo cruzar el puente de la muerte? ¿Por qué me hizo rellenar el cuestionario? Normas, señor, las normas… Mire, le dije, no preciso ya el Hildesheimer, volveré otro día. Adiós, señor.
Ha sido un relato realmente patético, señor Kovalski, dijo la voz, a la que había olvidado por completo. Bueno, para mí lo patético tiene un gran valor. ¿Qué quiere decir? No sé. El caso es que cuando esta semana fui a la biblioteca de Babel a por el libro de Bozal sobre Brueghel, que estaba en depósito, no albergaba muchas esperanzas de conseguirlo. Le contaré cómo actué, llevando a cabo las más precisas y adecuadas pertinencias. Tuve la precaución de apuntar el código de la signatura, así como todos los datos biográficos del volumen, no obstante era conscente de que todo sería inútil. Pieter Brueghel: Triunfos, muerte y vida/Valeriano Bozal. Editorial: Abada, Madrid, 2010. Descripción física: 123 p.; il. col.; 25 cm. Colección: Lecturas Historia del arte y la arquitectura. Signatura: 64706. Me sorprendió al llegar que todo parecía renovado. Había luz natural, la bibliotecaria subalterna era una joven muy diligente, los suelos estaban recién encerrados, el olor a libro nuevo se entremezclaba con el del perfume de la joven. Enseguida cogió la nota y me dijo: rellene este formulario, por favor. Era una pequeña cuartilla en el que sólo había que consignar algunos datos. Cuando levanté la mirada, la subalterna no estaba. Ya empezamos, me dije. Me puse a hojear las novedades: Las memorias del señor Schnabelewopski, de Heine. Pensé que el Gobierno había recortado el presupuesto de las bibliotecas públicas a cero euros, me dije. Aquí tiene, oí una voz a mis espaldas. Me giré, era la joven subalterna, traía en sus manos el libro sobre Brueghel. Con lágrimas en los ojos lo cogí, le di la vuelta, lo abrí, pasé algunas páginas, era maravilloso.