Algunos párrafos de la segunda parte del libro, extraidos de los capítulos de Eloy y de Martín Santos:
Esto parece sacado de una peli surrealista, un término que el mismo Benet reconoce haber "españolizado", ya que la traducción literal desde el francés sería sobrerrealismo, una expresión quizás menos afortunada que la que ha terminado sobreviviendo:
"En aquellos tiempos apenas había semáforos; como mucho se podía contar una docena de semáforos en el centro de la capital que desde luego no servían para regular el tráfico rodado porque, reducido al de los vehículos oficiales y del transporte público, no tenía la menor necesidad de ser regulado. Al parecer quien tenía necesidad de ser regulado era el peatón. A falta de semáforos, en cada esquina del centro había un agente municipal o guardia, con un uniforme un tanto colonial -guerrera y salacot blancos- provisto de un poderoso silbato a fin de alertar al peatón que intentara cruzar la calzada por un punto no debido; si el peatón, desoyendo el aviso, pretendía persistir en su empeño, el agente no lo pensaba dos veces: abandonaba su puesto para perseguir al infractor, tomarle si era necesario por el brazo, obligarle a desandar el camino hasta conducirle al paso e imponerle como correctivo una sanción de una peseta, previa entrega del volante justificativo arrancado de un block que guardaba en el bolsillo de la guerrera."
El estigma del antiguo bebedor:
"Jesús Olasagasti venía poco por Madrid en los años anteriores a su muerte en 1956. Estaba muy consumido y si salía de San Sebastián era para hacer algún retrato en Bilbao o Madrid -retratos de damas de la buena sociedad, en su mayoría- o para hacer una cura de agua en el sanatorio de Valdecilla, después de la cual debería quedar definitivamente apartado del alcohol. A la vista de la probada ineficacia de aquellas curas, uno de nosotros -tal vez yo- en una ocasión le preguntó por qué volvía a Valdecilla si estaba suficientemente probado que el tratamiento no servia para nada; y Jesús -con un tono apologético pero entre hipidos y mordiscos al bigote- vino a contestar que tras cada estancia en el sanatorio no sólo se sentía mucho más fuerte sino que se depuraban sus ideas y sentimientos y hasta, por si fuera poco, pintaba con más arte y soltura. Y a guisa de prueba contó una historia que una vez más pondría de manifiesto la finura psicológica de aquel hombre del que ahora apenas se sabe nada. Contó que años atrás a un compañero suyo del sanatorio le llegó durante el tratamiento la llamada del Señor y no sólo decidió apartarse para siempre del vino sino que en cuanto abandonó el sanatorio corrió al seminario de la provincia a fin de tomar cuanto antes las órdenes y dedicar el resto de su vida al pastoreo de las almas. (...) ¿Y de su pasado de hombre frívolo, juerguista y bebedor no quedó nada?, preguntaría uno de nosotros, tal vez Martín Santos que ya por entonces se interesaba por las marcas indelebles que deja el pasado. Nada, un párroco excelente, fue la respuesta. Luego añadió, con una mirada indagatoria: Bueno, ahora que me lo preguntas te diré que se decía de él que su pasado había marcado su alma con un pequeño e inofensivo estigma: porque en misa, en el momento de la consagración, levantaba el pie derecho en busca de la barra. "
Contando huevos en la milicia:
"En otro momento me veo haciendo el inventario trimestral del almacén de la cocina de oficiales y, entre otras cosas, obligado a contar los huevos que contenía un enorme canasto de mimbre. Ante el miramiento con que, temmeroso de romper uno, inicié la operación, el sargento me reprendió: Está visto que nunca has contado huevos. No, sargento mío. Te he dicho mil puñeteras veces que no me llames sargento mío, que parece cosa de maricones; a la próxima te mando a la preven. Está bien, pero sepa que está permitido -y a veces es aconsejable- colcocar el pronombre detrás del sustantivo. Déjame de leches y a ver si aprendes a contar huevos. En el ejército se aprenden cosas que no se enseñan en ninguna parte.. ¿Como por ejemplo contar huevos? Exacto; cosas útiles que sirven para la vida. Los huevos se cuentan por medias docenas, a ver si te enteras, cogiendo tres con cada mano. Así. ¿Y qué hago con los que ya he contado? Trae aquel otro cesto y los vas poniendo ahí, ¿entendido? Ah, los reclutas no sabéis nada de la vida. Y tú mucho ingeniero pero no sabes contar huevos. Y se fue, dejándome ante uno de los problemas más irresolubles que entonces se me hubiera planteado, pues ¿cómo introducir en el fondo de aquel cesto, ocupadas ambas manos, los seis huevos? La solución para otro momento."
Cuidado en Finlandia, a poco que te descuides te clavan una jabalina entre pecho y espalda:
"Tras unos días junto en Helsinki, Jorge se fue a Laponia y yo a Otanemi, una ciudad construida para la olimpiada del año precedente, en un parque de abedules, abetos y lagos, plagada de ardillas y grandes liebres -del tamaño de un perro de mediana alzada. y donde si el paseante se descuidaba podía caer atravesado por una jabalina, tal era la afición de los finlandeses a correr en todos los sentidos lanzando jabalinas".
Doctrina ¿disparatada? o el análisis de la obra literaria:
"Entre los diversos ( y algunos disparatados, por demasiado canónicos) dogmas literarios que a sí mismo se había dictado Luis, consistía uno en creer que toda obra literaria de envergadura debía concluir, y a poder ser en su parte central, una Walpurgisnacht. Por más que yo tratara de refutar esa necesidad y le instara a enumerar más de dos obras que tuvieran una Walpurgisnacht, Luis se refugiaba en la doctrina de que toda obra tenía, aunque fuera disimulada y poco perceptible para el lector superficial, una Walpurgisnacht. Así pues constituía un deporte buscar la Walpurgisnacht en los textos más insólitos -no ya de la literatura sino de la historia, de la filosofía y hasta de la ciencia- y el día que le comuniqué, torpe de mi, que había descubierto una Walpurgisnacht, taimadamente disimulada, en el mismo corazón de Moby Dick, la doctrina quedó confirmada para siempre, fuera del alcance de toda investigación erudita."
El eterno dilema de la memoria reconstruida:
"Esa memoria es y será siempre un palimpsesto y cada nueva inscripción borra la anterior, y aun cuando la última no sea -y eso es más frecuente de lo que se confiesa- más que una invención destinada a adaptar el pasado a las predilecciones del presente. En contraste con las múltiples y sincrónicas perspectivas que un artista puede ofrecer de un hecho cualquiera, la memoria sólo puede ofrecer una, como si una ley ética tan sólo le permitiese conservar las más conveniente, esto es, la última, como si una ley mecánica le advirtiera de la imposibilidad de cobijar dos o más sin el riesgo de destruir esa unidad móvil a través del tiempo que constituye la esencia de su temporalidad."
Un libro recomendado para aquellos que piensan que Benet era un especulador de las palabras.
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viernes, 18 de diciembre de 2009
miércoles, 16 de diciembre de 2009
Otoño en Madrid hacia 1950, de Juan Benet.

Este libro sorprenderá a los seguidores de Juan Benet. Los que estamos acostumbrados a su prosa analítica, sincopada, rebosante de enigmáticos requiebros narrativos, a su criptográfico mundo de significados múltiples y abismales, a su trascendente mundo de naturaleza faulkneriana, nos encontraremos aquí a un Juan Benet completamente desconocido, autobiográfico, divertido, irónico, y ¡ameno! En este libro de Alianza Editorial se recogen cuatro relatos breves a modo de Diarios (más bien Breves Memorias pues la forma no es "diarista") en los cuales Benet da cuenta de cuatro personalidades cercanas a su existencia en el Madrid de la posguerra. Barojiana; Caneja, Juan Manuel; El Madrid de Eloy; y Luis Martín-Santos, un memento, son sus títulos.
Barojiana.
Benet cuenta cómo, cuando rondaba los veinte años, acudía cada quince días al piso de Pío Baroja en calle Alarcón donde se reunían algunas amistades del escritor para hacer tertulia. "De alguna manera se había intemporalizado, pero no cuando yo lo conocí sino cuando empezó su carrera de escritor, a finales de siglo, antes de cumplir los treinta años. (...) Su veneración por los maestros tenía algo de idolatría y resultaba impensable que un nuevo nombre moderno fuera elevado al altar donde había situado a Dickens, Stendhal y Dostoievsky. (...) Yo lo oí repetidas veces, la sentencia pronunciada con el rigor y la inapelabilidad de todo parte de defunción: "La novela ha muerto". Sí, él se la había cargado. Benet no sólo narra aquellos encuentros con el escritor sino que se permite analizar la obra de éste: "Se trata por consiguiente de una poda total: a la épica la despoja de todo heroísmo, al héroe de toda grandeza, al discurso de todo énfasis y brillo, a la prosa de toda figura compleja, a la dicción de toda ambigüedad y el párrafo queda reducido casi a la oración simple, el sustantivo no es acompañado más que por el adjetivo más directo". Buf, porque en aquella época no había móviles que si no emparenta a Baroja con el lenguaje sms, por dios. Pero también hay parabienes: "Para el oído moderno, Baroja es el mejor altavoz de toda la ridiculez de cierta retórica castellana, sobre todo la de sus contemporáneos; el más riguroso patrón con el que medir las ínfulas de la épica moderna, el fiel contraste de la novela española del siglo XX; y tal vez, también el tronco del que tendrán que partir las ramas de la misma narrativa que él mismo podó". Bueno, digamos entonces que según Benet don Pío se cargó la novela para que pudiera seguir construyéndose desde cero.
Caneja, Juan Manuel.
Caneja, pintor. "Caneja era el más rojo de todos. El rojo absoluto". Dio con sus huesos en la cárcel, claro. Cuando salió a los tres años de la trena: "Y se puso a pintar. Ya había dado un primer susto a mi hermano con una tela, anterior a su estancia en Carabanchel, que en nada se parecía a su producción anterior y en la que por primera vez había asomado los acres de los barbechos, eriales y secanos. Creo recordar que se trataba de una charca seca. En la cárcel no debió pintar mucho a fin de comprender lo que quería ver y no podía mirar; era un programa muy simple y muy vasto a la vez, como el mismo sujeto de su arte: pintar -sin ninguna concesión y con toda su prolija e infinitesimal variedad- unos campos góticos despojados de todo accidente, incluso prescindiendo de un cielo que no tendría otra función que la terminal horizontal." Estaba leyendo este capítulo dedicado a Caneja cuando mi mente se puso a funcionar -con los problemas habituales- pèro yo no conseguía identificar a este pintor. Ahora, mientras escribo esta reseña me ha venido a la cabeza cierta exposición de una enorme paisajista en el Reina Sofía de Madrid -y que pirlosky me recomendó encarecidamente no me perdiera-, hará unos cuatro años, quizás cuando regresaba de Berlín -2005, confirmado-, y compartiendo Caneja espacio museístico con la antológica de Juan Gris, casi nada. Eran unos cuadros increíbles, con cierto regusto al paisaje rural de Godofredo Ortega Muñoz, las salas estaban vacías, las de Gris a reventar.
El Madrid de Eloy.
Es éste el relato más genial de todos. En él Benet se refiere a un amigo que un día desapareció sin dar ninguna explicación. Todos pensaban que la policía había metido su cabeza en el asunto, pero de vez en vez le llegaban rumores, alguien lo había visto en no sé qué sitio u otro había oído que también había sido visto en tal lugar. Muy graciosa -me reí solo, en el frío de mi piso, con Shostakovich de fondo- es la escena en la que los estudiantes de Ingeniería de caminos van a por su carnet de identidad, desde 1950 era obligatorio sustituyendo a la antigua Cédula, y ante el interrogante de los jóvenes acerca de la naturaleza de aquel plastiquito identificativo donde figuraba la huella dactilar: "El funcionario, que comprendió que por una vez debía hacer gala tanto de buenas maneras como del dominio de una información imprescindible, respondió que no sólo se trataba de una sustancia incombustible sino que además había sido glasofonada. "¿Glasofonado?". ¿Y eso qué es? ¿Y para qué sirve? "Admite las más altas temperatura sin sufrir deterioro alguno, caballero, y si usted muere calcinado gracias a este documento será posible reconocer sus restos." "Anda la leche", replicó Blanquito que ya empezaba a cabrearse, "pues bastante me importa a mi que reconozcan mis...". Pero no pudo acabar porque, con uno de sus ideales amarillos mediado y apagado en la comisura del labio, Eloy había sacado el mechero de martillo y aplicado la llamada a un borde del carnet. Una violenta, recta, y azulada llamarada -terminada en una cola de estrellas purpúreas- arrebató el carnet de los dedos de Blanquito y lo impulsó hasta el techo del local desde donde cayeron unas pocas e impalpables cenizas que el funcionario tocado de mandil, puesto de pie, acompañó con su mirada y con esa mezcla de sentimientos -sorpresa, furor, enojo, vergüenza, oprobio, humillación, venganza, insulto, desacato- tan compleja -para quien tiene el poder- sólo se puede resolver con un único y simple gesto."
Hablando de los cinco grandes cambios del siglo XX en España Benet se refiere a las siguientes fechas: 1931,1939,1965,1975,1982 y dice: "Así pues los que nacimos antes de 1931 y en 1985 seguimos manteniendo las constantes vitales (una expresión que espero que algún versado me explique algún día qué quiere decir) hemos sido testigos de cinco grandes cambios sin que ninguno de los pacientes, a lo que yo veo, se confiese inequívocamente determinado por ellos. Más bien parece que es al revés, si se tiene en cuenta el número de los que se consideran responsables de tales sucesos, aun cuando les hayan afectado poco a sus espíritus." Je, je, esas constanes vitales, una muestra de que, más allá de las Herrumbrosas Lanzas, Benet tenía sentido del humor.
-continuará, aún no he terminado-
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