jueves, 20 de junio de 2013

Magma, de Lars Iyer.

Título original: Spurious.
Traducción: José Miguel Amores.
Editorial Pálido Fuego, 2013.

Magma o la ausencia de Bernhard.
W. y Lars son dos intelectuales europeos que hacen un viaje ("W. habla su pésimo francés en voz baja, y soñamos, durante un instante, que somos auténticos intelectuales europeos"), y que van, según nota de la pestaña interior, en busca de conferencias literarias donde se sirva la mejor ginebra -de alguna forma el editor llega a esta conclusión. La obra ha sido calificada en Reino Unido como una de las más brillantes de la década. Como ya se ha escrito mucho sobre este libro, en blogs mucho más populares que el mío, en blogs de autores emergentes, ¡en blogs de autores consagrados!, qué puedo añadir yo que no se haya dicho ya, me digo, o que no se haya dicho. La mayoría de comentarios comienzan con Kafka, es inevitable: "Kafka es nuestro líder espiritual, reconocemos W. y yo delante de unos cócteles en la Münsterplatz", en la página 18, y también, en la página 22: "Kafka fue siempre nuestro modelo, admitimos. ¿Cómo es posible que un ser humano pudiera escribir así?", y en ¡numerosas páginas! En cuantas más páginas aparecen Kafka y Brod más convencido estoy de que Iyer no nunca ha leído a Kafka -tampoco a Brod. El protagonista W., bajo la atenta mirada del narrador, Lars, se debate entre Kafka (W. no puede pasar un día sin hablar de Kafka) y Max Brod ("¿Cuál de nosotros es Kafka y cuál Brod?"), entre la llegada del apocalipsis ("Cuando llegue el apocalipsis será un alivio") y sus estudios mesiánicos, entre la certeza de ser melancólico ("Somos melancólicos") y la de ser alegre ("Somos esencialmente alegres, reflexiona W. (...) Conocemos nuestros fallos, sabemos que nunca conseguiremos nada, pero aún así estamos contentos"), entre la idiotez de su amigo Lars y la suya propia -sus esfuerzos por ser un intelectual son ímprobos pero no merecen recompensa. Ambos son conscientes de que tener un modelo espiritual del calibre de Kafka puede conducir a episodios continuos de frustración: "Nuestras vidas tomaron una dirección equivocada cuando abrimos El castillo. Aquello tuvo consecuencias funestas: ¡allí estaba la literatura en sí  misma! Estábamos acabados." Nunca hay que abrir El castillo, eso es un gran error, si lo abres te maravillará primero, luego te aniquilará. Ellos están convencidos de que no hay nada malo en la literatura, "pero aquélla ha tenido un efecto nocivo para nosotros". Por eso recapacitan: "Él es quien ha ido más lejos, admitimos. Pero también necesitamos líderes más cercanos".
Pronto veremos cómo nombran a un nuevo líder espiritual -sin renegar de Kafka, por supuesto. Kafka, por otro lado, no debería ser un modelo a seguir en cuanto a conducta social -a no ser que persigas la aniquilación. Sin embargo ellos recurren a su líder al primer contratiempo: "¿Adónde deberíamos ir? En momentos de crisis, W. siempre se pregunta qué haría Kafka. ¿Qué haría Kafka en nuestro lugar ? ¿Qué haría él en cualquier situación?" Yo te lo voy a decir, escribiría cientos de cartas a sus novias y luego se iría al campo, o bien primero se iría al campo y desde allí escribiría cientos de cartas...
"No sé cómo Kafka podía escribir cuando estaba enfermo, dice W. Cuando W. estaba enfermo, estaba más lejos de escribir El proceso de lo que nunca lo había estado, dice." Algo me hace sospechar que la distancia entre W. y El proceso es algo más infranqueable que una enfermedad. También habría que decirle a W. -o a Iyer quizás- que cuando Kafka escribió El proceso aún no estaba enfermo, sí lo estaba ya cuando acometió la empresa descomunal de El castillo, el mejor libro de todos los tiempos. También habría que aclarar al personaje de Iyer que quien sí escribió enfermo durante toda su vida fue Thomas Bernhard, el único que ha podido acercarse de alguna forma al genio de Kafka, el único que pudo establecer una analogía metafísica con el castillo kafkiano, Altensam, Wolfsegg,... Desde la mediocridad W. intenta justificar su peculiar situación: "Pero esa es la cuestión: Kafka nunca se encontraría en nuestra situación". No, a él le fue aún peor, se convirtió en cucaracha, pienso; "él nunca habría cometido los errores que nosotros hemos cometido". No, cometió uno mucho peor, confiarle sus escritos a Max Brod, me digo. Digamos que W. es el intelectual en activo y Lars el intelectual que ha admitido su fracaso y no hace nada por recuperarse -lee revistas de chismes en el tren, su tema de conversación es la modelo Jordan, mientras que W. lee a Spinoza. W. recrimina a Lars algunas cosas a lo largo del libro, y me pregunto cómo Lars puede aguantarlo, a no ser que tenga en mente la idea de escribir un libro -una novela titulada Magma, no sabemos el porqué de semejante nombre, "Spurious" de subtítulo en la versión española, ¡entre corchetes!-, así Lars es advertido por W. a causa de: ser un pensador patético ("Naturalmente él también lo es. Lo aprendió de mí", dice Lars, el narrador); su obesidad, que siempre le ha impresionado, su glotonería -la de Lars, el narrador, ese que va a triunfar con su libro Magma-; su deslealtad ("Tú no eres leal. Tú no sabes nada de lealtad. Tú romperías la falange, dice W."); su fracaso ("¿Cuándo supiste que eras un fracasado?, me pregunta W. reiteradamente. ¿Cuándo supiste que jamás tendrías un pensamiento propio, ni uno?" ); su estupidez ("W. me envía una cita para que medite sobre mi estupidez"). Parece que no pero W. y Lars son amigos, lo que pasa es que W. parece estar decepcionado con Lars, y a Lars esto le importar un bledo, él se limita a escribir un libro titulado Spurious. "Los amigos deberían enviarse entre ellos lo que escriben, dice W. Él me lo envía todo -todo-, y yo apenas lo leo." Esto es lo peor que hay, la peor de las infidelidades, enviar a un amigo unos escritos y que no los lea, y lo que es peor, que te diga que sí los ha leído: "W. dice que ni siquiera leí los capítulos que me envió. Sabe lo que dice: mis comentarios fueron demasiado genéricos. Le digo que los leí..., bueno, casi todos. No leíste el capítulo cinco, el del perro". Que alguien, a quien se ha enviado un documento que incluye un capítulo de un perro, no lea el capítulo del perro es lo peor que puede pasar, porque en los capítulos de perro siempre aparecen ¡Tarkovski y Bela Tarr! -y debería surgir algún sueño de Pitol, pero esto no lo sabe Iyer, luego me pregunto, ¿habrá leído alguno de éstos Las investigaciones de un perro de Kafka? Estoy seguro de que no, me digo, no saben quién es Kafka, me convenzo. Lars, el narrador, refiere la amistad entre los filósofos Levinas y Blanchot: "De sus intercambios casi diarios, no se sabe nada; de nuestra amistad, se sabe todo, pues yo, como un idiota, la cuelgo toda en internet". La amistad es la mayor fuente de decepción, pienso. Luego me digo, ¿qué importancia puede tener que todo el mundo lea nuestra vida en internet si nuestra vida es absurda, insulsa y decepcionante?
Que Iyer es un gran fan de Thomas Bernhard es un secreto a voces, sólo hay que leer su famoso manifiesto "Desnudo en la bañera, asomado al abismo" para confirmarlo. Querer parecerse a Bernhard es un arma de doble filo -cuando no un suicidio literario. Emular la implacable narrativa del austriaco es una misión destinada al fracaso más absoluto -no consiste simplemente en acuñar una frase acá y otra acullá. De todas formas no creo que sea esto lo que pretenda Iyer, él tan sólo recurre -que no es poco- a determinadas "virtudes" del personaje bernhardiano para definir los suyos, así toma de él su dependencia total de lo intelectual, su aislamiento, su fracaso ("¿Hemos fracasado? W. está seguro de ello. Somos unos completos fracasados"), y para ello remeda en ocasiones algunas herramientas literarias usadas comúnmente por Bernhard, herramientas tales como vivos pensamientos entre signos de admiración, claudicaciones definitivas, conclusiones fatales y repentinas, etc, aunque sin la convicción ni la retórica del genio austriaco. De hecho, las mejores líneas de Magma -al menos, las más divertidas- son las que recuerdan a Bernhard. "Cada verano, se pone a trabajar con gran ambición, dice W. ¡Leerá más que nunca, y con mayor profundidad! ¡Escribirá como nunca antes ha escrito! Sin embargo, al final del verano, todo ha ido mal. ¿Por qué nunca aprenderá?, reflexiona W. ¿Por qué nada cambia?". Los trabajos intelectuales bernhardianos tienen que aparecer por algún lado, me digo. W. recurre periódicamente a sus estudios sobre mesianismo (Rosenzweig, Cohen, Schelling), o sobre matemáticas -de las que no entiende nada-, o sobre griego clásico. W. es agorafóbico, solamente "es feliz de verdad cuando se refugia en su habitación, trabajando. Preferiría no salir nunca de casa, dice W. O, de hecho, de su estudio". W. pudo decir, "de su Calera", o de la "buhardilla de los Höller", nos hubiera encantado que Iyer hubiera mencionado la Calera o la buhardilla de los Höller, ¡pero no lo hizo! Esa reclusión con fines intelectuales, como sabemos, es la que buscan la mayoría de personajes bernhardianos, pero aquí se presenta este aislamiento en pro de la intelectualidad como una parodia nefasta y ridícula -¿acaso también en Bernhard?-, entonces, me digo, ¿está parodiando Iyer a Bernhard? ¿Se parodiaba Bernhard a sí mismo? ¿Acaso no es cualquier manifestación literaria una parodia de sí misma? ¿No lo es La educación sentimental de Flaubert de La educación sentimental de Flaubert?, me pregunto estos días mientras leo La educación sentimental de Flaubert, el libro preferido de Kafka y pienso, ¿por qué Flaubert no aparece en Iyer? ¿Por qué Iyer niega -desde la indiferencia- a Dostoyevski y a Kleist y a Flaubert, los autores preferidos de Kafka? Como en Bernhard, la idea de suicidio aparece tarde o temprano -solo que en Bernhard cobra presencia en personajes secundarios y como una preocupación innata del narrador, mientras que en Magma es sólo un chiste. En Magma es la idea del doble suicidio, Lars y W. se suicidarían alternativamente, piensan, la que acomete a los protagonistas. Pero ¿para qué? "Naturalmente, yo debería quitarme la vida de inmediato, eso sería lo honorable, dice W. Debería subirme a un taburete hasta alcanzar la soga... Pero ya sería demasiado tarde, ese es el problema, dice W. El pecado ya ha sido cometido. El pecado contra la existencia, contra el orden de lo existente." Excusas, definitivamente W. no es Mishima. En el caso de Bernhard el pecado contra la existencia lo cometen los demás, esos monigotes que circulan alrededor del narrador y que no poseen ningún tipo de pretensión intelectual. Si bien esa descaracterización de lo culto que le rodea será lo que coloque al personaje bernhardiano en condición de inferioridad -por incomprensión, por indefensión-, aniquilándolo, si bien no estoy muy seguro de esto, así como de nada de lo que he escrito ni voy a escribir (además, no sé en qué momento este fatal comentario sobre Magma pasó a convertirse en un fatal comentario sobre Bernhard). "Tendrá una vida corta, dice W., y yo igualmente vida corta, frustrada, que no llegará a nada. ¿Para qué ha servido todo?, pregunta W. ¡Para nada!, dice. ¡Ni una sola cosa!". Cuando la vida es un fracaso siempre resulta corta, aunque vivas 90 años, me digo, luego, toda vida es corta pues toda vida es un fracaso -¡incluso la del bueno de Kafka! "Las cosas van mal. Deberíamos suicidarnos, dice W." Le faltó continuar diciendo: "empieza tú". W. "tiene la idea de prenderse fuego delante de la multitud como ese demente de la película de Tarkovsky". Esta simple mención a Nostalghia de Tarkovsky es suficiente para que en la portada aparezca rotulado el nombre de Tarkovsky como reclamo (junto a los de Béla Tarr, Franz Kafka, Friburgo, estupidez, etc..., en lo que supone una horrorosa ilustración sobre un rediseño de la foto en Davos de Blanchot y Levinas). Lars está acabado. W. también está acabado pero parece resistirse a este hecho inalterable. W. busca alivio en la derrota evidente de Lars, ¿para silenciar su propia derrota? "¿Por qué ya no lees? ¿Por qué no escribes? ¿Qué te ocurrió? ¿Cómo has llegado a esto?". W. sabe que en poco o en nada se diferencia de Lars, quien también afronta -al menos afrontaba, ya no- ambiciosos proyectos intelectuales. Hace dos años Lars iba a aprender sánscrito y se iba a convertir en una gran experto en hinduismo, el año pasado se iba a convertir en un gran experto musical, no hace falta a Iyer decir que Lars, el narrador, fracasa estrepitosamente en ambos casos. Puede que por eso, Lars, el narrador, ya ni lo intente, mientras que W. insiste una y otra vez a pesar de tener plena consciencia del fracaso del planteamiento filosófico. El planteamiento filosófico fracasa desde la base, me digo. La idea filosófica en Bernhard está muy presente, no sólo en las lecturas de Schopenhauer que realizan sus personajes, o en los estudios filosóficos (o científico-filosóficos) al que se dedican. La idea de filosofía en Bernhard se presenta como salvación (así como aniquilación, por defecto), en Iyer no aparece por ningún lado, todo es tan sólo una broma (cuando W. lee a Spinoza "experimenta la beatitud", por ejemplo). Esto no es obstáculo para que W. siga creyendo en una posible vida intelectual, a la sombra de Kafka, por supuesto, ¿de quién si no?, y por eso instiga a Lars, que ni siquiera se defiende: "Tu declive. ¿Por dónde íbamos? ¿Qué planes tienes? ¿Qué estás escribiendo? Nada, le digo. No tengo planes", le contesta Lars, el narrador. Tener planes es lo peor , me digo. Estoy aprendiendo mucho con esta novela, anoto. Cualquier pensamiento que leemos en un libro nos convence, los pensamientos de los libros nos convencen, me digo, por el simple hecho de estar en un libro nos convencen. W. pregunta a Lars si ha tenido algún pensamiento durante el fin de semana, la respuesta es "no", pregunta también a Lars si está deprimido, la respuesta es "mucho". Sólo en un momento de la novela parece Lars querer replicar a su amigo -con amigos como W. quién necesita enemigos, pienso. W. le interroga una vez más: "¿Cuándo lo supiste?, dice W. ¿Cuándo supiste que nunca llegarías a nada?". A lo que Lars, el narrador, en lugar de decirle, ¡qué pesadez!, contesta: "¿Cuándo me refugié en ideas vagas y poco claras que no tienen nada que ver con el mundo?". Con esta pregunta Lars, el narrador, intenta traducir la pregunta de su amigo -¿quieres decir en qué momento me refugié en ideas vagas y poco claras que no tienen que ver con el mundo?-, es decir, no reconoce que nunca llegará a nada, tan solo mantiene la incógnita, cosa que sería distinta de no haber empleado tilde: "¿Cuando me refugié en ideas vagas y poco claras que nada tienen que ver con el mundo?". Contestar a una pregunta con otra pregunta: ¿acaso supe -Lars, el narrador- que no llegaría a nada cuando me refugié en ideas vagas y poco claras que no tienen que ver con el mundo?, y en esta formulación de la pregunta Lars, el narrador, acepta su fracaso. También Lars, el narrador, pone excusas ante el atosigamiento de W., "¿Y tú?, pregunta W. ¿Dónde escribes tus pensamientos? Le digo que estoy demasiado preocupado para pensar." W. escribe sus pensamientos en unos cuadernos de notas. Son pensamientos ridículos, el hecho de que los anote no los convierte en auténticos pensamientos. Lars podría contestarle con este pasaje de La calera de Thomas Bernhard: "Qué idea podía pensar y qué resultado más lamentable anotar. Las palabras echan a perder lo que se piensa, el papel ridiculiza lo que se piensa y, aunque todavía se esté contento de poder llevar al papel algo echado a perder y algo ridículo, la memoria pierde aún eso echado a perder y eso ridículo. De una cosa inmensa, el papel hacía una cosa accesoria, una ridiculez, decía Konrad." También podría explicar a W. que había llegado -él, Lars, el narrador- a un punto de insoportabilidad del que no se puede retornar, un punto al que el propio W. terminaría llegando, tarde o temprano, y recordar esa cita de El sobrino de Wittgenstein de Bernhard: "No me soporto a mí mismo, por no hablar de soportar a toda una hora de mis iguales, meditando y escribiendo." Al final del libro W. está a punto de tener una idea pero no sabe muy bien cómo será porque nunca ha tenido ninguna. Cuando W. ve que Lars va a tener una idea le grita "¡Apúntalo, apúntalo!, me grita a menudo W. durante mis momentos de iluminación, pero cuando releo mis notas, únicamente encuentro garabatos incomprensibles y palabras aleatorias sin sentido." Y ésa es la gran estafa de los momentos de iluminación -e Iyer ha tenido uno al reflejar esto de manera tan diáfana-, lo que nos pareció una idea brillante en el momento de su concepción, con el paso de las horas se convierte en un garabato -la idea es la misma, es nuestro umbral de reconocimiento de idea el que ha variado, me digo, ¿por qué no profundiza Iyer en esta idea?, me digo, eso es esta novela, pienso, esta novela llamada Magma es una fuente de ideas incipientes sin rematar, una cobardía, me digo, una impotencia, pienso. Por una vez Lars se rebela y es él quien interroga a W. sobre cuestiones trascendentales -si bien es una pregunta hecha con desgana, como el que se sabe derrotado de antemano: "¿Por qué ha llegado todo a este nivel de absurdo?, le pregunto a W. (...) Pero W. me recuerda lo que ambos sabemos: que cualquier éxito que hayamos tenido ha sido precisamente bajo la premisa de ese absurdo." Este pasaje se queda a poco de resultar lúcido. Yo hubiera añadido que "cualquier éxito (y cualquier fracaso) que hayamos tenido ha sido bajo la premisa de ese absurdo". De modo que el absurdo dentro de un contexto absurdo cobra significado, constituye un valor que no puede desligarse de la realidad, como lo ridículo y lo grotesco en Bernhard, señas de identidad de una humanidad fracturada por la vileza y la vanidad, un mensaje bernhardiano que, por enfático, termina siendo, aunque de distinta forma, ridículo y grotesco en sí mismo. En Iyer no percibimos lo ridículo como un destino ineludible, sus personajes sólo intentan disfrutar de la vida -a pesar de su intelectualidad, deben pensar, debe pensar Iyer-, en una terraza, en un hidropedal, paseando, viajando en tren...("¿Tengo aspecto de estar teniendo pensamientos sublimes?", se pregunta W.), intentan sobrevivir a lo ridículo de sus vidas, intentan eludir lo ridículo -sin conseguirlo. Las categorizaciones excéntricas de Bernhard también hacen su aparición en Iyer: "No hay nada mejor que visitar una ciudad periferia, dice W., lo mismo que no hay nada peor que visitar una ciudad del centro (aunque , concede, en cada centro hay periferias)." Lo mejor y lo peor, como si fuera tan fácil determinar qué es lo mejor y lo peor -cuando no imposible, ridículamente posible, diríamos-, es un absolutismo que niega ese mismo absolutismo. Bernhard nos dice, ¿no veis lo absurdo que resulta decir que algo es lo mejor o lo peor? Iyer cae en esa ardid bernhardiano y escoge la forma más fácil de citar al austriaco, sin saber que está siendo víctima de una exageración.
Magma y Béla Tarr.
Puestos a buscar un líder más cercano estos dos intelectuales parecen inclinarse por la figura de Béla Tarr. "W. se ha obsesionado con Béla Tarr. Es un genio, dice. Dice que sólo hace películas sobre gente pobre y fea. La gente pobre y fea son su gente, eso es lo que dice él, dice W." ¡Otro recurso bernhardiano!: "dice él, dice W.", muy presente en Trastorno, por ejemplo. La gran paradoja del cine de Tarr es que su obra está precisamente vedada -por su naturaleza intelectual- a aquella clase que es retratada con más frecuencia. ¿Alguien puede imaginar a esos borrachos de tabernas de pueblo húngaro embarrado en sus casas viendo una película de Tarr, leyendo a Krasznahorkai? Continúa W. con la descripción del cine de Tarr: "Béla Tarr iba para filósofo. Pero cuando empezó a hacer películas... La abstracción no es lo suyo, dice W. (...) Sus películas están llenas de borrachos. Y de barro. Sus películas están llenas de barro". El barro de las películas de Béla Tarr termina por ilustrar la metáfora del fracaso, me digo. Iyer tiene una escena predilecta: "Utiliza actores no profesionales, dice W. de Béla Tarr. Hablamos del gran diálogo sobre cubos de carbón y suicidio en La condena. Es la mejor escena que he visto nunca en una película, le digo. Está de acuerdo. Y el fragmento en el barro con el perro, Karrer a cuatro patas ladrándole al perro. No hay nada mejor. Pues ahí es donde terminaremos: ¡en el barro, cubiertos de barro, ladrando! ¡El uno al otro, si no hay nadie más! Ladrando: ¡en el barro!" Ahora empieza a tener más sentido el capítulo cinco del perro que escribió W. y que entregó a Lars, el narrador, y que Lars, el narrador, no llegó a leer, como quedó suficientemente demostrado. En Thomas Bernhard la figura del perro aparece en ocasiones como la última opción de compañía para el ser humano -lo cual lo convierte en otro perro, irremisiblemente. En Los comebarato: "Durante un instante me había parecido el hombre más solitario del mundo, y había deseado que por lo menos tuviera un perro, que habría pegado con su entera arrogancia espiritual y miseria física, y pensé en Schopenhauer. Pero un perro nunca hubiera sido posible para él, por muchos motivos. No habría podido permitirse un perro." Esos motivos pueden sernos desconocidos, aunque pensamos lo evidente, Köller fue atacado por un perro y lo dejó lisiado.
Y en Hormigón: "(...) desde que soy adulto, he odiado siempre a los perros (...) Al fin y al cabo hace ya tiempo que tendría a una persona en la casa si soportase a esa persona, y como es natural tampoco a ningún perro. No he llegado al perro, me decía, y no llegaré al perro, reventaré pero no llegaré al perro." La compañía puede ser tan opresiva o más que la propia soledad, y la compañía de un perro un constante recuerdo de nuestro fracaso como ser social. Uno se pregunta por qué no menciona Iyer al perro de Stalker de Tarkovski, ese perro que incomprensiblemente sobrevive a la zona. W. está impresionado por la precocidad de Tarr: "Béla Tarr hizo su primera película cuando tenía dieciséis años, dice W., ¡dieciséis! ¡Dieciséis! A esa edad es a la que empezó, dice W." Bueno, digamos que a esa edad rodó alguna película de aficionado, no sería hasta los 22 cuando estrenara su primer film, Nido familiar. A W. se le ocurre la forma más directa de colaborar con la genialidad de Tarr: "W. le ha sonsacado a algún fondo académico 2600 libras (...) ¡Deberíamos enviarle el dinero a Béla Tarr! ¡Enviárselo todo! Béla Tarr es nuestro líder." Es una opción bastante loable, además, Tarr lo agradecerá, no es por capricho que Tarr utilice actores no profesionales, nunca tiene presupuesto, y cuando lo tiene (El hombre de Londres), va el productor y se suicida (Humbert Balsan).
La realidad: no somos genios.
Aún siendo Kafka el líder espiritual de ambos, tanto Lars como W. tienen más afinidad identitaria con Max Brod: "Max Brod, tan generoso en su promoción de Kafka, y aún así tan dado a un patetismo despistado y ordinario -a impulsos amorfos completamente ajenos a la precisión de la estructura de su amigo-, nos ha servido siempre como aviso y ejemplo." Extraña idea. No creo que haya en la historia de la literatura un tipo más desordenado estructuralmente que Franz Kafka. Una situación que roza lo ordinario sirve de fondo a profundos análisis -que derivan en una simple anécdota- sobre Brod: "Con los pies en el salpicadero, el cuenco azul del cielo sobre nosotros, hablamos del destino de Max Brod, que se pasó la vida escribiendo comentarios y exégesis de la obra de Kafka y del destino de Kafka, que parece mucho más oscuro y misterioso debido precisamente a los comentarios y exégesis de Brod." Y es que toda interpretación literaria conlleva un grado de recreación. La obra de Kafka puede ser tan oscura y misteriosa o tan simple y diáfana como queramos, según nos pille el día. Sin emabrgo ellos albergan una de las cualidades más fundamentales para el desarrollo de la humanidad, porque, se puede no ser un genio, pero ¿y si nadie es capaz de reconocer ese genio? Corremos el riesgo de que pase desapercibido y termine en la cloaca (entonces, ¿era Brod un genio igualmente, un genio reconocedor de talento? Esta novela no es sobre Kafka y Brod, definitivamente):"Reconocemos el genio, dice W. aforísticamente, aunque sabemos que no somos genios. Es un talento, dice, y sin embargo también una maldición. Podemos reconocer el genio en otros, pero nosotros no lo poseemos." No es una maldición, me digo, una maldición es ser un genio de la pintura y no reconocer a Mozart, una maldición es ser un genio de la música y permanecer insensible ante un Velázquez, una maldición es ser Kafka y no reconocer que has escrito una obra cumbre en la historia de la literatura. La obsesión por la figura de Kafka -y por la de Max Brod- es tal que W. termina confundiendo personalidades -para él sólo existen dos tipos, Kafka o Brod, si no eres Kafka eres Brod, si no eres Brod es porque eres Kafka: "Todo empieza cuando comprendes que tú, y sobre todo tú, eres Max Brod: esto, para W., es el principio fundacional." Si bien 30 páginas antes se había especulado con otra posibilidad más sabia y probable: "Somos Brod y Brod, convenimos, y ninguno de los dos es Kafka", pero pueden soñar... Y un poco antes: "Ambos somos Brod, dice, y eso es lo penoso. Brod sin Kafka, y qué es un Brod sin Kafka." Dejar a Brod sin Kafka es despojarlo de todo, pobre Brod, me digo, todos quieren acabar con él, desde Kundera hasta Iyer. W. y Lars se vanaglorian de poder reconocer el genio pero en sus actividades, lecturas, hobbies, aficiones apenas vemos nada de esto. A lo largo del libro no leemos nada sobre Mozart o Schubert o Bach -la música brilla por su ausencia-, alguna pincelada sobre Tarkovsky y Tarr, pero nada de Bergman, Antonioni, Buñuel, ¡Fellini!, alguna,¡varias! reflexiones en torno a Kafka y Max Brod, pero de ningún calado cualitativo, es decir, semejan proyecciones gratuitas de unas mentalidades elitistas, sin mostrar en ningún momento el porqué de la tan recitada excelencia kafkiana. "Nosotros también, decidimos W. y yo hace bastante tiempo, debemos entregar nuestras vidas al servicio de los demás. Debemos escribir ensayos interpretativos sobre la obra de otros más inteligentes y con más talento que el que nosotros tendremos jamás. Nosotros también debemos hacer lo que podamos para ofrecer apoyo y solaz a otros pese al hecho de que siempre malinterpretaremos su genio, y solamente los molestaremos con nuestro entusiasmo." Ese "también" es por Brod (al igual que Brod). "En cuanto a él, W. no hace ejercicio. No se ha sentido bien durante bastantes años, once o doce, no está seguro de cuántos. Hubo una época en la que daba grandes paseos por el campo, recuerda." El personaje bernhardiano tampoco hace ejercicio físico, tan solo ejercicio intelectual -que repercute en una degeneración física y consecuentemente mental. Puede adentrarse en los bosques (Watten), pasear por el monte a primeras horas de la mañana (Helada), realizar largas travesías -cuasi walserianas (Los hermanos Tanner)- (Corrección),..., pero su propósito no es el de la ejercitación física sino el de la reflexión intelectual -o bien está movidos por una urgencia o una obligación. Normalmente el paseo bernhardiano es solitario salvo puntualmente (El italiano) -pero escribo de memoria, no me hagan caso, esto no es un comentario sobre Bernhard, borren todo lo que he escrito sobre Bernhard, luego borren todo lo que he escrito sobre Iyer, luego deben saber que W. se ofrece como albacea de Lars a su muerte y que procederá a borrarlo todo. "No se puede pasear solo, eso simplemente acarrearía una melancolía enorme, dice." En Hormigón de Thomas Bernhard podemos leer: "Hoy ya no sales de casa, eso es lo más perjudicial, dijo, precisamente ella, que en todas partes y por todos es conocida como poco aficionada a andar (...) Pero naturalmente, pienso, la verdad es que no tiene la enfermedad que yo tengo. Yo tendría que pasear. Pero nada me aburre más." La destrucción sistemática de la esperanza recuerda a Thomas Bernhard, y en este pasaje Iyer está muy inspirado: "Le resulta un gran misterio, dice W., su constante capacidad para tener esperanza y la constante destrucción de su capacidad para tener esperanza." Otro pensamiento claramente bernhardiano, la incidencia de una ciudad en el estado de ánimo del ser humano: "Estrasburgo nos tranquiliza. Paseando por sus amplios bulevares, nos calmamos y nos serenamos." Y por contra: "Friburgo es un lugar espantoso, reconocemos en lo alto de la torre de observación del Schlossberg." Esta calificación de "espantoso" es muy típica de Bernhard -aunque la coincidencia en el término castellano habrá que atribuirla a los traductores respectivos. En Thomas Bernhard una ciudad puede ser lo peor o lo mejor. En Hormigón: "Sin embargo, la atmósfera de esa ciudad no puede soportarse en absoluto un tiempo bastante largo, prescindiendo de que los médicos me dijeron claramente, que Viena era para mí el clima más perjudicial de todos." Y por contra, en la misma novela: "Hay tantas ciudades espléndidas en el mundo, paisajes, costas que he visto en mi vida, pero ninguna de ellas ha sido para mí nunca tan ideal como Palma."
Hartura.
"Hartos de la ciudad", después de buscar las obras completas de Schelling, editadas por Vorleslung, y las de Nietzsche, editadas por Colli y Montiner, "cogemos el tren al Titisee y alquilamos un hidropedal para internarnos pedaleando en el lago." Dos intelectuales pedaleando por el lago Titisee es sin duda una situación esperpéntica, pero no reímos, simplemente nos preguntamos, descolocados, ¿por qué? Lo ridículo tiene un límite, y cuando esta ridiculez emerge de algo llamativamente ridículo deja de ser cómico para resultar patético, o al menos, incomprensible -no obstante para mí es muy difícil establecer los diferentes grados de ridiculez de una situación y sus intenciones respectivas. Otra frase bernhardiana: "De repente estamos hartos." Esta hartura, también por su carácter repentino, puede ser la misma que soportan los personajes de Bernhard (la esposa del narrador en La calera ante sus manías, sus lecturas, sus métodos, por ejemplo).
Mar.
El mar, la simple visión del mar, es un bálsamo para estos intelectuales. Ya en Bernhard se pueden leer algunos pasajes con esta misma idea. En Hormigón: "Posiblemente, pensaba, el mar será mi salvación. Ese pensamiento se asentó en mí, no podía apartarme ya de ese pensamiento. Me llevé las manos a la cabeza y me dije: ¡el mar! Tenía mi palabra mágica." W. también piensa que el mar pueda ser una salvación y además encuentra una explicación a su capacidad terapéutica: "Eso es lo que te devuelve el ánimo cuando estás cerca del mar, dice W., el ozono que el agua revuelta libera en el aire."
Tras las primeras 60 páginas aproximadamente la novela sufre un ligero bajón del que no se recuperará. Sin embargo reaparecen algunos atisbos geniales -que justifican per se la lectura de la novela-: "W. dice que está mirando por la ventana y pensando en su fracaso", en p.143, y en p.137: "A W. le gustan las listas, dice. Es algo borgiano". Iyer dedica páginas y páginas a las humedades del apartamento de Lars, el narrador, en un intento de conjugar temáticas filosóficas y trascendentales con eventos cotidianos y ridículos, tal y como él mismo resalta en su manifiesto acerca de la narrativa de Thomas Bernhard. La cosa podría tener su gracia ("El electricista salió afuera, le cuento a W. Hace falta renovar la instalación, dijo, del piso entero") pero el caso es que sólo la tiene en contadas ocasiones. Alcanzar el humor bernhardiano es una de las tareas más difíciles de conseguir, mediante el catastrofismo, la inercia mortal, el enfrascamiento en actividades sin sentido -por las que no obtendrán reconocimiento ni beneficio alguno- de sus personajes, Bernhard alcanza momentos desternillantes -desde lo grotesco. Iyer no se acerca a esa comicidad ridícula aunque su estilo es más directo. La impresión respecto a este libro hubiera sido algo diferente, si no totalmente diferente, de no haber existido Bernhard, pero de no haber existido Bernhard Iyer tampoco habría escrito este libro. Magma es una pantomima de los problemas eternos de los personajes de Bernhard, de los trabajos intelectuales, del aislamiento, de la sensación de fracaso... Al igual que Bernhard nunca mencionó a Kafka en sus escritos, Iyer no menciona a Bernhard en esta novela. ¿Qué podemos pensar de Lars y W., unos falsos intelectuales que reivindican para sí mismos unos líderes espirituales a los que no se parecen en absoluto y que ignoran por completo al autor que los ha creado -desde la sombra-, es decir, a Thomas Bernhard? Pues que son unos impostores.

domingo, 31 de marzo de 2013

Trastorno, de Thomas Bernhard.


Verstörung.
Insel Verlag Frankfurt Am Main, 1967.
Traducción de Miguel Sáenz.
Editorial Alfaguara. Primera edición: Marzo, 1978.
Portada: detalle de El triunfo de la muerte, de Pietr Brueghel.

Segunda novela de Thomas Bernhard, después de la premiada Helada. Carlos Fortea escribe en su introducción a la edición de Los comebarato, en Cátedra: "En 1964 publica la novela corta Amras, a la que sigue su segunda novela, Verstörung (Trastorno, 1967). Con ocasión de esta segunda novela, centrada igualmente en la historia de un personaje trastornado, sus detractores y algunos de sus iniciales admiradores comenzarán a acusarlo de repetirse, de insistir en la fórmula consagrada." Pobrecillos, si pensaban que se repetía en su segunda novela no veas lo que les esperaba, me digo.
El libro se abre con una cita de Pascal: “Le silence éternel de ces espaces infinis m´effraye…
Sinopsis.
El hijo de un médico rural -el narrador, de 21 años-, es estudiante residente en la Escuela de Minas de Leoben. Un fin de semana visita a su padre –viudo desde hace tres años- y a su hermana -suicida en potencia-. La novela se divide en dos partes. La primera parte  comienza cuando el narrador y su padre se disponen a dar un paseo pues el padre quiere hablarle de algo de lo que nunca tiene tiempo para hablar. Este plan se va al traste al recibir la visita intempestiva de un posadero de Gradenberg. Al parecer su esposa ha sido agredida en la posada por un cliente, encontrándose ésta en estado grave. Después del episodio de la posadera el médico rural realizará un itinerario de visitas gracias al cual el narrador conocerá a los más variopintos personajes, todos aquejados de alguna enfermedad que su padre atiende –el agente inmobiliario Bloch y la señora Ebenhöh en Stiwoll, el industrial en Hauenstein, los Fochler en Afling, y los Krainer en una dependencia del castillo, donde finaliza el recorrido con la visita al príncipe Saurau. Allá por donde van reciben noticias de que el sospechoso del asesinato de la posadera, Grössl, continúa huido de la justicia. Se citan a lo largo de esta primera parte ideas recurrentes como las de la naturaleza horrible, la desesperación, el aislamiento, el hastío, el suicidio, el insomnio, el trabajo intelectual, la música clásica, lo siniestro, la enfermedad, la locura, la dependencia. Se narran episodios como el de la jaula de pájaros y de un cuadro antiguo en el molino Fochler, los dibujos del maestro rural Schulz, la hermana del narrador, el hijo de la señora Ebenhöh, el hermano convicto de la señora Ebenhöh, el recuerdo de un cortejo fúnebre, o el joven inválido Krainer y sus grabados de músicos. Así mismo se van conociendo detalles de la proximidad del castillo, concretamente el escudo de armas en la puerta de entrada del molino Fochler. La segunda parte conforma la llegada al castillo y sobre todo el extenso monólogo del príncipe, donde podrán atisbarse los más elementales aspectos de la prosa futura de Bernhard. La primera parte del encuentro con el príncipe, es decir, la primera parte de la segunda parte de la novela, contiene las explicaciones del príncipe acerca de los tres candidatos –Henzig, Huber y Zehetmeyer- para el puesto de administrador –tres solicitantes aparecidos esa misma mañana a raíz de un anuncio fascinante que fascina precisamente porque no es fascinante. Luego el monólogo –apenas interrumpido por el médico o por el propio narrador- discurrirá por temas tan dispares como los insoportables ruidos en el cerebro, la vida del hijo en Londres, la crecida del Ache, la comedia en el pabellón de recreo, la muerte de su padre, un sueño y una hoja escrita, lo grotesco y lo ridículo, los planes para Hochgobernitz, la desesperación, la soledad, el suicidio, el idioma, la incomprensión, la aniquilación de Hochgobernitz y por Hochgobernitz, la demencia, la desintegración de la Naturaleza, el trabajo intelectual del hijo del príncipe, la afición a los periódicos, la desgracia humana, el arte del monólogo, un sueño surrealista con un cuchillo Christofle, el desconsuelo, el filosofar, la enfermedad y la muerte,…
La primera parte se caracteriza por una narración convencional, con numerosos puntos y aparte. Por ejemplo, contabilicé 7 y 8 párrafos en las páginas 38 y 39, respectivamente. En la segunda parte esa forma de narrar va sufriendo una metamorfosis de la mano del discurso del príncipe, derivando en un estilo que anuncia al Bernhard venidero de sus grandes obras maestras La calera o Corrección, y caracterizado por ausencia de puntos y aparte, presencia de guiones explicativos, diálogos lineales entrecomillados, y utilización del recurso “le dije o dijo, dijo el príncipe”, a su vez desde la voz del narrador, encadenando hasta tres voces en una.
Los trastornos de Trastorno.
Diferentes personajes sufren algún tipo de trastorno a lo largo de la novela.
El primero es el que preocupa al padre del narrador, piensa que llevarlo en su peregrinaje consultorio puede inducirle a reflexiones perjudiciales -ya que  precisamente su hijo, según él, tendía siempre a dejarse trastornar por todo. Aparece otro trastorno en la figura de la hermana del narrador. Una vez pasó dos días con su padre en una posada de Zeichstag: “Mi hermana se había levantado tarde y acostado pronto, había parecido trastornada por el lugar y sus alrededores y no había podido considerar la estancia como un descanso”. El maestro rural Schulz había logrado en los últimos meses de su vida un “asombroso dominio del dibujo a pluma”, así que el padre del narrador piensa llevárselos algún día antes de que sus padres decidan tirar esos miles de dibujos porque “les seguían asustando, angustiando y trastornando”.
El perro del molinero Fochler ya “resultaba peligroso en su trastorno”, al no salir nunca del cuarto, vigilando o cuidando al matrimonio impedido.Ya en el castillo el príncipe les confiesa que tras la crecida del río Ache “observaba el lento descenso de las aguas, silencioso, asustado, trastornado, durante dos horas, doctor”. También el príncipe refiere la seguridad “al nivel del trastorno de la edad avanzada” que ha proporcionado la falta de fronteras.Y es precisamente el castillo de Hochgobernitz el origen de muchos de esos trastornos sufridos por sus habitantes durante semanas, “¿Los motivos?, preguntó. No soy yo sólo el afectado por esos trastornos, dijo, todos se ven afectados por ellos”, dice el príncipe. En un momento dado el narrador cree ver en el príncipe un trastorno más allá de los ruidos en su cerebro y de su insomnio: “Porque de pronto vi con claridad que el príncipe es un demente, lo que al principio, mientras él hablaba de la mañana no había comprendido.” Es el trastorno del príncipe quizás el centro neurálgico de la novela. Este se reviste de cierta aura de genialidad, consolidando una idea peregrina en la mente del joven narrador, es decir la de que genialidad y locura pueden no diferenciarse tanto como creemos.
De Kafka y Trastorno.
Las alusiones a algunos relatos de Kafka son más o menos evidentes: El castillo, La metamorfosis, El médico rural o El maestro rural, asoman de alguna manera a lo largo del texto.
En el prodigioso relato El maestro rural, Kafka nos presenta a un maestro rural que elabora un informe acerca del avistamiento de un topo gigante, un informe que no será tenido en cuenta por la policía, poniendo en evidencia el poco rango social e intelectual atribuido a esta profesión. En la posada de Abraham el médico rural habla a su hijo sobre el destino de estos maestros, de los que dice que “teniendo ya una tendencia precoz a considerar la vida sólo como un horrible castigo (¿de Dios?), al vivir constantemente en un ambiente que no los tomaba en serio, despreciados por todos, vegetaban en una clima que destruía a su débil corazón y los empujaba a aberraciones sexuales.” La ruralidad como origen de la degeneración humana. También, Zehetmayer, uno de los candidatos a la administración del castillo, es un maestro que ha dejado de serlo tras ser acusado de un delito y apartado del servicio sin derecho a pensión. La existencia de un castillo hacia el que se dirigen los protagonistas casi desde el principio de la novela hace pensar inevitablemente en la novela El castillo. Al contrario que en el relato inconcluso de Kafka ellos sí llegarán a su objetivo, si bien durante la primera parte parece que no lo vayan a conseguir. Existe alguna alusión a la invisibilidad del castillo incluso desde el cercano molino Fochler: “Recordé que el molino Fochler estaba en lo hondo de un oscuro barranco, inmediatamente detrás se encontraba la subida al castillo de los Saurau.” La existencia de una propiedad aniquiladora en muchos títulos de Bernhard puede identificarse con la figura del castillo kafkiano. En Extinción, su última novela, la propiedad aniquiladora será Wolfsegg, una localización no casual, ya que el biógrafo de Kafka, Klaus Wagenbach, identifica como equivalente en la realidad del castillo de Kafka al castillo de Ossek (de evidentes concomitancias fonéticas con la vivienda bernhardiana Wolfsegg, ya que Ossek es Wossek en alemán), lugar donde pasó la infancia el padre de Kafka, si bien se desconoce si Kafka lo visitó alguna vez. En casa de Bloch, éste dicta a su secretaria “un escrito dirigido, como luego nos explicó, a Rosenstingl”, –no se me quita de la cabeza que este nombre sea una broma referida a Rosencrantz y Guildenstein-, “un agrimensor de Voitsberg, a quien yo conocía también”. ¿Un agrimensor que quizá vaya a contratar el castillo?, nos preguntamos. Existe una carta escrita por el narrador a su padre  en la que se esfuerza “por describir las desafortunadas relaciones” –caóticas y difíciles-, entre ellos tres, padre, narrador y hermana. Esta carta –de cuya lectura por parte del padre no tiene constancia el narrador- nos recuerda a Carta a mi padre de Kafka. El hijo de la señora Ebenhöh trabaja “como peón de un curtidor de pieles de Krottendorf”, y es el curtidor de pieles Lasemann quien da cobijo por unos minutos a K. en su primer paseo por el pueblo después de la primera noche en la posada. De igual forma -aunque más sutilmente- se puede identificar al matrimonio Fochler como figuras similares a la de los padres de Olga y Amalia de El castillo, impedidos. Se observan algunas referencias veladas a La metamorfosis. El joven Krainer (que tiene la misma edad que el narrador, 21), está inválido y padece una desigualdad pronunciada en las piernas, de forma que el narrador se pregunta “que cuando aquel ser se levantase y anduviese tendría que hacer los movimientos de un enorme insecto”. Además especifica en relación a su verborrea que “el ritmo de su articulación guardaba relación con su deformación física”. Al igual que en la metamorfosis es la hermana de Krainer –Grete en el relato de Kafka- quien se ocupa mayormente de sus cuidados, aunque “con el tiempo no podía soportar ya la vista de la reja”. El padre del príncipe Saurau, cuenta el príncipe Saurau, pasaba los últimos días de su vida encerrado y respondía a las llamadas de su puerta “confusamente”, tal y como perciben en el relato de Kafka su familia y el jefe de Samsa al llamarle insistentemente. Ya casi al final de la novela leemos los difíciles presagios expresados en boca del príncipe: “Hochgobernitz será dominado por los escarabajos y las arañas.” Algunos otros pasajes nos hacen pensar en El proceso. El príncipe cuenta un sueño en el que “atraviesa una sala interminable para celebrar una audiencia que es la audiencia más importante” de su vida.  Bien es cierto que le resulta imposible averiguar por quién tiene “que ser recibido en audiencia”, ya que “la sala es interminable”. Y aún más, después dice tener la impresión de estar “en manos de un tribunal supremo, y a mi alrededor hay jurados que no sé quiénes son”. También el nombre del amigo del doctor, Bloch, nos puede hacer pensar en el comerciante Block de El proceso, aunque a algunos le sonará más como un extraño homenaje al músico suizo Ernst Bloch.
Los libros en Trastorno.
Siempre me ha sorprendido –e inquietado- la poca presencia que tienen los libros en las novelas. En la obra de Bernhard suele estar presente algún libro o autor que sirve como guía al narrador. Por ejemplo, el pintor Strauch de Helada lee a Blaise Pascal. En Trastorno se enumeran algunos títulos con relación a varios personajes.
En casa de Bloch el padre del narrador devuelve a su amigo dos libros, Prolegomena de Kant y Tesis de Marx, también le pide prestados Sobre el porvenir de nuestras escuelas, de Nietzsche, una edición francesa de Pensamientos de Pascal, y Mixtificación de Diderot. Unos libros que finalmente olvidará en casa de Bloch, dándose cuenta de ello ya camino del molino Fochler. En el sillón de la señora Ebenhöh el narrador ve un ejemplar de La princesa de Cléves, de Madame La Fayette, “la princesa de Cléves en Stiwoll”, piensa. En un sueño el príncipe lee una hoja escrita por su hijo en la que se queja de que su padre lo ha interrumpido en sus lecturas, Schumpeter, Rosa Luxemburg, Morus y Zetkin. Luego, en esa misma hoja, el hijo del príncipe dice leer a “Kautsky, Babeuf, Turati y gente así”. Una mañana, les cuenta el príncipe, sintió “la necesidad de leerles a las mujeres un fragmento de las Afinidades electivas”, de Goethe, aunque al final les leyó algo relacionado con el cultivo de la patata. El príncipe habla sobre su padre y comenta que faltaban hojas de algunos de sus, en otro tiempo, libros favoritos, y cita El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer, del que “faltaban las páginas más decisivas. Se las había comido.” El príncipe pasa muchas horas al día en la biblioteca. Esto le sume a veces en extrañas inquietudes: “Me inquieta descubrir, dijo el príncipe, que en la biblioteca, cada día más, saco de las estanterías los libros que también mi padre leía. Muchas características de mi padre reviven ahora en mí.” Este hábito despierta pensamientos en el resto de habitantes del castillo, o al menos eso piensa el príncipe: “Con frecuencia paseo de una lado a otro de la biblioteca, y pienso que los otros piensan que paseo por la biblioteca pensando, cuando lo cierto es que paseo por la biblioteca sin pensar absolutamente en nada.” Sin pensar en nada salvo en que los demás piensan, equivocadamente, que paseas por la biblioteca pensando, le digo al príncipe, dice kovalski.
Trabajo intelectual y Trastorno.
Normalmente en la obra posterior de Thomas Bernhard el personaje central o narrador estará enfrascado en un trabajo intelectual que ocupa su mente y su actividad. En esta temprana novela, si bien el narrador no dedica su vida a esa actividad, sí aparecen algunas informaciones sobre personajes que realizan actividades intelectuales fútiles.
El amigo del médico, Bloch, dice realizar esfuerzos intelectuales en la biblioteca sobre el zaguán aunque sin hacerse ilusiones. El padre le dice al narrador que Bloch realizaba de vez en cuando “estudios de imposible conclusión”, una característica común en este tipo de trabajos intelectuales bernhardianos. Otra idea bernhardiana del proceso de elaboración del trabajo intelectual es la necesaria destrucción de lo redactado –una y otra vez- para seguir avanzando: “Aunque he destruido todo lo que había escrito hasta ahora –dijo-, he hecho, sin embargo, grandes progresos.” El industrial de Hauenstein, retirado en un pabellón de caza, “estaba dedicado a una labor literaria que lo atormentaba y, al mismo tiempo, lo distraía de sus tormentos.” Y más adelante se habla de una prisión necesaria a la que algunos hombres tendían y donde “se consagraban entonces a un trabajo científico o a una fascinación poeticocientífica”. El hijo del príncipe parece estar escribiendo algo político en Londres, e incluso en vacaciones el príncipe lo ha visto “estudiar la mayor parte en relación con ese trabajo científico, en realidad plenamente político”. Casi al final el príncipe habla de su hijo como un “erudito salvaje que investiga cosas hace tiempo investigadas, las masas, por ejemplo, que no interesan a nadie”. Una idea que nos remite a Masa y poder de Canetti, referencia que se hace más evidente en la frase: “La masa no interesa ya a nadie porque la masa está ya en el poder.” Un apunte interesante reside en que ese trabajo intelectual era un “escrito rescatado”, lo que nos induce a pensar en un escrito prolongado en el tiempo, sumido en el fracaso, retomado, así una y otra vez, en una típica idea bernhardiana –del eterno fracaso. En estaba novela no llegamos casi nunca a establecer con claridad la naturaleza ni el propósito de los trabajos intelectuales citados.
Periódicos en Trastorno.
Es conocida la afición de Bernhard (y de sus personajes) por los periódicos. En esta novela ya aparecen como una presencia inespecífica que mantiene estrechas y complejas relaciones con los individuos que recorren la novela.
El industrial de Hauenstein le permite a su hermanastra la lectura de periódicos, aunque “incluso los periódicos extranjeros permitidos debían ser atrasados de un mes por lo menos: sin poder destructor, poéticos ya.” Al prícipe Saurau le obsesionan los periódicos, “los compraba siempre y sin leerlos los tiraba”. Una afición compartida por su hijo. Dice Bernhard que dice el narrador que dice el príncipe de los periódicos que son durante semanas su única diversión, “durante semanas vivo solo en los periódicos”, escribe Bernhard que dijo el príncipe, escribe kovalski. La entrada al castillo está ya prohibida para todos, “salvo los repartidores de periódicos”, ha escrito el hijo del príncipe en una nota que lee el príncipe en un sueño.
Humorísticamente, la novela acaba con una curiosa petición del príncipe Saurau a su médico –una petición que no desvelaré.
El suicidio en Trastorno.
La señora Ebenhöh había tenido durante quince años un hermano en la prisión de Stein, al que mandaba paquetes –un tema ya aparecido en Helada con el marido de la posadera. Ella lo había acogido en su buhardilla, pero “tres días después de su salida de Stein, se lo había encontrado ahorcado de la cruceta de la ventana.” La hermana del narrador presenta rasgos depresivos tras la muerte de la madre de ambos, fue interna en un colegio de monjas a orillas del lago Constanza, donde “se había sumido más que nunca en su horrible melancolía, en su desesperado estado.” Su padre le confiesa que él nunca había pensado en suicidarse pero, dice, “mi padre dijo que la idea del suicidio le había sido siempre muy familiar. Ya de niño había buscado en esos pensamientos refugio de otros.” Otros pensamientos quizá más aniquiladores que el propio suicidio, ¿cuáles? El padre recurría a estas ideas “como algo necesario para la vida”, “algo en que poder descansar”. Se nos presenta la idea suicida –no tanto el suicido como la sola idea- como algo salvador. Así le explica al narrador cómo su hermana vive “entregada constantemente a la idea del suicidio, unas veces a la idea del suicidio y otras a intentos de suicidio”. Ya en el molino Fochler el narrador piensa en su hermana al hacerse de noche, “que tenía aún un esparadrapo en la muñeca.” De ella se dice que mostraba desde pequeña unas tendencias, en principio con un sentimiento teatral para después convertirse en un sentimiento natural que deriva en catástrofe. En una conversación con su padre, al dejar a la señora Ebenhöh, el narrador alude a las relaciones entre los estudiantes de Leoben, al aburrimiento de los estudiantes, a su cansancio de la vida, y le habla “de los muchos suicidios, precisamente entre los mejores”. La hermanastra del industrial de Hauenstein, a quien tiene sometida, “estaba siempre muy próxima a matarse”, le dice el padre. El príncipe les cuenta al médico y a su hijo un episodio traumático de la infancia de Zehetmayer, uno de los aspirantes al puesto de administrador, en este, Zehetmeyer, de cuatro años, “oye a su tío que lo llama para cenar y se vuelve y se sobresalta aún más al descubrir en una viga el cadáver de un hombre”. “Ahorcado”, dice el príncipe que dijo Zehetmayer, escribe Bernhard. No está claro cómo se ha producido la muerte del administrador anterior –tres semanas antes de la crecida-, y pensamos inevitablemente en suicidio. En la hoja escrita por su hijo que sueña el príncipe se puede leer que “ocho meses después del suicidio de mi padre todo está ya arruinado” –vaticinando una idea en la que sin duda ha pensado con frecuencia el príncipe. Unas páginas después se menciona que el hijo se ha desecho de todos los bienes de Hochgobernitz a tan solo “ocho días del suicidio del viejo”. En su monólogo el príncipe Saurau se refiere al suicidio como un climaterio, y sigue: “tenemos el mayor porcentaje de suicidios de Centroeuropa. ¿Por qué? Hasta la fecha, hasta mediados de siglo, no hemos sabido desarrollar al máximo otro tema que el suicidio. Todo es suicidio lo que vivimos, lo que leemos, lo que pensamos… son instrucciones para suicidarse.” Nos enteramos también del suicidio del padre del príncipe, quien repentinamente, “dos días antes de su suicidio, dijo, había renunciado a sus paseos por el cuarto y a sus soliloquios incomprensibles, y todo en el cuarto había enmudecido”. Esto sucedió –el suicidio sucedió- en los últimos días de octubre de 1948, y es que “casi todos los Saurau se han suicidado, dijo el príncipe”. El origen de esta maldición reside en el propio castillo: “Hochgobernitz termina en el suicidio para casi todos los Saurau”. Como en tantas otras obras de Bernhard, existe una propiedad que aniquila a su propietario. Casi al final leemos cómo “Hochgobernitz es la prueba de que un edificio puede aniquilar a los hombres que se encuentran a la merced de ese edificio”, además el príncipe considera Hochgobernitz como “una prisión absolutamente mortal” –sin duda la aniquilación la provoca induciendo al suicidio. El 22 de octubre escribe el padre del príncipe en una hoja en blanco arrancada de El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer la frase “mejor pegarse un tiro”. El príncipe aclara que la locura de su padre “no excluyó su plena deliberación de matarse”. Lo curioso es que los médicos consignaron “locura repentina” como causa de la muerte. Y en las últimas páginas describe el gran esfuerzo que suponía para su padre, ya desde niño, no tirarse al Ache al cruzarlo, ahorcarse o pegarse un tiro. El príncipe hace algunas deliberaciones sobre el suicidio de alguien íntimo, que culminan en la pregunta “¿por qué ese suicidio?”, el príncipe sostiene que en realidad “todo en la vida del suicida es causa y motivo de su suicidio”, y que el suicida siempre ha sido durante toda su vida un suicida.
Lo ridículo y grotesco en Trastorno.
El príncipe Saurau estudia lo grotesco en Zehetmayer “cuando abría la boca para decir algo que, sin embargo, no decía –no se atrevía a decir”, y observa lo ridículo que parece sentirse –“todavía más ridículo de lo que hasta entonces le había sido posible”, “cuando se puso en pie, como si, por un momento se sintiera –en su mágica relación con la Naturaleza”. El príncipe también detecta lo grotesco en la figura de otro candidato, el capataz forestal Huber, cuando se dirige a la puerta, “sus pantalones son absurdos. Su chaqueta es absurda. Su forma de andar es absurda. Grotesca, pienso”. Con Huber, y su lenguaje anticivilizado, parece cebarse: “Le digo que se siente; ahí tiene un sillón, le digo, y Huber se sienta. ¡Grotesco!”. Es una acción cotidiana, lo que resulta grotesco ahí es esencialmente la figura de Huber -haga lo que haga siempre resultará ridículo. Todo lo que rodea al anuncio publicado en el periódico ofertando un puesto de administrador es definitivamente ridículo: “tres solicitudes en la primera mañana, por un anuncio ridículo en un ridículo periódico, redactado de una forma totalmente ridícula”. Será Henzig finalmente el señalado para ocupar el puesto, Henzig y sus seis años de estudio en Kobernausserwald. El príncipe en su monólogo: “La ridiculez con que los hombres se levantan y se vuelven a acostar, dijo, es siempre, naturalmente, digna de un estremecimiento. ¿Por qué no? La ridiculez de ese levantarse y acostarse es siempre distinta.” La ridiculez como estigma inherente al ser humano, irrenunciable. Y en una maniobra filosófica llega a afirmar: “También es ridículo que constate lo ridículo”. Denunciar esto último también sería ridículo, obviamente, dice kovalski. El pensamiento del príncipe llega a su apogeo con esta lúcida idea: “Lo ridículo en los hombres, querido doctor, dijo el príncipe, es realmente su total incapacidad para ser ridículos”.
Trastorno y otras novelas de Thomas Bernhard.
Aún siendo uno de las primeros relatos largos de Bernhard, se observan en Trastorno algunas ideas que serán recurrentes en su obra posterior. Por ejemplo -algunas ya han sido citadas en el comentario: presencia de propiedad aniquiladora, Hochgobernitz en Trastorno, torre de Amras en Amras (1964), Altensam en Corrección (1975), Wolfsegg en Extinción (1986), la calera en La calera (1973); cámara mortuoria –del padre del príncipe- en pabellón de recreo –donde se representa una comedia anualmente- en Trastorno, en el guión para la película de Radax, El italiano (1971), en Extinción (1986), en el pabellón de caza en Ungenach (1968); trabajos intelectuales, varios e indefinidos, de algunos personajes en Trastorno, Rudolf sobre Mendelssohn en Hormigón (1982), el narrador sobre anticuerpos en Sí (1978), Konrad sobre el oído humano en La calera (1973 ), Koller sobre Fisonomía en Los comebarato (1980). Como curiosidad la obsesión del príncipe Saurau por un cuchillo Christofle, en dos ocasiones, en un sueño y en una visita de su primo ("Córteme la cabeza. ¡No lo dejaré en ridículo!"), un cuchillo que ya asomaba como temido cuchillo de Augsburgo en Amras.

viernes, 22 de marzo de 2013

László Krasznahorkai: Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río.

László Krasznahorkai.
"Északról hegy, Délról tó, Nyugatról utak, Keletról folyó", 2003.
Traducción de Adan Kovacsics.
Acantilado, 2005.

László Krasznahorkai es un novelista húngaro nacido en 1954. El cineasta Béla Tarr ha adaptado al cine algunas de sus novelas -Melancolía de la resistencia para la excelente Armonías de Werckmeister, Tango satánico para su prestigiosa y asombrosa Sátántangó. El propio Krasznahorkai ha colaborado en guiones de Tarr -para la citada Sátántangó y La condena. En esta etérea narración Krasznahorkai introduce al lector en un estado de sopor lírico -en la mejor de las acepciones posibles-, de extenuación de los sentidos -desde la belleza de lo simple-, y gracias a la descripción de detalles milenarios, de tradiciones increíbles, del valor de un gesto o de una sabia espera, de la búsqueda de un recóndito lugar de paz y tranquilidad, de un manto de guijarros, del efecto de cierta luz sobre la fortaleza de una madera, de la disposición de unos escritos arrollados sobre cilindros lacados, de un libro, El infinito: error, de un tal sir Wilford Stanley Gilmore, con prólogo esperpéntico, del viaje milagroso de unas esporas desde una lejana provincia china, de la lucha desde el interior de la tierra de unos silicatos por salir al exterior, de la habitación escondida del superior de la orden, en inesperado desorden, con objetos demasiado occidentales, de una alfombra de musgo con reflejos plateados y ocho cipreses de hinoki. El texto sobrecoge -ante un arrebato poético, un desvanecimiento inesperado-, planifica -en retahílas analíticas más próximas a lo científico que a lo literario-, sorprende -el estilo pautado, como si se tratara de una pieza musical compuesta a partir de frases encadenadas, en ocasiones reiteradas, de diseñada geometría unas veces, de linealidad asfixiante, otras- en una dilación del tiempo inexplicable, siendo, en definitiva, su historia, la trayectoria de una búsqueda que deviene en fracaso -por despiste.

El libro comienza en el capítulo II. Alguien se baja del tren de la línea de Keihan en una parada después de Shichijo, “junto a la antigua y ya desaparecida puerta de Rasho-mon, en el barrio de Fukuine” -cómo no recordar la puerta de Rashomon bajo una fuerte lluvia en la película de Kurosawa-, a las afueras de Kyoto, ¿Qué busca este individuo? ¿Huye de alguien, persigue una sombra? Su divagar por las calles solitarias -“estrechas y laberínticas”- nos siembra la duda, “estaba todo desierto”, como si hubiera alguna fiesta en otro sitio o hubiera sucedido una desgracia –una tercera opción, pienso, la fiesta de un funeral. El hombre alcanza un muro, “la medida interna de algo que se manifestaba allá”, que le conducirá a un monasterio. El enorme edifico de entrada denominado Nan Daimon, “¿qué pórtico era ése que estaba circundado por un patio amplio y generoso, que parecía un edificio construido a propósito en medio de ese patio amplio y generoso?” -la sorpresa de lo desproporcionado, de lo aparentemente fútil.
El nieto de un príncipe parece llegar a la misma estación de tren. Realiza la misma búsqueda que el personaje anterior -¿una reinvención, una mímesis, una recreación, una persecución?-, por las mismas calles “cortas y angostas”. Pero nadie se apea ni se sube en la parada siguiente a Shichijo –el viento se encarga de limpiar el andén, incluso desmedidamente. El lector se sume en el desconcierto –compartido por la figura perdida, con la que pronto nos solidarizamos. Un gigantesco gingko en medio de un claro –quizás uno del relato de Kawabata-, plúmbeas nubes impulsadas por un vendaval terrorífico, una bisagra de bronce inamovible, un segundo pórtico llamado Chumon, una tercera puerta incrustada en el muro de adobe, el pabellón del tesoro, el pabellón de los sutras, un pajaro que levanta el vuelo y sigue una línea recta como una flecha perdiéndose en la lejanía como una manchita minúscula –un concepto-, del tamaño de una aguja…
El hermoso patio cuya piedra se extraía de la la provincia de Takasago, “una superficie cubierta uniformemente por guijarros blancos y rastrillada primorosamente”, en la que puede posarse “una mirada perdida en el delirio, una mente abatida”, acaso para recitar un descanso, implorar un perdón, desdeñar un mal pensamiento, descubrir la propia desolación. Pienso en el documental de Wenders, Tokyo-Ga, en su conversación con el cámara de Ozu.
La oración inútil –acaso no lo son todas para el no creyente- del nieto del prícipe -que repetirá. El extraño giro del Buda que “volvía esa hermosa mirada para no tener que mirar, para no tener que ver, para no tener que percibir ante sí, en las tres direcciones, delante y a los dos lados, este podrido mundo”. La pérdida de conciencia del nieto del príncipe –puede que desnutrido, deshidratado, extenuado, o bajo el efecto de una sensibilidad hipertrófica y premonitoria.
La selección por parte de los toryo, los antiguos carpinteros de los templos, del ciprés adecuado para la construcción del monasterio –un larga tradición, un protocolo inasumible, una espera titánica, unos resultados irrefutables. El nieto del príncipe se pregunta si la soledad del barrio, de sus callejones, se debe a una desgracia o a una fiesta… -por segunda vez, por coincidencia, por evidencia, se nos ocurre que la primera mirada es la del autor que va recogiendo información para las andanzas de su protagonista.
Los cuatro preceptos en los que se basa la elección del lugar de construcción del monasterio: al norte la montaña, al sur el lago, al oeste el camino, al este el río, resuenan como el rastro de un poema. Cada uno de los cipreses colocado en los edificios sagrados según su situación en la montaña, una proyección casi onírica del monasterio frente a la naturaleza, “porque es posible que no se sostengan eternamente, pero el tiempo, dijo sonriendo, sí lo aguantarán”, el toryo sobre los cipreses.
La cámara del tesoro incendiada -reunimos pistas de un forzamiento-, la figura de Eikan, el maravilloso orador, cuya presencia explica ese giro extraño del Buda, ese giro que hablaba “de forma inequívoca de la historia insalvable de la infamia”, la disposición de dos edificios gemelos, el shoso, que contiene los tesoros de la orden, y el kyozo, que guarda los sutras de uso diario y las demás obras maestras en forma de libro, y que tiene los batientes de entrada –por una extraña casualidad, al igual que los del pórtico principal- “forzados y desquiciados”.
No es normal encontrar dos vasos de hojalata, una jarra de agua, en el interior de un kyozo, cuyos tesoros -un valioso Genji Monotagari Emaki, el libro de himnos Shoshinge wasan, la célebre antología poética Hyakuinisshu, o una edición del Kannon reigenki- “habían sido creados por la tradición y eran conservados por la tradición, lo cual no quería decir otra cosa que el seguimiento natural, disciplinado, pero siempre flexible de los preceptos de una práctica basada en la experiencia, de los procedimientos y de los maestros más consecuentes y, en última instancia, la simple confianza en que la tradición existe, en que la tradición se basa en la observación, en la repetición y en el respeto al orden interno de la naturaleza y a la naturaleza de las cosas, y en que ni el sentido ni la limpieza de la tradición pueden ponerse en duda".
Unos borrachos con ropa europea -el séquito- siguen la estela del nieto del príncipe, se perderán por las misma calles, preguntarán a una anciana, retornarán aturdidos, volverán a retomar su misión, para, finalmente, rendirse a su ineficacia. La escapada del nieto del príncipe se revela motivada por la existencia mítica de un jardín paradisíaco, salido de la célebre obra ilustrada que lleva por título Cien hermosos jardines...

El traductor, Adan Kovacsics, no sólo ha traducido literatura húngara (Imre Kertész, Peter Esterházy) sino también alemana (Zweig, Bachmann, Kraus, Altenberg, Roth). Otras obras de Krasznahorkai traducidas por Kovacsics son Melancolía de la resistencia, Ha llegado Isaías, Guerra y guerra.

sábado, 9 de marzo de 2013

David Foster Wallace. Dejar de estar bastante alejado de todo.


David Foster Wallace. Una entrada para la Feria.

Getting Away  from Already Pretty Much Being Away from It All fue publicado originariamente en 1994 en la revista Harper´s (posiblemente en una versión más reducida) con el título Tiket to the Fair.
Este relato –o ensayo u  opinión-, traducido como “Dejar de estar bastante alejado de todo”, forma parte del volumen “Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer. Ensayos y Opiniones" (A Supposedly Fun Thing I´ll Never Do Again. Essays and Arguments). Editorial Mondadori (2001). Traducción de Javier Calvo.
Sin duda este libro es algo supuestamente muy divertido –y crítico y ácido e inteligente…- que seguro volveré a leer con mucho gusto.
Vale, comencemos, tenemos a David Foster Wallace recibiendo el encargo de la revista Harper´s –una “revista chic de la costa Este”-  de cubrir la Feria Estatal de Illinois (patrocinada por McDonald´s y Wallmart). Supongo que le dijeron: “tú ve para allá y a ver qué te cuentas”. No supieron medir el alcance de sus palabras...
Al poco de llegar unas señoras confunden su revista Harper´s con Harper´s Bazar. Le dicen que les encantan sus recetas culinarias, ¡que adoran sus recetas! Wallace no deshace el entuerto –parece disfrutar con el malentendido, con la elementalidad del Medio Oeste -no sé por qué pienso que después de escribir este artículo David Foster nunca pudo volver a pasear por su casi natal Champaigne sin escolta. Wallace es el único periodista que no tiene taquilla propia, así no hay manera de parecer un periodista acreditado (“15-8, 8.20. Sala de Prensa, cuarta planta, Edificio Illinois. Soy básicamente el único periodista acreditado que no tiene una pequeña taquilla de contrachapado para su correo y notas de prensa”). Wallace va interrogando con discreción a algunos operarios. Llegará a la conclusión de que dichos operarios nunca hacen otra cosa que estar al frente de sus atracciones en el Parque de atracciones (David Foster las llama Experiencias que desafían a la muerte: Anillo de Fuego, Rueda Gigante, Torbellino, Cremallera,…). David Foster es invitado –junto a su amiga, la Compañera Nativa- a probar la denominada Cremallera. Wallace intenta escabullirse –demonios, quién quiere subirse ahí arriba, pero parece que la amiga de Wallace está absolutamente dispuesta-. Y Wallace se encuentra con el ingenio de la clase baja del Medio Oeste. “No tenemos entradas, señalo, y no hay nadie en ninguna de las casetas de ventas de entrada. El operario dice sin mirarme que a primera hora de la mañana de la inauguración el problema de las entradas “le suda las pelotas”. La relación de Wallace con los operarios de la Feria no llegará nunca a caudales más o menos cordiales –por decirlo de alguna forma-. “El colega escupe tabaco de mascar dentro de una lata que sostiene en la mano y le dice al operario “venga ya, ponla en el 8, maricón”. David Foster teme por la suerte de su amiga, que parece disfrutar de lo lindo: “Un largo grito, seguido de un eco, sale de la cabina de la Compañera Nativa, que gira y gira sobre sus goznes mientras una forma en su interior rebota en todas las direcciones como la ropa en una lavandería.”
Incluso cuando David Foster advierte cierto destello de luz en los cerebros de los operarios parece desconfiar de sus intenciones -demonios, David, son operarios, y por muy inteligentes que sean no tienen que comportarse con inteligencia, posiblemente estén hasta las narices de su pérfido curro. Pues como decía, algunos trabajadores de la Feria pueden llegar a desconfiar de la coherencia de tamaño disparate –me refiero a la descomunal Feria. O puede que ni se lo planteen -ni una cosa ni otra parece satisfacer a DFW. En otra atracción al borde de la muerte, el Torbellino: “El operario a cargo del Torbellino está con las botas apoyadas en el panel de control y leyendo una revista de motocicletas y mujeres desnudas mientras un par de tipos enchufan dos mangueras enormes de goma a las tripas del a máquina (…) lleva cinco años en este espectáculo, haciendo giras con la compañía. No sabría decir si el espectáculo le gusta o no: ¿comparado con qué?”. No está falto de razón este operario, su apreciación, la incógnita que plantea, es tan sesuda como anecdótica, tan burda como profunda. Qué son las cosas, con respecto a qué, quiénes somos, con respecto a qué personas.
Sigue la observación despiadada de Wallace, la contumaz y afilada descriptiva del operario de turno. Pero bueno, estimado y añorado David, qué quieres: “El empleado a cargo del Scooter –unos autos de choque veloces, salvajes y sin protección, un viaje seguro al quiropráctico- permanece repantigado en la misma silla y en la misma postura todas las veces que he mirado, observando los coches frenéticos sin verlos y rompiendo tickets usados con la misma inexpresividad que si estuviera en un pabellón psiquiátrico de aislamiento.” Pienso en Walser y Herisau, en Bernhard y Steinhof. Pues también merecen un respeto esos empleados de los pabellones psiquiátricos, me digo, -¿esperaría Wallace verlos leyendo a Musil, así, como para aprovechar el tiempo?-, ellos están continua y literalmente ¡al borde la locura!
Pero Wallace tiene sus propias teorías, al menos no va solo esta vez, va con su amiga –esa que no le ha importado que los operarios de la Cremallera la hayan volteado sin contemplaciones para verle las bragas, porque, básicamente (un anglicismo muy usado en la traducción), le da igual lo que piensen esos tarados, ella ha flipado en la Cremallera. Aunque todo tiene un límite y las teorías de Wallace pueden toparse con una audiencia no excesivamente ávida de teorías filosóficas: “Le comunico a la Compañera Nativa (que trabajaba quitando borlas al maíz conmigo cuando íbamos al instituto) mi teoría de que la tesis inspiradora de la Feria Estatal de Illinois tiene que ver concierta clase de intervalo organizado de comunión tanto con los vecinos como con el espacio. Lo Especial aquí es la oferta de un respiro de la alienación, la oportunidad de un momento de amar lo que la vida real por aquí nunca te deja amar. Mientras busca su encendedor, la Compañera Nativa e informa de que esta cuestión le interesa tanto como el coñazo que le he soltado en el coche acerca del niño-como-creador-de-una-ilusión-análoga-al-Dios-empirista.” Pobre Compañera Nativa, como sigas así David, vas a volver a quedarte TÚ solo "contra" la Feria.
Wallace es un filósofo, quiero decir que no es tonto, piensa las cosas (“Mi principal interés en la acreditación es poder acceder a las atracciones y conseguir cosas gratis”), en realidad un gran filósofo solipista e irreverente. La visión infantil ante las cosas nuevas no tiene una necesaria proyección en el adulto, advierto a David. Wallace es un solitario, pero su solipismo egocéntrico –un término, solipismo, que Zadie Smith empleaba mucho en su ensayo sobre el desaparecido escritor, recogido en su volumen Cambiar de idea- no es el de un niño (“Una de las pocas cosas que todavía echo de menos de mi infancia en el Medio Oeste es la extraña e ilusa convicción de que todo lo que me rodeaba existía solamente por mí”), ahora Wallace echa de menos esa avidez del niño y esa capacidad solipista: “Tal vez lo que ahora echo de menos es el hecho de que el solipismo radical e iluso del niño no le causa conflicto ni dolor.” El propio Wallace en el ensayo sobre David Lynch del mismo libro (“David Lynch conserva la cabeza”) definirá solipismo como una corriente del pensamiento que no es precisamente “la alegría de la huerta  de las orientaciones psicofilosóficas”, y resulta evidente que se siente culpable por ser uno de sus seguidores más acérrimos.
Otra teoría de David Foster Wallace sobre el porqué de la existencia de esta Feria: “Las vacaciones de verano de los habitantes de la Costa Este son huidas, alejamientos. En el Medio Oeste rural “aquí uno ya está lejos todo el tiempo”. Por esta razón, el impulso vacaciones en el Illinois rural es el acercamiento.” Esta sensación de inmensidad del Medio Oeste ya venía expuesta de forma magistral en el ensayo inicial “Deporte derivado en el corredor de tornados”. Y el día de la presentación de la Feria a la Prensa, el 5 de agosto de 1993: “todavía falta una semana para la Feria, y hay algo surrealista en el vacío absoluto de unos aparcamientos tan enormes y complejos que es necesario tener mapas.” Allí lo hacen todo a lo grande, les sobra espacio. Son 300 acres al este de Springfield. El Medio Oeste es descrito como inmensos campos de maíz, langostas que chirrían, espacios abiertos por doquier,…Uno se imagina conduciendo por esas carreteras desiertas y rectilíneas durante horas, escuchando su música preferida... La Inauguración Oficial es el día 13-8, a las 9.25 h. “Los habitantes del Medio Oeste rural viven rodeados de tierra despoblada, aislados en un espacio cuyo vacío acaba siendo tanto físico como espiritual.” Ya estamos, les van a llover palos a los del Medio Oeste, me digo, no me extraña que no tenga taquilla, ya lo conocían.
A lo largo de esos días de Feria Wallace visitará numerosas exhibiciones, concursos, casetas mercantiles, atracciones,…, tales como -y sin intención de ser exhaustivo: Concurso Juvenil de Cabras Pigmeas, en el Establo Caprino; Concurso Filatélico en el Edificio de Ferias Comerciales; Espectáculo Canino del Club Four H en el Club Mickey DJ; Seminario de acampada para Señoras; Primeras Rondas del Concurso de Vaciado Rápido en Conservation World; Parque de Atracciones (donde se encuentran las Experiencias Próximas a la Muerte); Exhibición Bovina; Espectáculo de Sociedad Equina; Demostración de tejido con trigo en el Edificio Hobbies, Arte y Oficios; Consejo Nacional Asirio en la Aldea Étnica; Competición de Tambor y Corneta en la Carpa de Miller Light; Competición de Baloncesto tres contra tres; Concurso Abierto de Aves de Corral; el 15-8 a las 7.30 h. Servicios Dominicales Pentecostales en la Sala de baile; Competición de Fuerza de tractores y Camiones del Medio Oeste y carrera automovilística del United States Auto Club, “Las 100 vueltas de Bill Oldani”; Presentaciones de ganado porcino (“¡Los cerdos tienen pelo!”), ovino (“15-8, 6.20 h. Estoy viendo legiones enteras de ovejas dormidas”) en el Edificio Ovino (“Soy el único humano despierto aquí dentro”), equino (“15-8, 8.47 h. Un vistazo rápido a la Exhibición de Caballos de tiro (…) Creo que originalmente se criaban para tirar de cosas. Solamente Dios sabe cuál es su función ahora”; Torneo de Boxeo Guante de Oro; Exposición de Motocicletas Distinguidas; Retrospectiva de Tupperware,…
En el Edifico de Ferias Comerciales Wallace descubrirá que ¡hay aire acondicionado!, y no sólo eso: “Es un mundo y una fiesta cerrada autosuficiente: el cuarto Nosotros de la Feria.” Resumiendo, lo que ve allí Wallace podríamos citarlo directamente: “Cada centímetro del interior de este sitio está dedicado a la publicidad y el comercio de alguna forma especial y chabacana.” Y más concretamente, las casetas que allí puede visitar son -prepárense: Corte Fácil; tarjetas de identidad personalizadas para mascotas; infame Encendedor Mágico, “Limpiarrapid: un concepto totalmente nuevo en limpieza”; Aspirador Arco Iris; caseta de Equipaje Envejecido de Cuero (“¿no se habrán equivocado con el orden de las palabras?”); esferas de reloj sobreimpresas encima de pinturas barnizadas hiperrealistas de Jesucristo; John Wayne y Marilyn Monroe; evaluaciones computerizadas de la postura de uno; supermuslificador, sí, supermuslificador de la señora Suzanne Sommers…; Caseta de Dulce de Leche con Extra de Manteca y teteras de Cobre,; Análisis de Grasas mediante Inmersión Corporal Completa (por 8 1/2 $); “Compuvac Inc ofrece un Análisis computerizado de la Personalidad por un dólar y medio”: (resultado: “la valentía de su naturaleza está contra-compensada por el miedo a emprender riesgos”, lo que lleva a Wallace a sospechar que hay un enano dentro de la máquina improvisando las tirillas -aparece el fantasma del cine de Lynch; caseta de ignotos enseres de cocina antiadherentes; caseta de limpiamos sus gafas gratis; caseta con esponjas anticelulíticas; más helado futurista Dippin Dots;  caseta donde “por 99,95 $ sobreimprimen tu cara en un póster de “Se busca” del FBI o en la portada de un Penthouse”; caseta de Desaparecidos de guerra: Traigámoslos de vuelta; caseta antiabortiva Los salvavidas…
A pesar de la diligencia de Wallace por conocer al máximo todo lo que la Feria puede ofrecer al visitante, “Por desgracia, cierta publicación chic de la Costa Este no consigue obtener impresiones periodísticas” del Seminario de Aves de Presa del Medio Oeste; del Concurso de llamadas al Marido, y de algo que la Guía para los medios llama “el Certamen Clásico de Mugidos Célebres”, todas ellas visitas obligadas, según Wallace, pero que, lamentablemente, se encuentran en avenidas adyacentes a la carpa de Comidas y Postres –Wallace está traumatizado por un episodio relacionado con una tarta de tres capas de seda de chocolate.
David Foster recorre la mayoría de estas casetas intentando llevar a cabo su infatigable y honesta actividad periodística –un periodista criado en el Medio Oeste trabajando para una revista chic del Este en un artículo sobre una Feria del Medio Oeste, un infiltrado, un topo, un traidor, en definitiva. Pero sus paisanos no se lo ponen fácil, como si se olieran la encerrona: “la mayoría de los vendedores de la Feria Comercial no quieren contestar preguntas y se quedan mirándome con cara inexpresiva mientras tomo notas en mi bloc de Barney” –un bloc con motivos infantiles, el único que pudo encontrar en la Feria.
Hay grandes interrogantes existenciales, visitar este tipo de Ferias tiene su riesgo –mental-, puedes descubrir que algo falta en tu vida, que algo no encaja entre tú y el entorno, entre tú y el resto de los seres humanos –al menos de los del Medio Oeste-. ¿Quién no puede sino adorar a un muñeco gigante de MacDonalds? Este Wallace es un insensible (“Vuelvo a estar en la gigantesca carpa McDonald´s, en un extremo, presidida por el titánico payaso hinchable”). Ya lo veo, sorprendentemente hermoso... Ese muñeco que preside la Feria -y que configura un deforme personaje grotesco propio del cine de David Lynch, otra vez, David está obsesionado- parece ser, más que un reclamo para la asistencia masiva de espectadores, una figura pesadillesca de la que huir: “15-8, 8.40 h. Un Ronald MacDonald hinchable del tamaño del flotador de los almacenes Macy´s, sentado y extrañamente parecido a un Buda, preside la fachada norte de la carpa del Club Mickey D. Una familia se está haciendo una foto delante del Ronald hinchable, colocando a sus niños en formación meticulosa. Anotar en cuaderno: ¿Por qué?”. Pienso en la versión original, en lo definitivo que debe resultar para el lector encontrarse con ese “Why?” de golpe, un efecto amortiguado por la versión en castellano –con un uso obligado del doble de caracteres.
Una de las actividades que despierta mayor interés en Wallace es el concurso de bastoneadoras. “Son las finales de Revoleo de Bastones del Estado de Illinois”. Al principio no caía en qué consistía esa suerte hasta reconocer que son esas jóvenes animadoras con minifaldas (“No hay revoleadores gordas“) y capirotes marciales que hacen girar un bastón con la muñeca y lo lanzan al aire para luego recogerlo con gran gracia y donaire –o bien estrellarlo contra alguien del público (“…he ido a parar al espectáculo más peligroso para los espectadores de toda la Feria. Los bastones perdidos salen disparados silbando terroríficamente”). DFW intenta analizar el espectáculo (“se parece un poco al patinaje artístico”), y estudiar metódicamente el comportamiento físico del bastón (“Irónicamente, son las maniobras fallidas las que le permiten a uno cómo funciona realmente el revoleo de bastones (que para mí siempre ha tenido algo de prestidigitación y ocultismo) en términos de mecánica”).
Wallace queda retenido por la soberbia exhibición del baile “nosequé” – por culpa del cual va a llegar tarde a las carreras de coches-, un baile entre el claqué y el tradicional irlandés que embelesa al Wallace más crítico (Concurso de clogging). Ya no sabemos si aquí Wallace está más cerca de la ironía que del reportaje –de hecho, nunca lo hemos sabido, quizás está dentro del género reportaje irónico-ácido-destructor: “Hay pocas mujeres  que tengan menos de treinta y cinco años y menos todavía que pesen menos de ochenta kilos.” El agudo Wallace también observa que “No hay negros en la Sala de Baile”.
Por fin Wallace llega a una de las casetas más apasionantes de toda la Feria, la de camisetas con impresiones originales (“Esta caseta parece crucial. El pliegue más sórdido del vientre del Medio Oeste”). Aquí es donde el genio americano sale a relucir, donde los más individualistas tienen la oportunidad de presumir de su máxima individualidad junto a ¡los miles de individuos que han comprado la misma camiseta que él! Nos acordamos del excelente ensayo sobre publicidad y narrativa americana en el mismo volumen (E unbus pluram: televisión y narrativa americana). Pero el problema es mucho más complejo: “Lo depresivo es que las declaraciones de las camisetas no solamente están preimpresas y producidas masivamente, sino que son tan estúpidas y tienen tan poca gracia que sirven para emplazar de lleno al portador en ese grupo enorme y desafortunado de gente que piensa que esos mensajes no solamente son individuales sino también divertidos.” No es para tanto, a mí alguna sí me resulta graciosa, sobre todo esa que reza: “Con cuarenta años no eres viejo… SI ERES UN ÁRBOL”. Me siento aludido, pienso que soy un árbol, la idea me reconforta.
No está teniendo suerte Wallace con la comida, definitivamente, en esta Feria. Ya se indigestó en el concurso de postres –tuvo que visitar urgencias, “el día entero es un desastre; increíblemente vergonzoso; falta de profesionalidad; indescriptible. Borrarlo entero”-, sino que ahora le da por realizar experimentos gastronómicos: “Me estoy comiendo una salchicha rebozada de maíz cocinada en 100% aceite de soja (…) La salchicha tiene un sabor muy fuerte a aceite de soja, que a su vez sabe como a aceite de maíz filtrado a través de una toalla vieja de hacer deporte.” Después de leer esto –no me pregunten cómo porque no lo sé- uno puede saborear ese sabor absolutamente repugnante. Con mucha frecuencia me pregunto si la capacidad descriptiva –y metafórica- de Wallace no es de un nivel extraterrestre, cómo si no hubiera podido escribir algo como esto: “Detrás de él (el dios Ronald) nubes enormes y ominosas parecidas a cucharadas de helado de café con leche se amontonan en el flanco oeste del cielo, pero el sol sigue dominando en lo alto.” Y no sólo aquí brilla el talento poético de un desconocido Wallace, también en: “Los caballos tienen unas caras alargadas que de alguna forma recuerdan ataúdes”, después de lo cual no volveré a ver un solo caballo sin imaginarme su cara como ataúd, o ilustra el amanecer neblinoso del Medio Oeste –que él conoce bien- con inspiradas comparaciones como “El cielo parece jabón” o “El aire parece lana húmeda”.
Hay muchos puestos de comida especializada, multitud sitios donde escoger, ¡qué bien! ¡deliciosa comida rápida del Medio Oeste! En el café de la calle del cerdo –demonios, imaginen- Wallace se teme lo peor: “El Pork Street Café es un establecimiento que ofrece “un cien por cien de productos porcinos”, según los altavoces. “Hasta el último producto”. Rezo para que eso no incluya las bebidas.” Aunque no las incluya, por dios, me digo.
Wallace va constatando una realidad, su visita a la Feria Estatal de Illinois no sólo le sirve para redactar un sensacional fresco de la sociedad americana idiotizada y pseudo liberal sino que también le ayuda a comprobar el pésimo gusto musical de sus habitantes: “El espectáculo de esta noche en el Estadio Central son los pobres viejos chochos de los Beach Boys, que sospecho que ahora se deben ganar la vida todo el tiempo gracias a las ferias estatales”. El demonio del envejecimiento aturde a DFW, quién puede estar a salvo de él, me digo, le digo a Wallace, ya entrado en la treintena, éste reconoce su declive a través de una sintomatología prácticamente infalible: “En el parque soy más consciente que nunca de que espiritualmente ya no soy del Medio Oeste y de que ya no soy joven: no me gustan las multitudes, los gritos, el ruido, a todo volumen ni el calor.” Reconduzcamos la acción del cuento (¿cuento?), ¿a quién le gusta todo eso? Pues a la gente, sí, ¿no lo creen? Vayan una mañana a la feria de agosto malagueña, perdón, quiero decir, siendo fieles a la estética ortográfica norteamericana, a la Feria de Agosto de la Ciudad de Málaga. Cuéntenme si sobreviven –yo ya ni lo intento.
Intentemos ser objetivos, es posible que Wallace esté distorsionando la realidad para hacerse el gracioso y firmar un artículo magistral que le haga pasar a la posteridad. Es posible, es una idea nada desdeñable, una interesante idea de hecho, y bueno, ¡lo consiguió! Pero seamos más cautos, intentemos comprender a esos pobres habitantes rurales del Medio Oeste que visitan por miles la susodicha Feria, ¡no pueden estar todos equivocados! No es posible, quizás ellos son mejores que uno: “La multitud del parque (…) parece radicalmente alegre, intensa, activada, esponjas de datos sensoriales, alimentándose de lo que perciben. Es la primera vez que me siento realmente solo en la Feria”. Conclusión: el problema es de David Foster Wallace, ese genio irrepetible que, simplemente, no supo disfrutar de una entrañable y absurdamente enorme Feria Estatal de Illinois, ya saben, en el Medio Oeste.

domingo, 24 de febrero de 2013

La condena (Kárhozat). Béla Tarr (1988)


La condena de Tarr: La desintegración de los héroes.

Sólo conozco dos razones por las que una persona escriba un comentario sobre una película. Una, que sepa mucho de cine. Dos, que no tenga ni idea de cine y no lo sepa. Yo estoy en un subtipo -que me acabo de inventar, al igual que lo anterior- que podría titularse algo así como: “Aficionado al que le gusta el cine, al que le gustaría saber escribir un comentario de cine, que no tiene ni idea de cine, pero que sabe de su ignorancia, lo cual no es estímulo suficiente para abandonarla –si bien empieza a leer libros de cine una y otra vez sin llegar a conclusiones concluyentes- pero que de alguna manera ha llegado al siguiente razonamiento: vale, voy a escribir sobre algo que no domino, y como, probablemente, cometeré errores de todo tipo, lo haré a mi manera.” 
Béla Tarr es un cineasta húngaro. He visto parte de su filmografía, digamos que Armonías de Werckmeister (2000, obra maestra), The man from London (2007, obra maestra), sobre novela de Simenon, y parte de su épica Sátántangó (1994, obra maestra). Así que al enfrentarme con esta La condena de 1998 –la cinta anterior a Sátántangó- ya conocía más o menos la singularidad de su obra.
La peli comienza con el típico plano secuencia característico de Tarr -según he leído, no tan habitual por entonces, y puede que sea la primera peli de Tarr que nos anuncie al venidero Tarr-. A través de una ventana –aún no vemos el marco-, van desfilando carretillas en un teleférico que deben proceder de una explotación minera. La cámara va retrocediendo y avistamos el perfil recortado de una figura, a la postre el protagonista del relato, Karrer, un tipo ensimismado, perdido, enamorado de una cantante de bar, un desocupado al que le proponen un negocio turbio, recoger un paquete, algo simple (“Lo que va a suceder aquí es sólo una de los millones de formas de ruina que existen”, les explica Karrer a ella y su marido).  Es todo lo que voy a contar de la trama -más que nada porque es lo único que he entendido. La lluvia en lugar de limpiar la atmósfera, lo que hace, como sucederá en Sátántangó, en Armonías, es embarrarlo todo, caen goterones enormes que salpican en los charcos dando la sensación de que aquello está en ebullición. Karrer espera volverse loco algún día, pero no le da miedo. A ella le gusta mirar por la ventana mientras llueve, sin pensar en nada más. Karrer a veces tiene ideas casi propias de Thomas Bernhard: "Los héroes siempre se desintegran". En la primera escena Karrer va a casa de su amada, espera a que alguien salga y se marche en su auto. Ella no le quiere dejar entrar. Ella le dice a Karrer que “uno tiene que aprender a tomar sus propias decisiones”. Me acuerdo de un pasaje de David Foster Wallace, luego me digo, todo está vinculado, todo en este maldito universo está conectado, todo menos yo, que no me entero de nada. Al final Karrer baila autómatamente en un parquecito, una danza sin sonido, bajo la lluvia pertinaz, ¿enloqueció por fin? Las escenas de baile del salón nos acercan al Angelopoulos más genuino –el de El viaje de los comediantes, o de Paisaje en la niebla, del mismo año, 1988-. Los rostros enjutos, inexpresivos mirando a través del ventanal, hacia la locura de Karrer en su baile quizás. La escena de amor más triste que el cine nos ha brindado. Karrer seduce a su amada con un monólogo acerca del túnel que le conecta con la vida y que sólo ella puede ayudarle a atravesar. Ella está sentada sobre él. El rostro hastiado. Vemos el reflejo de los cuerpos en el espejo. Es un amor desahuciado, ahí no hay pasión, tan solo desencanto. El marido de ella llegará mañana. Finalmente él ha sido el encargado de recoger el paquete. Plano magistral: desde el vestíbulo vemos el cuarto, sobre la mesita un muñeco cabezón, junto a la ventana, el viento acompaña los carros colgantes, levemente chirrían. Pienso en alguna escena que atraviesa dependencias de Vermeer –la doncella achispada-, también en algún plano de Ozu -esos que atraviesan habitaciones-. Karrer le habla a ella de un antiguo amor, él odiaba su amabilidad, su orden. El hueco de la escalera, el llanto de un niño, de fondo un partido de fútbol en la tele. Un encuadre propio de Bresson. El Titanic Bar –lúcido símbolo de hundimiento, con el rótulo en luces de neón y con la última letra fundida-, el lugar donde se cuece el negocio, donde pasa Karrer las horas muertas, nos recuerda a esos bares sombríos y tristes de Kaurismaki -adonde acuden los obreros tras su jornada laboral, desesperanzados-, un perro que cruza, despistado, pensamos en el perro de Stalker de Tarkovski –en una escena posterior Karrer se enfrentará al perro utilizando sus propias armas, el ladrido, la intimidación-. La música de acordeón del colaborador habitual de Tarr, Mihaly Vig, con ese misterioso aire entre porteño y zíngaro, insufla bocanadas de melancolía -como si le hiciera falta a la peli, por cierto, en blanco y negro, o más bien, en grises ceniza y negro-. Lo sé, caí en el lenguaje ditirámbico de los críticos, perdonen ustedes, comprendan, cojo la guitarra clásica, acompaño la música de Vig, la voy siguiendo nota a nota, ya estoy dentro de la peli -no quiero ser Karrer, lo odio, al final terminaré admirándolo, admirando su desgracia-. Karrer apoyado en una esquina. Pensamos en Antonioni, en la soledad de sus personajes perdidos entre paisajes urbanos desolados, La noche, Desierto rojo –frente a ese edificio oficial, resguardado por dos cariátides con uniforme, ¿está pensando delatar al marido de ella?-. “¿Qué tal si por una vez piensas en algo que no sea en ti mismo?”, le reprocha a Karrer el dueño del local, me siento aludido, me escondo. Pero Karrer es consciente de que envejece, ha perdido el valor -quizás nunca lo tuvo. La señora del guardarropa ya le había advertido: esa mujer es “un pantano insondable” -el amor es obsesivo, innatural, el más devastador de los sentimientos. El guión, del propio Tarr en colaboración con Krasznahorkai (con quién más tarde hará Sátántangó), es literariamente magistral -¡pero necesito saber quién escribió cada frase de cada diálogo!-. Tengo una teoría acerca del cine de Béla Tarr, y esa idea proviene de su nombre. Béla Tarr aúna lo folklórico e imaginativo de Béla Bartók, y lo poético y visualmente místico de Tarkovski –en un burdo juego de palabras, lo sé-. A estos habría que añadirle unas gotas de Kaurismaki , de Angelopoulos, de Erice, y puede que también del primer Kieslowski –antes de La doble vida de Verónica-. Pero claro, esa es sólo una teoría y yo,un diletante.