Subtitulado Ensayo sobre la pintura flamenca del Renacimiento, Tzvetan Todorov ha escrito un ameno e interesante libro sobre pintura. En la primera parte del libro Todorov nos explica el contexto filosófico y religioso de la época, con múltiples citas eruditas y con referencias a pensadores como Nicolás de Cusa. El arte buscó las vueltas necesarias para que la representación artística fuera “autorizada” por el cristianismo. Al final la pintura consiguió desligarse de la esclavitud religiosa y esto se consiguió plenamente con los retratos de personalidades no religiosas. Todorov coge el toro por los cuernos y hace de crítico de la crítica “la representación realista se suma al significado simbólico, no pretende disimularlo. Sugerir que estamos en nuestro derecho de buscar libremente sentidos complementarios, como hacen los psicoanalistas contemporáneos cuando identifican lo latente detrás de lo manifiesto, sin que otros testimonios hayan dado fe de esos sentidos, sería una actitud anacrónica”. Eso está muy bien, hay que acabar con los especuladores. Pero eso es muy poco divertido, la especulación en la interpretación de las obras de arte es un arte en sí mismo. La segunda parte del libro es una gozada. En ella se estudia la obra de los grandes artistas de la pintura flamenca, comenzando por Robert Campin (redescubierto en el siglo XX y maestro de Van der Weyden, y posiblemente también de Van Eyck, y una figura sorprendente en la historia del arte ya que no tuvo ningún reparo en aprender de quienes fueran sus discípulos), pasando por Van der Weyden y Van Eyck, siguiendo con una tercera generación compuesta sobre todo por Dierick Bouts, Hugo van der Goes (que acabó loco) y Petrus Christus y una cuarta con Hans Memling en Brujas. Sin embargo todo comienza con los iluminadores de libros de horas –ilustradores de libros de oración- entre los que destacan Jacques Coene, Jacquemart de Hesdin, Jean Pucelle y los hermanos Limbourg. “Pucelle recibió la influencia del arte italiano de sus tiempos pero en él alcanza una nueva síntesis: sus personajes siempre están en movimiento, y sus gestos y rostros expresivos”. Estos ilustradores eran auténticos maestros y supusieron el primer paso desde la Edad Media hasta el Renacimiento: "En la actualidad los historiadores están de acuerdo en que lo decisivo no es el criterio que sugiere el término que acabó imponiéndose, el redescubrimiento del arte y de la civilización de la Antigüedad griega y romana. Incluso en Italia, donde no obstante esta tendencia está bien documentada, redescubrir lo antiguo no es más que un medio para hacer algo nuevo". En el libro de horas del duque de Berry participan autores como los hermanos Limbourg y otros grandes de la pintura flamenca como el propio Van Eyck. Los investigadores son muy listos, no se les pasa ni una: “Hay también gestos que sólo duran un instante, por lo que representarlos señala el paso del tiempo: dos hombres sonriendo ante la necedad de un loco (en la British Library de Londres) en los que Meiss cree ver la primera sonrisa de la pintura europea”. Ya lo veo, a la luz de una lámpara a altas horas de la noche y con una lupa observando la ilustración: "¡están riendo, están riendo!". El dilema alegoría-representación de lo visto es un puente que hay que cruzar: “La desaparición de la alegoría queda compensada por la aparición del realismo. La revolución que está teniendo lugar consiste en establecer la solidaridad entre representación y visión”. De los hermanos Limbourg “Sabemos que realizaron también como mínimo una obra que no es una iluminación. Se trata de un cuadro, un regalo para el duque: “Una pieza de madera pintada de forma que parece un libro, en la que no hay ni hojas ni nada escrito”. ¡Su única obra que no es un libro es un libro pintado en trampantojo!”. Tenían guasa los hermanitos, cuando parecía que iban a dar el salto a la pintura de primer orden resulta que no se les ocurre otra cosa que pintar un libro. La estrella del libro es Jan Van Eyck: “Nadie antes de Van Eyck había sabido crear tal ilusión, mostrar de esa manera coronas, joyas, ricos tejidos, libros, instrumentos musicales y plantas.” Todorov denuncia que a veces se minusvalora la importancia del arte flamenco: “Las relaciones entre Flandes e Italia son múltiples”, y sus influencias recíprocas “es absurdo ignorar por principio el foco flamenco”. La figura de Camppin es reivindicada a través de obras maestras como su Natividad de Dijon, o los dos paneles laterales de una hipotética Anunciación que hay en el Prado. Es el primero en conectar la realidad del mundo exterior -paisaje en ventana- con el interior místico, la diferencia que impulsa Van Eyck tiene que ver con el espacio:“En Campin los personajes aplastan en cierta medida el espacio que los contiene. En Van Eyck el espacio absorbe y ahoga un poco a los personajes”. Los logros de Van Eyck son: la sumisión de objetos y personas al espacio que los contiene; unificación de los puntos de vista; cristalización del espacio. Van Eyck escenifica la contemplación en mayúsculas, la ensoñación silenciosa. Los retratos de Van Eyck “miran en sí mismos”. Sobre la Virgen de Van Der Paele: “experiencia totalmente novedosa a la que nos empuja Van Eyck, es decir, sumergirnos en un espacio surreal en el que estamos abocados a quedarnos tan inmóviles como los personajes que observamos”. Van Eyck fue el primero en firmar sus cuadros, introduciendo a veces sentencias que confirman su autoría como en El matrimonio Arnolfini de Londres. Rogier Van der Weyden pinta auténticos dípticos destinados a la oración del demandante, coloca en el mismo plano a la divinidad y a lo terrenal. Si en Van Eyck parecemos estar en un mundo idealizado, flotante, onírico, en Van der Weyden la divinidad "toca tierra". En mi cabeza ronda continuamente su Descendimiento del Prado -del que hay una bonita copia en la catedral de Granada-, con sus retorcidas posturas, absolutamente irreales. Su cuadro San Lucas pintando a la Virgen “es la más antigua versión pictórica de este tema”. Van der Weyden disminuye la singularidad del modelo reafirmándose la del pintor, es decir, los personajes poseen unos rasgos más generales pero el cuadro en sí cobra una personalidad fácilmente atribuible al artista. Finalmente hay un breve apartado sobre el Renacimiento italiano donde apunta cómo los artistas italianos buscaron inspiración en sus colegas flamencos. Es un libro brillante que proporciona momentos inolvidables y que nos instruye de una forma enriquecedora pero que origina cierta sensación de frustración para los que hemos visto muchos de esos cuadros en vivo, es decir, me apena reconocer que cuando vi La virgen del canónigo Van der Paele en Brujas no me enterase de la misa la mitad, y es que el arte no se reduce a una cuestión "me gusta-no me gusta", ya que los conocimientos siempre juegan a favor de quien quiere disfrutar una obra de arte. Pienso que de haber leido este libro antes de mi viaje a Bruselas, Brujas y Amberes sin duda habría sacado más partido de mis vistas a sus museos.
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