jueves, 6 de febrero de 2014

Yoga para los que pasan del yoga, de Geoff Dyer.

La primera noticia que tuve de Geoff Dyer fue a raíz del comentario en un blog sobre su libro La Zona. No sé si me pareció más sorprendente que alguien escribiera un libro sobre Stalker de Tarkovski o que alguien hubiera decidido publicarlo. Dicen que el libro es bueno. El caso es que yo estaba en la biblioteca matando el tiempo -mientras mi vida se evaporaba- cuando tropecé con un libro de ese autor. Me resultó familiar. En principio -lo reconozco- lo confundí con Lars Iyer, otro inglés del que había escrito algo este verano sobre su novela Magma. Cuando tuve el libro en mis manos reparé en mi error -había leído mal el nombre, había que considerar, en mi favor, lo rocambolesca que era la existencia de dos narradores ingleses, ambos un poco retorcidos, con los nombres de Iyer y Dyer, como si se tratara de una pareja de personajes secundarios en un cómic belga-, luego recordé aquel artículo sobre La zona. Leí la siempre engañosa contraportada y como versaba sobre viajes -o al menos eso parecía- lo eché en el saco.
Yoga..., a pesar de su equívoco título -parece el nombre de un libro de autoayuda, pero no adelantemos acontecimientos, todo tiene su porqué-, es un libro divertido -todo lo divertido que puedan ser las peripecias de un escritor variopinto entrado en la cuarentena, consumidor por entonces de ciertas drogas, que hace turismo o  lo que sea por lugares tan dispares como Camboya, Tailandia, Laos, Libia, París o Miami, Detroit y Nueva Orleans. El libro se compone de once relatos en los cuales el autor -se supone que son autobiográficos, aunque podrían pasar por simples relatos de ficción, nadie llama por su nombre al narrador ni él se presenta en ningún momento, luego podría ser cualquiera- viaja -a todos los niveles- y le pasan cosas, algunas graciosas, otras extrañas, otras ambas cosas a la vez. ¿Es esto suficiente para escribir un libro? me pregunto. No sé, supongo. Lo que sí tengo claro es que después de leerlo me dieron ganas de escribir algo similar con episodios de mis viajes por la vieja Europa -aquí reflexioné sobre la similitud fonética de las palabras "viaje" y "vieja", sin llegar a conclusiones ponderables. En Desviación horizontal el narrador -primera persona- pasa una temporada en Nueva Orleans, según él, el sitio más perfecto del mundo. Vale, un momento, me digo, he estado en algunos sitios en los que me he dicho, si pudiera vendría a pasar aquí largas temporadas, me refiero a lugares encantadores y mágicos como Lucerna, Sintra, Delft o Beaugency (¡cerca de la Orleans original!), me digo entonces, si pudiera alquilaba un piso y me venía un tiempo para escribir una novela o simplemente para no hacer nada, pasear y lamentarme de todo, pero a Dyer, que ha estado en infinitos lugares, por alguna incomprensible razón, le atrae Nueva Orleans, en concreto aterriza en el Barrio Francés, un sitio, según él, "donde de vez en cuando matan  a algún turista británico por negarse a entregar su cámara de vídeo a  los chorizos adictos al crack que viven y trabajan por lo alrededores". Allí conoce a un tipo de dudosa categoría moral llamado Donelly del que se hace amigo ("Al haber vivido en muchas ciudades, muchos países, me he acostumbrado a trabar nuevas amistades a una edad en que mucha gente vive de las menguantes reservas de las amistades acumuladas durante la universidad, cuando tenían diecinueve o veinte años"). Reflexiono sobre esta parte del relato, es interesante el tema de la amistad, pero enseguida me aburro de él y no pienso más en ello. El diálogo entre Donelly y Dyer acerca de la conveniencia de tener el cargador de la pistola lleno de balas es desternillante. En Miss Camboya Dyer dibuja una ilustración devastadora del turismo civilizado en el tercer mundo. La chica que vende Coca-Cola no encontrará comprador en Dyer, éste ya ha decidido comprársela a un joven tullido después de haberse comprometido con la chica. Pero señor Dyer, no sea usted miserable, compre otra Coca-Cola. Dyer hace un ejercicio de sinceridad que me recuerda al despiadado Oé de Una cuestión personal, lo cual no justifica su inmoralidad, de alguna forma se regodea en la negativa a la chica ("Si el niño nos parecía la personificación de Camboya, para la niña nosotros personificábamos todo el caprichoso poder y la riqueza de Occidente"). Por otro lado, la insensibilidad intelectual que llega a provocar la visión de miles de templos es muy característica del turista hastiado de tanta belleza consecutiva: "En el curso  de los tres días previos  habíamos visitado tantos templos que me costaría decir qué rasgos particulares tenía este en concreto aparte del hecho  de que se encontraba cerca de otro templo, casi idéntico". Es como cuando uno entra en el Louvre o el Prado, si uno intenta visitarlos en su totalidad es seguro que saldrá mareado y con la intención de no ver una pintura nunca más en su vida, me digo, la admiración del arte necesita ciertas pausas -y pautas-, pienso, he conectado con Dyer, me digo, ¡y sin necesidad de drogas! Dyer no tiene reparos en describir el cinismo que le concede su superioridad primer mundista: "Todo el que visita países en desarrollo, si es sincero, confesará que en realidad le gusta ver un poco de miseria: gente que vive en vertederos de basura, poblados de chabola, ese tipo de cosas". Pero ¿puede haber pasajes divertidos en este tipo de situaciones, en esta disertación inmoral? Dyer lo logra, cuando describe el método fotográfico de su novia, cuando descubre que la barcaza que les lleva por el río Tonlé Sap está dando vueltas, tal y como le advierte su novia, ¡Circle! ("¿Sabes qué? -dijo Circle. ¿Qué? pregunté. Creo que avanzamos en círculos. ¿Cómo dices, Circle?", un circunloquio que resulta menos sonoro a causa de la traducción). En El borde infinito Dyer juega al ping pong con los empleados de los bungalows donde está instalado en Ubud, Bali, y visita con su novia Circle las cascadas de Kuang Si en Luang Prabang, Laos, donde Dyer se pone filosófico: "Esta idea de la cadena de la existencia inspirada por las cascadas también funcionaba en sentido contrario. Nietzsche decía  que no podía existir un dios; si existiese, ¿cómo iba él a soportar no serlo? En el borde infinito, me parecía a mí, podías ser dios y en realidad no cambiaba nada; hasta era posible que no supieras que lo eras". Pensé, bien, de acuerdo, puedo ser dios, pero entonces, ¿por qué es todo tan aburrido? En Skunk Dyer deambula por la ciudad de la luz con una nueva amiga y se coloca con una especie de hierba denominada skunk, un producto que a Marie no parece gustarle mucho, Dyer excusa a la droga: "Saltaba a la vista que no estaba divirtiéndose. Ni por asomo. No sabía dónde estaba. Quién era. Ni siquiera si era. La skunk es así, en especial durante los primeros veinte minutos más o menos, que pueden parecer un pandemonio." Dyer le dice que está escribiendo un artículo turístico de París para una revista, ella sospecha que en realidad está utilizándola para emplearla en una novela ("¿Quién te envía? ¿Quién te envía?"). Sé que no es gracioso pero yo no paraba de reír, imaginaba al "pobre" Dyer intentando impresionar a la chica con su marihuana estratosférica y sufriendo ella ese ataque maniaco depresivo. En el relato Yoga para los que pasan del yoga Dyer llega a Haad Rin, Tailandia, una semana antes de la fiesta de la luna, esta vez con su novia Kate. Algo me dice que se van a volver a colocar. Allí conoce a una comunidad variopinta de turistas occidentales. Troy, quien una vez se tomó un bote de veneno de escorpión, era un tipo que había experimentado con todo tipo de meditación, desde concentrarse en la imagen de su cadáver descomponiéndose bajo tierra hasta el tai-chi kamikaze ("Superado cierto punto del viaje interior, Troy no recordaba nada"). O Wayne, un escritor de unas memorias sobre la vida en EEUU en los 60 y 70, que se libró del reclutamiento al tatuarse  en el borde la mano derecha la expresión "jódete". Mientras Dyer espera a que Kate y Gareth vuelvan de su excursión advierte que desde su entrada en el santuario se encuentra en estado de gracia, ha desaparecido esa inquietud propia del propio Troy (y aquí reparo en que he descubierto una de esas fórmulas lingüísticas difíciles de decir rápidamente), es decir, desaparece en él esa sensación de que en todo momento preferiría estar haciendo otra cosa que la que está haciendo (pongo un post it en este pasaje, es justo lo que me pasa a mí todo el tiempo, para animarme me digo que eso debe pasarle a todo el mundo, si bien me lo digo no muy convencido de lo que estoy diciendo a la vez que dejo de hacer lo que estaba haciendo y me pongo a hacer otra cosa completamente opuesta). Al final le confiesa Dyer a Kate: "Tengo una idea  para un libro de autoayuda -dije-. Yoga para los que pasan del yoga". En Decadencia y caída Dyer está en Roma conversando con Nick sobre su imaginaria obra cinematográfica: "Pensaba en El sentido de la Antigüedad, la película que no había filmado, en concreto en la secuencia en la villa Adriana". El narrador fantasea con la posibilidad de escribir un libro sobre la Antigüedad. Al final, en un momento crucial, ante el que responde como se debe responder en estos momentos, es decir, sin hacer nada, Dyer se confiesa "a cierto nivel sabía que había estado engañándome: que toda la disciplina intelectual y la ambición de mis primeros años se habían disipado por culpa del consumo desganado de drogas, la indolencia y la decepción, que carecía de propósito y dirección y tenía todavía menos idea de lo que quería de la vida ahora que cuando tenía veinte o treinta años, que estaba en camino de convertirme yo mismo en una ruina y que no me parecía mal". En La desesperación del Art Decó Dyer nos cuenta aquella vez que vio un cadáver -¿o fueron sólo las zapatillas de un cadáver?- en el barrio Art Decó de Miami, va y le pregunta al tipo que hay a su lado -y que lleva un tatuaje de una lavadora en el brazo, sí, yo tampoco me lo creía cuando lo leí-: "¿Qué ha pasado? Suicidio. Por Dios. Una mujer de setenta y dos años. Ha saltado. Mierda. Bonito tatuaje." Y sí, Dyer y su novia de entonces, Dazed -a lo mejor sus padres eran devotos de Led Zeppelin, se me ocurre ridículamente-, se fotografían como buenos turistas frente a la casa de Versace, donde fue asesinado. Hotel Olvido transcurre en Amsterdam. Contra todo sentido Dyer  hace una apología de la amistad entrañable (¿nos han cambiado al cáustico Dyer por otro más sentimentaloide? nos preguntamos, igual es que no está aún colocado, era el principio del relato): "Siempre que uno tuviera tardes como aquella, el hecho de que uno  no hubiera logrado casi nada... no cambiaba nada. Cuando uno estaba lleno de pasión, ambición y esperanza, era mejor tener cuarenta años que veinte. Era mejor que tener treinta años, cuando aquellas esperanzas que en otro tiempo te habían animado se convertían en una incordiante fuente de tormentos". Definitivamente este libro es para cuarentones, me digo, para cuarentones viajeros. Aunque siendo exactos, a Dyer se le olvidó puntualizar que cuando sobrepasas los cuarenta otro tipo de fuentes de tormentos te incordian, por ejemplo, el insomnio, el miedo a la muerte, ¡el tendedero de los vecinos! Leptis Magna -unas ruinas romanas en Libia, cerca de Trípoli- es mi relato favorito. Nada más llegar Dyer sufre el hundimiento del viajero, como me gusta llamarlo, "como pronto descubrí, (la palabra hotel) significaba algo así como sensación de enorme decepción al llegar,a menudo acompañada de un amargo arrepentimiento por haber abandonado el hogar". Me repito, tengo que escribir algo sobre esta sensación, sé perfectamente de qué va, luego recapacito, es inútil, no lograría expresarlo mejor que Dyer. Son hilarantes algunas de las situaciones vividas desde su llegada, para todo hay que rellenar folios y folios de formularios, ("Me registré en el hotel. Ah, qué engañosamente simple suena eso"), y gracioso es su encuentro con Ahmed junto a unas ruinas solitarias, este lugareño que se comunica a base de sustantivos -su dominio del inglés es reducido- le recita una lista de jugadores de fútbol ingleses de todos los tiempos. Dyer es un escritor sarcástico, de un humor ácido -no interpreten segundas lecturas, por favor, bueno, en realidad sí que pueden-, pero a veces me deja conmocionado: "Me tumbé en la cama, absorto en las antiquísimas cuestiones del viajar: ¿por qué viajo? ¿qué estoy haciendo aquí Preguntas que generaron una tercera: ¿qué le pido a la vida? Cuya respuesta era: volver al hogar, quedarme quieto, dentro de casa, poner los pies en alto y ver la tele". Me tumbo en la cama y pienso sobre ello, ¿qué le pido a la vida?, me pregunto al más puro estilo Dyer, me quedo dormido. Huelga decir que para que este impulso tenga sentido -es decir, la idea de vuelta al hogar, goin´ home, como cantaban los White Lion- previamente hay que salir de casa y enfrentarse a las múltiples molestias y absurdidades típicas de los viajes -sobre todo si vas en tren como es mi caso. También aborda Dyer una cuestión de vital importancia para los que practicamos turismo cultural. Informarse antes o después del viaje, he ahí el dilema. Dyer opta por lo segundo, aún a sabiendas que después del viaje no leerá nada sobre Leptis Magna. Así, libre de cualquier predisposición y/o conocimiento Dyer realiza profundas reflexiones sobre el significado de las ruinas de la Antigüedad, éste no es otro que el de ser unas ruinas, ser -poéticamente-, por ejemplo, el marco de un cielo azul -debido a las oquedades producidas por el paso del tiempo. Y desde aquí Dyer especula sobre lo mecánico de la sala de la capilla Rothko en Houston -digamos que una vez allí quiso sentir algo muy fuerte pero no sintió absolutamente nada- y sobre la Zona de la peli Stalker de Tarkovski, un lugar -la Zona- que le devuelve a la frustración: "Sentí que ya no podía soportar más los altibajos emocionales de viajar, sus explosiones de júbilo, sus depresiones de abatimiento, sus inmensos trechos de abatimiento e incomodidades. Ya no estaba a gusto en el foro, pero la perspectiva de regresa al hotel era aún más triste". La lluvia dentro sucede en Detroit, allí Dyer da una clase magistral sobre ruinas -y dale con las ruinas, al final escribirá su libro sobre la Antigüedad, ya verán- a unos turistas: "Las ruinas nos invitan a pensar en cómo eran en su apogeo, antes de convertirse en ruinas -dije. El Coliseo romano o el anfiteatro de Leptis magna nunca han sido otra cosa que ruinas. Son ruinas eternas". A pesar de ello Dyer tiene que quitar el coche que les molesta para fotografiar la estación ferroviaria de 1913 -definitivamente su analogía con un cuadro de Caspar David Friedrich no convenció a los turistas. En el último relato, La zona suenan ecos del mejor David Foster Wallace (el cronista de Cosas supuestamente divertidas...), el narrador va a Black Rock desert donde..., bueno, mejor lo leen ustedes.



Ficha del libro:

Autor: Geoff Dyer (Gloucestershire, 1958)
Título: Yoga for people who can´t be bothered to do it
Editorial: Mondadori
Año: 2012
Traducción: Cruz Rodríguez Juiz

2 comentarios:

Gwendoline dijo...

Hola Kovalski,
aunque sea una traducción, este libro de Dyer fue el primero libro que leí en español (después, leí también Zona en español. Me cuesta leerlos, no sólo porque era principiante pero también la traducción no es muy buena : ya había leido a Dyer en francés y era mejor). Me divierte ver que a ti también este libro dio ganas de escribir : sentí lo mismo.
Acabo de descubrir tu blog gracias una buscada sobre Hormigón de Thomas Bernhard que estoy a punto de leer. Pero he mirado algunos de tus artículos y me interesaron mucho. ¡Voy a volver a leerte luego! Además, es la primera vez que "conozco" a alguien a quién le gusta Beaugency, que ha visitado el museo de Bella Artes de Orléans y también que ha leido a László Krasznahorkai...
Un saludo,
Gwendoline

k dijo...

Hola Gwendoline! Muchas gracias por tu comentario y por leer mi blog. No he tenido aún ocasión de leer Zona, quise ver antes de nuevo la película, lo hice, y luego se me olvidó que tenía que leer el libro de Dyer. Bueno, no creo que yo sea especial, supongo que Beaugency enamora a cualquiera que la haya visitado. ¿Has leído ya Hormigón?
Saludos!
k.