jueves, 16 de diciembre de 2010

Soy un gato, de Natsume Soseki.


Título original: Wagahai wa neko de aru (publicado en Japón en 1905).
Traducción del japonés: Yoko Ogihara y Fernando Cordobés.

Impedimenta 2009.


Natsume Kinnosuke nació en 1867 cerca de Tokyo. En 1905 publicó ésta su primera novela, con la que alcanzó gran fama. Soseki murió en 1916 a causa de un cáncer de estómago. "Soy un gato, aunque todavía no tengo nombre", así comienza este fascinante, erudito, maravilloso, desternillante, y asombroso libro de Soseki. Un gato es recogido en la casa de un maestro quien vive con su esposa, tres hijas y la criada Osan. El maestro Kushami es el vivo reflejo o alter ego de Soseki. Padece dispepsia, es funcionario, y en su tiempo libro se dedica a escribir. Por las tardes, cuando vuelve de impartir clase, se encierra en su estudio a trabajar en algo indefinido. El gato lo sigue y observa la conducta de su amo en su estudio. En realidad no hace nada. Primer mito que se carga Soseki: el del intelectual que, siempre atento a su evolución intelectual, como decía el amigo del cura rural en la peli de Bresson sobre la obra de Bernanos, está orgulloso de su alto consumo de libros. En realidad el maestro Kushami se lleva siempre algún libro a la mesita de noche, lee dos o tres páginas -a veces ninguna- y se echa a dormir. El anhelo de la intelectualidad, la rotación de las formas intelectuales, la obligada de la enseñanza -de la que no existe referencia alguna en la novela- y la evitación del intelectualismo casero, sin solución de continuidad en la segunda, enfrentada con apatía la primera. Ya leímos en El hombre sin atributos de Robert Musil cómo el intelectualismo no era más que la señal evidente de una vida que se marchita, que está seca. El intelectualismo más que un refugio es como un cementerio de elefantes. El maestro Mushami padece de dispepsia ("Kushami se ha convertido en un mártir de la dispepsia", en la página 210), una enfermedad que intenta aplacar a base de bicarbonato. Lamentablemente no existía entonces el omeprazol para paliar los síntomas, por lo que la vida de Soseki, digo de Kushami, debió ser infernal, no hay nada peor que un ardor de estómago, el mal silencioso que te devora las entrañas -literalmente. El maestro prueba todo tipo de remedios, cada cual más demencial, ¡hasta cree haber encontrado la panacea en dos copas de sake vespertinas! Por la casa del maestro circulan las más variopintas amistades de Kushami. Desde el embaucador de historias Meitei -quiere invitar a Kushami a unas lenguas de pavo estofadas-, hasta el científico ex-alumno de Kushami, Kagentsu -ensaya una conferencia sobre los aspectos físicos del ahorcamiento-, Ochi Toito con su extraña Sociedad de lectura, Suzuki, el tío anciano de Meitei y su abanico metálico...

Kushami, Meitei y Kagentsu se cuentan unas curiosas historias en una especie de desafío narrativo, del que saldrá perdedor el maestro -ridiculizado por la naturaleza y el final de su propio relato. Meitei narra su aventura alrededor del pino de los ahorcados, el pino de Dotesanbancho, una imagen que despertó en él tal pulsión estética que le dieron ganas de ahorcarse en él: "Me sentí muy feliz imaginándome a mi mismo colgando de la rama, y pensé que al menos debía intentarlo". Kagentsu cuenta por su parte cómo acudió a una fiesta con su violín para interpretar unas piezas: "Me disponía a marcharme se me acercó la mujer de un doctor y me susurró que se había enterado de que una señorita a la que yo conocía había enfermado". El nombre de su amada quedará oculto, por el momento, pues más tarde servirá de piedra angular para algunas de las más divertidas y estrafalarias historias de libro. Porque Soy un gato no es más que una sucesión hilarante e incontenida de historias, relatos, todo aderezado con los chispeantes diálogos de los personajes protagonistas, intervalados con algunos episodios del gato en su deambular por el exterior, donde trabará amistad con algunos de sus congéneres como Kuro el gato del carnicero o la bella Mineko, la gata de la vecina intérprete de arpa: "Durante un momento me quedé embelesado mirándola". Kagentsu llegaría hasta el puente Azuma donde sentiría unas ganas irreprimibles de lanzarse al agua: "Estaba decidido a saltar si la voz me volvía llamar". La tercera historia, la del maestro despierta la irrisión de sus contertulios -en las dos anteriores la sombra del suicidio sobrevolaba cada episodio-. Como regalo de Año Nuevo planea llevar a su mujer al teatro para ver la obra Unaginadi. Horas antes de la representación parece enfermar. Se encuentra muy mal. La llegada del doctor consigue aliviar los síntomas pero ya es demasiado tarde para ir al teatro. Sin embargo el maestro cree haber actuado de manera envidiable para con su esposa, como si en realidad la hubiera llevado al teatro finalmente, es decir, con la intención es suficiente. El gato asiste extrañado a la narración de estas historias: "Escuché tranquilamente las historias sucesivas de estos tres individuos, pero éstas ni me divirtieron ni me entristecieron."

El maestro tiene inquietudes artísticas. Primeramente se dedica a la acuarela, tras escuchar el consejo que le da su amigo Meitei quien cita a Andrea del Sarto, se dedica a plasmar la naturaleza tal como es en realidad. Así, en la página 17 cuenta el gato: "El maestro me miraba con ojo escrutador, y luego se iba a su bloc y dibujaba algo. De pronto me di cuenta: estaba intentando emular a ese italiano, Andrea del Sarto." Más tarde le suelta un rollo parecido al propio Meitei: "Yo creo que en occidente se ha insistido mucho, incluso históricamente, en la necesidad de retratar la naturaleza tal como es, y de ahí su extraordinario desarrollo. Ya lo decía Andrea del Sarto... El esteta se rascó la cabeza y dijo entre risas: - Bueno, en realidad lo de Andrea del Sarto era una historia que inventé." Y es que Meitei no hace más que inventar historias, sobre Leonardo da Vinci, sobre Andrea del Sarto, sobre un plato occidental llamado albóndregas. Querrá usted decir albóndigas, señor. No, digo albóndregas.

El maestro también es un aficionado a escribir haikus -como Soseki en sus comienzos-. La idea de un trabajo intelectual le ronda la cabeza, a modo de ejemplar personaje del futuro Thomas Bernhard: "Escribió una frase completa: Ahora, después de un cierto tiempo, he estado pensando en escribir un artículo sobre Tennen Koji, el famoso Hombre Santo y Natural". Demonios, el maestro Kushami se encierra por las tardes a escribir un gran artículo sobre el Hombre Santo y Natural, aunque no tiene claro si será en prosa, si serán haikus, o qué será realmente. Tras varios intentos: "Tennen Koji, el Hombre Santo y Natural estudia el infinito, lee los Anales de Confucio, come batatas asadas y tiene una nariz moqueante." Después de muchos dimes y diretes y de algunas simplificaciones -obligadas-, dio la vuelta a las hojas y escribió algo sin sentido: "Nacido en el Infinito, estudió en el Infinito y murió en el Infinito. Tennen Koji, el Hombre Santo y Natural. Infinito.", en el que es quizás el pasaje más gracioso de toda la obra. Otro episodio de la novela absolutamente genial e instructivo es el dedicado al enfrentamiento entre el maestro y los alumnos de la Escuela de la Nube Caída. Estos "salvajes" se dedican cada día a invadir la propiedad del maestro -anexa al colegio- provocando disturbios y molestias por doquier, hasta que el maestro explota y les persigue con un bastón: "Los efectos de la educación de aquellos mozabetes nefastos se hacían cada día más patentes, y llegó un momento en que el maestro se vió incapaz de dominar aquella especie de invasión mongola". A partir de este incidente el maestro busca ayuda en la mentalidad Zen -tanta irritabilidad debe tener su origen en un problema patológico-. Un filósofo amigo le abre las puertas a la reconciliación con el entorno a través de la reeducación de su mente. Pero las enseñanzas de este filósofo caerán en saco roto cuando descubra que éste cayó presa del histerismo cuando años atrás compartía residencia con Meitei y daba alaridos ante la simple mordedura de un ratón o se precipitaba al vacío desde un segundo piso al proclamarse un incendio en la vivienda. Un relato dentro del relato lo conforma el lío del cortejo de Kagentsu y la hija de los Kaneda. La nariz de la madre de la joven es motivo de burla y de ocurrentes gracias por parte del maestro y sus amigos, quienes rememoran al Tristram Shandy de Lawrence Sterne.

El maestro menciona una historia relativa a Balzac que me gustó especialmente, si bien en mi cerebro se instaló el nombre de Víctor Hugo en lugar del de Balzac, hasta que pude deshacer el entuerto al crear estas notas. Balzac buscaba un personaje para su novela y como no se le ocurría ninguna dejó de escribir en el acto. No recomenzaría su novela hasta no dar con el nombre adecuado: "Una vez en la calle, lo único que hizo Balzac fue dar vueltas de acá para allá mirando letreros para ver si al fin daba con el tan ansiado nombre". Finalmente "Balzac se topó con el cartel de un sastre que se llamaba Marcus." Y aquí me planteé esta cuestión que a pesar de parecer baladí se revela como absolutamente primordial. Me refiero al nombre de los personajes de una novela, ¿qué sería de Dostoyevski sin sus Goliadkin, Raskolnikov o Razuminski?, ¿y de Sartre sin sus Roquetin y Rollebon? ¿Y Bernhard sin sus Koller, Rudolf, o Wertheimer? Definitivamente Soseki ha estado profundamente acertado con el nombre de los suyos, y eso que la nomenclatura oriental es de difícil retención para la mente occidental, aún así terminamos congeniando con los nombres de los personajes de forma memorable. Ellos se instalan en nuestros corazones y formarán parte de nuestras obsesiones e inquietudes para lo resto -si no se me olvidan dentro de tres días, que será lo más normal-. Y de repente me asaltó una duda, ¿y el gato? sí, el gato no tiene nombre, el gato, el narrador, cuyo fin se terciará dramáticamente, es el único elemento de la novela sin nombre. ¿Qué es nadie sin un nombre? Pobre gato.

El dilema existencial del funcionario es uno de los asuntos primordiales del libro -pensamos en Kafka, Mrozek, y ¿por qué no? en El doble de Dostoyevski-. El maestro Kushami llega a su casa a las tres de la tarde, nada sabemos de sus clases como profesor. Es como un mundo aparte, él llega a casa y se encierra en su estudio. Incluso un día, cuando tiene que ir a la Comisaría Nihon-zutsumi para recuperar los objetos robados por un ladrón que entró a la casa ( "- Objetos robados... Pues, una cesta de ñames...") bajo la atenta mirada de nuestro narrador gatuno, llama a la escuela para avisar que ese día no irá a trabajar, ¡sin reparar en que es día festivo!, tal es el automatismo integrado del maestro en el sistema funcionarial, es simplemente una pieza decorativa y obligada de su cotidianeidad. Para él la vida comienza realmente al llegar a casa cuando puede pintar sus acuarelas a lo Andrea del Sarto, escribir sus haiku del Espíritu japonés ("El Espíritu japonés, grita el hombre japonés"), o redactar su artículo para el Hombre Santo y Natural.

Todo el libro es una maravilla y un deleite inigualable pero si debiera quedarme con un solo pasaje sin duda elegiría la historia de Kangetsu y su violín, uno de los capítulos más hilarantes, divertidos e inteligentes que yo haya leído nunca. Ante su público impaciente Kagentsu se recrea en la narración de la historia de su violín y su compra en una población en la que tener interés por la música era poco menos que un pecado o una locura. "El hombre que vendía los violines se llamaba Kaneko zembei y su tienda se llamaba Kane-zen pero para llegar hasta allí todavía me faltaba un trecho...

- Olvida la distancia. A ver si llegas ya de una vez y compras el maldito violín. Y hazlo rápido."

El gato se permite en ocasiones realizar juicios de valor. Así cuando le observa mirándose al espejo durante horas: "Seamos generosos. El maestro era un hombre de costumbres estrafalarias, pero al menos daba la sensación de que, mientras se examinaba de este modo, se le ocurían ideas e incluso actos originales", leemos en la página 447.

Otra escena divertida es la llegada del tío de Meitei de 77 años a la casa del maestro: "Siempre que sale, lleva encima su famoso abanico metálico.

- ¿Para qué? -preguntó el maestro.

- No tengo la menor idea. Simplemente lo lleva."

Me resulta muy difícil escoger las partes más inspiradas de la novela, así como hacer un comentario más o menos estructurado, lo único que puedo es recomendar fervientemente la lectura de este libro a todo el mundo. Disfrutarán enormemente con él. Para finalizar cito una reflexión del gato en la página 608: "La convivencia de uno mismo, la necesidad de vigilarnos constantemente no nos abandona ni un momento, ni siquiera mientras dormimos."

Definitivamente todo lo externo da igual, porque finalmente no somos más que nuestro propio reflejo, el cual observamos atentamente para intentar conocernos algo mejor, la mayoría de las veces con escaso éxito.

2 comentarios:

Aconcagua dijo...

maravilloso, Kovalski. Dime que hago primero, ¿me compro el libro o me deshago de mi gato?

k dijo...

gracias, Aconcagua, yo intentaría primero darle un bloc y un boli al gato, y si no funciona pues te compras el libro,
saludos