sábado, 1 de noviembre de 2014

Las bellas extranjeras, de Mircea Cartarescu

Estaba leyendo Las bellas extranjeras de Mircea Cartarescu y me decía, Cartarescu quiere ser gracioso. Luego me decía, si uno quiere ser gracioso no hace gracia ("Vedado para personas sin sentido del humor", quiso escribir en la primera página Cartarescu, luego lo pensó mejor). Así que leí el primer relato, Ántrax (primeras páginas de Ántrax), con cierto escepticismo. Como he dicho, era graciosamente surrealista, pero algo impostado (quizás pensaba esto porque mi predisposición también era impostada) -en este punto vendría una reflexión sobre el sentido del humor -no sobre el humorismo- de algunos genios (Kafka, Bernhard, Soseki, Proust, Sterne,...), pero desistí de ello para no hacer el ridículo-. El estilo de Las bellas extranjeras, realista, conciso y poco descriptivo (ya lo advierte Marian Ochoa en la nota preliminar), no tenía nada que ver con el barroco, onírico y poético de Nostalgia. En este primer cuento (eran tres los que componían Las bellas extranjeras, inicialmente publicados en la revista Sapte seri, en el tercero de ellos, El viaje del hambre, Cartarescu pasaba mucha hambre -era invitado a una lectura de poesía en una ciudad rural- y resultaba imposible no acordarse de Hambre de Knut Hamsun), Cartarescu recibe una sospechosa carta desde Dinamarca, inmerso en la aprensión originada por el atentado del 11-S, Cartarescu la lleva a la comisaría donde se sucede una serie de gestiones administrativas que alguno se apresuraría en calificar de kafkianas -cuando hoy en día, rememorando a Vila-Matas, lo menos kafkiano que hay es lo supuestamente kafkiano-. El segundo relato (sobre el que se centra este comentario) es el que da título al volumen -aquí vendría una reflexión sobre por qué los títulos de las colecciones de cuentos adquirían el nombre de uno de los cuentos que incluían (El Aleph de Borges, El sanatorio de la clepsidra de Bruno Schulz o el mismo Nostalgia de Cartarescu), pero me la ahorraré para no hacer el ridículo, otra vez-. Las bellas extranjeras narra el viaje en 2005 de Cartarescu junto a otros escritores rumanos por diversas localidades francesas para dar a conocer la literatura de su país. Siendo uno de los elegidos por Le Centre National du Livre -la invitación la protagonizaba cada año un país diferente (Nota: realmente existía ese festival desde 1987, Les Belles Étrangères 2010 se dedicó, por ejemplo, a escritores colombianos, y fue la última edición celebrada)-, de un total de doce (número apostólico), Cartarescu subtitula "o cómo me convertí en un escritor adocenado", en un ingenioso juego de palabras. Cartarescu se encontraba en Bucarest cuando recibió la noticia, es decir, la noticia de que participaría en la epopeya de escritores rumanos por aquellas tierras hexagonales, como las llamaba el escritor. El viaje duraría tres semanas y tendría lugar en otoño, por lo que Cartarescu acudiría desde Viena, a donde debía trasladarse en septiembre junto a mujer e hijo. El motivo por el cual a esta comitiva se la denominaba Les Belles Ètrangères, y en género femenino, no era aclarado por Cartarescu. Ese año 2005, y habiendo tocado a Rumanía (noticia en Revista 22), fueron seleccionados junto a Cartarescu los siguientes autores: Bandiana y Agopian, Adamesteanu y Zografi, Craciun y Muresan, Marta Petreu y Simona Popescu, Cecilia Stefanescu y Dan Lungu, y una sola desconocida para Cartartescu, Letitia Ilea (reconozco no conocer a ninguno). Nada más aceptar la propuesta se presentaba la televisión francesa en casa de Cartarescu con la intención de entrevistarle para un documental. En un interludio sobre el mundo de las entrevistas, Cartarescu cuenta cómo se veía obligado a fingir que escribía algo en el ordenador, que cogía algún libro de la estantería y lo leía con inusitado interés y que, finalmente, miraba al vacío a través de la ventana, arrebatado, sin duda, por una súbita inspiración poética. De esta grabación la televisión francesa seleccionaría sólo siete minutos de dos horas de filmación con cada uno de los escritores, aún así, la película se las arreglaba para mostrar a los autores diciendo sólo tonterías, todos ellos se quejaban, el propio Cartarescu dice que sus siete minutos consisten en un plano fijo en el que parece dirigir un discurso insoportable a las paredes. En la edición definitiva del documental la "cháchara" de Cartarescu era interrumpida por imágenes de su amada Bucarest: "carromatos, chuchos salvajes y  ruinas siniestras" (en este extracto de la entrevista a Dan Lungu para el documental de Les Belles Étrangères vemos mujeres tendiendo, escenas cotidianas de un barrio modesto). Así, Cartarescu se pregunta por la importancia de hablar metafísicamente, cuando al público francés, en resumidas cuentas, lo que parece interesarle es lo que florece a orillas del Dambovita. El capítulo 3 reincide en el contenido del documental de la televisión francesa, que si Ceausescu, que si paisaje rumano, que si "niños en shándal jugando al fúmbol en los solares vacíos", decía Cartarescu en tono de queja, ignorando la poesía inherente al juego infantil, a los campos solitarios -la era, la llamábamos en mi barrio-, unas localizaciones que encantarían al artista austriaco Josef Dabernig. Cartarescu se encamina a Francia precedido de este documental que él juzgaba filmado deprisa y corriendo y en el que su país salía bastante mal parado "y los escritores rumanos no salían en absoluto, ni bien ni mal". Luego Cartarescu recuperaba el recuerdo de un viaje a América en los años 90, donde realizara unas lecturas de ciudad en ciudad, y donde coincidiera con el poeta congoleño Chirikure Chirikure que "cantaba, bailaba, se retorcía, echaba espumarajos por la boca, rodaba por el suelo", y de vez en cuando gritaba "Fucking dragon-fly", y el cual tuvo un enorme éxito eclipsando por completo la poesía tradicional de Cartarescu (Nota: realmente existe este poeta africano, sólo que no es congoleño sino originario de Zimbabwe, nacido en 1962 en Gutu, y que figura como "performance poet", es decir, algo que puede significar cualquier cosa). Pero como había dicho Cartarescu, antes de ir a Francia con Las bellas extranjeras, debía trasladarse a Viena, y allí es donde comienza el capítulo 4. Cartarescu escribe favorablemente del tiempo pasado en Viena, los domingos cogían el tranvía 42 hasta la Votivkirche, y desde allí iban al centro, rodeando la catedral de San Esteban, Cartarescu fija su atención en los saltimbanquis, vendedores de globos, hombres estatua, todo lo que contribuía a crear cierto aire carnavalesco -aquellas escenas me eran familiares y me ilusionaba reconocerlos-. En la capital austriaca Cartarescu cuestiona el sentido de vivir en una ciudad repleta de contaminación y polvo, con miedo a un terremoto, en una ciudad fea y arruinada en definitiva (Bucarest), cuando puede hacerlo en la preciosa Viena, eso se preguntaba Cartarescu cuando tenía 55 años y, según él, le quedaba como mucho un cuarto de siglo de vida -yo me lo pregunto ya con algunos años menos-. Pero antes de avanzar en la historia Cartarescu vuelve a escribir un interludio (en realidad Cartarescu escribe muchos interludios). Este trata sobre un viaje a Italia que hizo desde Viena justo antes de ir definitivamente -¡esperemos!- a Francia. Cartarescu es invitado a la ciudad mantuana de Castel Goffredo donde se entrega el Premio Giuseppe Acerbi. Cartarescu aterriza en el aeropuerto, de fabuloso nombre, Aeroporto Internazionale Bergamo di Orio al Serio. En Castel Goffredo hay unas 80 fábricas de pantis de seda y el premio constaba de una ridícula cantidad monetaria y una bandeja de plata con la que ni siquiera hoy sabía qué hacer Cartarescu. En esta ciudad se llevó Cartarescu el susto de su vida cuando fue al hospicio-cárcel de máxima seguridad que había a las afueras. Después de repetir las circunstancias del Premio Giovanni Acerbi Cartarescu, en el capítulo 5, Cartarescu recordaba una Poetry Slam (combate en forma de recital) en Roma al estilo de Chirikure en el que quedó fuera del primer corte y lejos de los premios. Al Premio Acerbi concurrieron los tres únicos escritores rumanos contemporáneos que habían publicado en italiano, Norman Manea, que no se molestó en ir, Marin Mincu, que había escrito un diario en italiano de Drácula, y del que, nada más conocer la noticia de su existencia, tuve unas incomprensibles ganas de leer (Jurnalul lui Dracula por 1€), además del consabido Cartarescu. En el capítulo sexto, Cartarescu empieza a inquietarse ("No supe en ningún momento adónde me dirigía"), lo meten en un coche junto a una señora felliniana, recorre kilómetros de paisaje italiano hasta llegar a un portón de metal macizo con barrotes -que así a lo pronto me recordaba a un pasaje de la novela de Kratochvil, En mitad de la noche un canto-, donde se lee "Centro penitenciario de máxima seguridad de Castel Goffredo". Allí se les dio a los participantes la información correspondiente, a saber, que durante seis años, aquellos pacientes se habían deleitado con literatura de la mejor calidad y prestigio, y que, a pesar del desagradable incidente -y aquí podíamos adivinar el gesto de horror de Cartarescu- ocurrido el último año, todo había transcurrido, podría decirse (una aclaración que sin duda quería decir que no todo había transcurrido realmente), de forma excelente. Por algún motivo el responsable tenía que puntualizar "que no nos preocupáramos: al que había provocado el pequeño incidente con el escritor mejicano, ganador del Acerbi en el 2004, se le había prohibido el acceso a la sala", y que, según se pudo enterar Cartarescu, el escritor mejicano -no podía evitar pensar en Sergio Pitol-, había sufrido diversas heridas por mordiscos en cuello y pecho. Que por qué el responsable del incidente había hecho tal cosa era algo que el lector ardía en deseos de conocer, que el espectador justificó su reacción por el desencanto estético provocado por los textos "de dudosa calidad" del mejicano. No obstante, el guía de Cartarescu, se apresura a tranquilizarlo asegurándole que sus relatos eran, sin ninguna duda, mucho mejores -lo cual resultaba más intranquilizador que tranquilizador, ya que la seguridad en aquel sitio parecía depender de la consideración que los reclusos pudieran tener de la obra de cada cual-. Cartarescu llega a la conclusión de que la concurrencia está, con toda seguridad, fuertemente drogada. Cuando Cartarescu termina su intervención calcula que "la mitad de los pacientes aplaudieron con entusiasmo mientras que los demás yacían desmayados con la cabeza en las rodillas". En el capítulo 7 Cartarescu entabla una conversación con una enfermera a la que denomina Hentai por su exuberancia y que finalmente se descubre como una reclusa que matara a sus dos hijos a sangre fría, que siempre esperaba visita, y que por eso se arreglaba tanto. Y en el capítulo 8 Cartarescu gana el primer premio con Nostalgia. Y en el capítulo 9 Cartarescu regresa a Viena y en ese mismo capítulo hay otro interludio, pero un interludio que hablaba de algo que sucedería dos años después de Las bellas extranjeras, cuando en Sangeorz-Bai Cartarescu vivirá una experiencia similar a la de Castel Goffredo. Siendo éste el pueblo donde había nacido su mujer Ioanna y adonde iban siempre de vacaciones y siendo en el museo Maxim Dumitras donde se daba cita el grupo teatral de aficionados de la prisión de máxima seguridad de Bistrita para representar dos obras de Chejov, Cartarescu manifiesta no haberse reído en mucho tiempo como en aquel par de horas de actuaciones de aquellas mentes criminales. Y ya en el capítulo 10 Cartarescu estaba en el aeropuerto para, esta vez sí, viajar a Francia y empezar la ruta de Las bellas extranjeras, el auténtico centro del relato del que hasta ahora sólo habíamos conocido los preliminares, y donde, en el aeropuerto de Viena (un aeropuerto que yo conocía bien y adonde me condujera este verano un taxista medio loco a las cuatro de la mañana, un taxista que poco tenía que envidiarle al Roberto Benigni de Noche en la tierra de Jim Jarmusch), Cartarescu se encontraba con un escritor que no le caía muy bien y al que no esperaba y del que sospechaba podría formar parte a última hora de las bellas extranjeras pues sería mucha casualidad que cogiera el mismo avión en las mismas fechas a París y no formar parte de las bellas extranjeras y cómo la casualidad hiciera que ambos se sentaran juntos y cómo este autor leía algo que terminó ser el Manual del atracador, que se estaba documentando para su próxima novela, le dijo a Cartarescu que quedó sin palabras, y en este capítulo Cartarescu reflexionaba sobre los aeropuertos para escribir aquello de que "estoy convencido de que a la hora de la muerte no llegas directamente al otro mundo, sino que penetras en una especie de aeropuerto en el que pierdes tu nacionalidad y tu identidad", lo cual resulta bastante extraño cuando uno, como es mi caso, ha perdido la identidad hace bastante tiempo, si alguna vez la tuvo. Es entonces cuando Cartarescu ve extraviada su maleta y recuerda cuando se la perdieron también en Múnich, sin ser del todo consciente que el que le pierdan a uno las maletas no deja de ser práctica habitual aeroportuaria y por ello una anécdota que no mueve a la hilaridad sino al aburrimiento. Y ya en el capítulo 10 tenemos a Cartarescu en París, dispuesto a vivir las aventuras que tantas ganas tenemos ya de leer después de tantos prolegómenos, recuerdos e interludios que no son propiamente dicho su viaje por Francia con Las bellas extranjeras, sin duda, el meollo del relato, del libro, y quién sabe si  también, de la vida de Cartartescu -y en aquellos días, de nuestras vidas como lectores-. Y entonces Cartarescu llega a París y escribe sobre la comercialización de latas con aire de París, el metro y las revelaciones que sufre al llegar a esta ciudad, y Cartarescu declama que debe acabar con las elucubraciones, "como denominan los críticos a mis páginas que no están a la altura de sus expectativas", y "que los críticos, sobre todo, los más jóvenes y faltos de carácter, aplican a menudo a mis libros", una palabra,"elucubraciones", que a Cartarescu le gusta con locura -y que no nos imaginamos cómo debe sonar en rumano, pues la esencia de un palabra, al fin y al cabo, está en su sonoridad (¡speculatii!). Cartarescu escribe sobre la tristeza de los hoteles, algo que conocen todos los extranjeros, lleva consigo un solo libro, la antología de las bellas extranjeras que se ha publicado para la ocasión, y Cartarescu confirma que los tres relatos que de él han seleccionado no tienen ninguna relación entre sí, pertenecen a Por qué nos gustan las mujeres (título no publicado en español hasta la fecha) y están desordenados, algo que no sé si realmente registra mucha importancia pero que a Cartarescu parece afectar mucho. Así el escritor rumano aprovecha para escribir sobre los editores, correctores, etcétera, que siempre quieren aportar su aportación (no puede llamarlo de otra manera) a fin de mejorar sus textos. Cartarescu sale del hotel. Nieva. "Estaba en París y como de costumbre no podía creérmelo", una sensación que yo compartía con Cartarescu cada vez que visitaba la capital del país galo (Nota: ¿por qué el lector se creía más importante que el propio libro que leía e intentaba continuamente establecer complicidades, paralelismos con su propia vida y sentimientos, por qué era todo tan patético en el lector?, me preguntaba), y mientras almorzaba Cartarescu sentía de repente que le invadía "una soledad terrible" -eso me pasaba ya en el desayuno-. Y era a partir de entonces cuando Cartarescu comienza a narrar su periplo por tierras galas, sus aventuras disonantes y desternillantes, aunque ¡no del todo!, pues este viaje no se emprenderá oficialmente hasta el capítulo 17. Unas aventuras que si ustedes quieren conocer, y en virtud de no hacer este comentario demasiado extenso, tendrán que leer en el libro, yo, por mi parte, les animo a ello, pasarán un buen rato viajando con Cartarescu a Le Havre (capítulo 17 en adelante), Castelnaudary, la famosa capital mundial del cocido de judías (capítulo 21), Burdeos (capítulo 32), Carcassonne (capítulo 37) y París, y que están salpicadas de esas típicas historietas de Cartarescu como la visita al Centro Pompidou a una exposición de Dada, y donde los escritores rumanos se indignaron "porque apenas mencionaba a Tristan Tzara", o los recuerdos de la antigua pandilla de jóvenes poetas que se sentían trasuntos de los Beatles (Cartarescu quería ser John Lennon, aunque el físico le emparentaba más con George Harrison, "nos considerábamos una especie de avatar de los beatles, cuya música e historia nos sabíamos de memoria"), o la divertida historia de los travellers checks ("Luego siguió la crisis de paranoia que quiero relatar aquí por jugar limpio"), y sus ocurrentes reflexiones (desde la significación del creador: "El artista es una cinta de Moebius en la que por un lado desfila la cultura, la civilización, (...) y, por el otro, el sufrimiento, la locura..."; hasta el tono nihilista de ciertos pasajes: "Por supuesto, no había significado nada. Rien de rien. Porque nada significaba nada. Rostros. Eventos. Palabras"). Cartarescu no es de esos autores para los que el resto de escritores no existen (aquí sería oportuna una reflexión del porqué de este hecho y sus consecuencias, pero no la haré, para no hacer el ridículo) y sus menciones son continuas, tanto de escritores rumanos coetáneos como de nombres de la literatura universal como Kafka (alguna escena era comparada con El proceso), Kundera ("cuanta razón tiene Kundera cuando dice que la vida está en otra parte"), García Márquez (frente a los ataques de sus colegas Cartarescu lo catalogaba, un poco azorado, de genio), Goethe y Thomas Mann ("Lo que encuentra es el tipo de devoción que Eckermann sintió por Goethe o la que Serenus Zeitblom sintió por el infeliz Adrian Leverkühn"), Nabokov ("Tendido en la cama, vestido, leía a Nabokov desde hacía un par de horas sin entender nada -leía y releía la misma frase, construyendo en mi mente febril guiones apocalípticos-"), Dostoievski ("Caminaba ofuscado, como un personaje de Dostoievski, cociendo mi interior una locura total"). También era reseñable el episodio de la traducción de su obra por parte de una señora de Lyon ("me dí cuenta que no tenía el manuscrito así que me puse a retraducirlo del francés, a  partir de mi recién aparecido libro. Para mi sorpresa, me encontré, al final de la meticulosa retroversión, con otra historia, algo fantástico de lo que mi pobre mente no habría sido nunca capaz"). El problema -si lo tiene- de este libro radica principalmente en la exagerada intención cómica de todo el texto -en los tres relatos-. Por un lado, la sucesión casi sin descanso para el lector de acontecimientos pretendidamente divertidos -normalmente lo son- les priva de la eficacia que tendrían si surgieran por sorpresa en un contexto menos extraordinario (algo similar a lo que sucede con algunas películas de Woody Allen, que puedan parecer una simple colección de gags y frases ocurrentes -cuando, por regla general, son mucho más que eso (unos chistes cuya frecuencia a veces ocultaba cierto sentido ulterior del film, el propio Allen confesaba a Eric Lax que, por ejemplo, "Scoop propicia una risa tras otra, pero poco importa la idea que hay detrás, por muy ocurrente que sea")-), y por otro, la naturaleza, precisamente, forzada de algunos hechos, que los hace poco creíbles y consecuentemente menos graciosos (ya desde el principio Cartarescu avisa que, si bien los relatos están basados en situaciones reales y los personajes también lo son, se ha permitido la licencia llevarlos hacia lo burlesco e incluso hacia lo grotesco -esto conduciría a una interesante reflexión sobre los motivos (factores) que hacen (influyen en) que un paisaje literario sea gracioso, pero la voy a obviar para no hacer el ridículo-. Más allá de estas consideraciones el libro está muy bien escrito, es original, ocurrente y posee un ritmo trepidante (yo, sinceramente, hubiera preferido que Cartarescu se hubiera limitado a narrar sus aventuras sin adornos de ningún tipo, aunque el resultado fuera menos burlesco, de alguna forma me veía decepcionado por su nueva visión cómica). En otro orden de cosas, era de agradecer el cambio de estilo experimentado por Cartarescu -cualquier otro se habría limitado a continuar con el sesgo de Nostalgia y tener el éxito (al menos crítico) asegurado-. Las bellas extranjeras recibió el Premio Euskadi de Plata (agradecido, Cartarescu recogiendo el Euskadi de Plata), entregado por los libreros de Guipúzcoa, unos premios que, según Teresa Flaño del Diario Vasco, "quieren servir para dar una segunda oportunidad a libros de calidad que consideran que han sido maltratados por las ventas". Yo sólo espero que su editorial en España (Impedimenta) se anime a seguir publicando su obra anterior y lo que tenga que venir, y no espere a que le den el Nobel para hacerlo.

Ficha de la editorial de Las bellas extranjeras


2 comentarios:

infausta dijo...

Me recuerdas a Cela por momentos en la repetición del nombre Cartarescu :)

De acuerdísimo con lo de: "la esencia de una palabra, al fin y al cabo, está en su sonoridad".

k dijo...

Esa repetición creo que también me viene de Bernhard, estimada infausta. Me alegra que estés de acuerdo en lo de la sonoridad, más viniendo de una poetisa. Muchas veces pienso en lo que nos perdemos de Kafka, Bernhard o Proust al no leerlos en sus idiomas originales (por cierto, la traducción de Nostalgia de Cartarescu tuvo que ser una labor titánica). Supongo que lo mismo que se pierde al leer a García Márquez, Onetti o Juan Benet en alemán u otro idioma. ¡Gracias por el comentario!