domingo, 9 de marzo de 2014

Cuentos carnívoros, de Bernard Quiriny.










Contes carnivores.

2008 Editions du Seuil
2010 Acantilado
Traducción del francés por Marcelo Cohen.
Prólogo de Enrique Vila-Matas.



Bernard Quiriny nació en Bélgica en 1978. Es profesor de Derecho y Filosofía en la Universidad de Burgundy, Francia. Sus libros de relatos cortos han recibido numerosos premios.
Sanguina.
El narrador se aloja en un hotel en Barfleur. Allí traba conversación con un extraño, éste, ante la mirada incrédula de su interlocutor, ingiere una ampolla de sangre junto a un zumo de naranja. Para explicar esta singular costumbre el extraño relatará una asombrosa historia acaecida 15 años atrás en Bruselas, la historia de la mujer ("Entonces se quitó la blusa y me vi ante el espectáculo más extraordinario que se me haya dado contemplar") con piel de naranja.

El episcopado de Argentina.
Una asistenta viuda entra al servicio del obispo de San Julián en 1939. Poco a poco desentrañará el misterio que envuelve al obispo ("Me invitó a acercarme a la cama y poner la mano sobre la frente del muerto"), o debería decirse... a los cuerpos del obispo.

"Qui habet aures".
En 1965 un empleado de banca, Renouvier, descubre tener un extraordinario poder auditivo. Gracias a las conversaciones detectadas a distancia consigue establecer un equilibrio envidiable en sus relaciones laborales, familiares y sociales ("La lucidez de Renouvier asombraba; lo calificaban de fino psicólogo, de caballero cabal"), hasta que el asunto se escapa de su control -una chica se enamora de él- y termina en tragedia.

Unos cuantos escritores, todos muertos.
El narrador, merced a un tal Pierre Gould (¿algo que ver con Pierre Menard, autor del Quijote de Borges, o quizá con Glenn Gould, el excéntrico pianista canadiense? ya empiezo a ver fantasmas), reúne una serie de biografías de escritores desconocidos (una fórmula, la del descubridor de falsos talentos, que ya pusieron en práctica William Beckford en sus Memorias biográficas de pintores extraordinarios o Stanislaw Lem en Vacío perfecto, y más recientemente Danielewski en La casa de hojas -con esa turbulenta serie de referencias bibliográficas en las notas a pie de página-, sin olvidar al hilarante filósofo Selby de El tercer policía de Flann O´Brien, en definitiva, una fórmula que perdió el factor sorpresa y que por tanto ¿está agotada?). Así, Enzo Trastani publicó diez libros con nombres de composiciones musicales. Adolphe Morceau escogía superficies relacionadas con el contenido de sus libros para redactarlos sobre ellas. Malcolm y Clarence Galtho fueron mellizos, ingleses, y escribieron sus libros conjuntamente. Pierre Alexandre Skovski fue un joven prodigio que redactó su autobiografía a los 16, a los 20 quemó toda su producción y a los 21 se pegó un tiro en la cabeza. Francisco Martínez y Díaz escribió un solo libro, Historias leídas en un espejo ("No serán obras maestras -dice Pierre Gould-, pero a mí me gustan mucho" -algo me dice que semejante afirmación va dirigida al crítico potencial de estos cuentos, oiga, mis cuentos no será obras maestras pero ¿a que le gustan mucho?). Nicolas Sambin fue el verdadero autor de Jardines deshabitados -¿un guiño a El jardín de senderos que se bifurcan de Borges?- de Henri Quesnel. El problema es que a Quesnel tampoco lo conocía nadie. Marceline Echard pasó los últimos 15 años de su vida intentando demostrar que Hitler seguía con vida. Según el narrador este autor aparece en La vida: instrucciones de uso de Georges Perec -no, Quiriny no inventó a Perec, aunque seguro que le habría gustado hacerlo (este juego parece gustarle a Quiriny, es decir, la idea de entremezclar algún autor real -Perec, Breton, de Quincey, Arrau, Rubinstein- entre su amalgama de personajes pseudorealistas). Benoit Sidonie, profesor italiano, amigo de Breton, escribió 6 relatos pornográficos que ningún editor quiso publicar. Pierre Laroche de Méricourt, vanidoso y cínico, escribió la novela Mareas negras (el hecho de que Laroche comparta nombre de pila con Gould -¿Doppelgänger de Quiriny?-, y que haya un relato incluido en este libro con ese título da que pensar, pero ¿qué es lo que da que pensar? es a lo que no he podido responder todavía). Bertrand Sombrelieu se ocupó de publicar por su cuenta y riesgo una serie de biografías de desconocidos, homónimos de personajes ilustres, incluido el suyo propio, Bertrand Sombrelieu, "propietario de un hotelito en los Pirineos" -una broma que utiliza el propio Quiriny con alguno de sus personajes como los músicos Gaudí, Morand y Murakami.

Quidproquopolis (De cómo hablan los yapus).
Un joven universitario relata la investigación de una lengua nativa del Amazonas (imposible no acordarse de Ten thousand years older, el documental de ficción que Werner Herzog incluyera en la película colectiva Ten minutes older). Ante el fracaso de todos sus predecesores ("Hace unos años, un investigador belga llamado Pierre Gould arriesgó una seductora hipótesis para dar cuenta de las aberraciones del yapu") consigue formular una teoría que conjuga el malentendido y el absurdo como base de comunicación.

Mareas negras.
Un trabajador del puerto de Amberes conoce a Pierre Gould (como hemos dicho, personaje presente en varios de los relatos, como una sombra tutelar, e incluido también en el relato-prólogo de Vila-Matas, Un catálogo de ausentes, un magnífico cuento en el que el narrador pretende escribir una Historia general del vacío, y donde sale a relucir una Historia general del aburrimiento, obra de 1788 de Pierre Gould, "insigne antepasado, por cierto, del Pierre Gould que aparece siempre en los relatos de Bernard Quiriny, uno de mis escritores favoritos" -con la salvedad de que Pierre Gould NO aparece en TODOS los relatos de Quiriny, lo cual constituye un error lamentable de Quiriny, y lo que conduce al lector a la siguiente reflexión: ¿quién es Pierre Gould, por qué sale sólo en algunos relatos de Quiriny y, sobre todo, el Pierre Gould que aparece es el mismo en todos los relatos?-, y que contenía como apéndice un extravagante -la enumeración de todas las defunciones acaecidas en la historia de la humanidad- Catálogo de ausentes -un proyecto inabordable por su exagerada extensión y que recuerda (no por su naturaleza, sí por su complejidad) a la novela interminable de El jardín de los senderos que se bifurcan de Borges, donde se lee, relativo al libro de Ts´ui Pên: "Antes de exhumar esta carta, yo me había preguntado de qué manera un libro puede ser infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un volumen cíclico, circular. Un volumen cuya última página fuera idéntica a la primera con posibilidad de continuar indefinidamente (...) Casi en el acto comprendí; el jardín de los senderos que se bifurcan era la novela caótica; la frase varios porvenires (no a todos) me sugirió la imagen de la bifurcación en el tiempo, no en el espacio"- y en el que el narrador dice preferir limitarse "a ser un personaje de Pierre Gould. O mejor dicho, hacerme pasar por el Pierre Gould actual, por el héroe -tal vez el doble- de Bernard Quiriny", y al final del relato: "A veces me hago pasar por Pierre Gould, por el historiador del aburrimiento, pero a veces también por su descendiente, ese que también se llama Pierre Gould y aparece en los relatos de Bernard Quiriny"; un relato, el de Vila-Matas, escrito por el narrador entre cuatro paredes blancas, como si acabara de leer a Henry David Thoreau ("Antes de que podamos adornar nuestras casas con objetos bellos las paredes deben estar desnudas, nuestras vidas deben estar al desnudo"), si bien el lector sospecha que el autor de Un catálogo de ausentes está entre cuatro paredes blancas por algún tipo de recomendación sanitaria -que está en un manicomio, vaya). Gould lo introducirá en la estética de las mareas negras, esas catástrofes ecológicas que Gould equipara en belleza con el "arte" del asesinato. Así, este extraño individuo presta al narrador -frente al petrolero mexicano "Pedro Páramo" (otro guiño, bastante menos tangencial que el del jardín)- un folleto con una conferencia suya (que incluye extractos de Del asesinato considerado como una de las bellas artes de Thomas de Quincey, según nota de Cohen -¿no debería haber sido el autor y no el traductor quien firmara esa nota a pie de página?) e invitara al narrador a una excursión iniciática hasta Finisterre, un viaje que finalizará de forma tan instructiva ("Había que rendirse a la razón: ya que no podía salvar el cabo de Finisterre, podía al menos contemplar la belleza del espectáculo") como delirante.

Mezclas amorosas.
Un empleado de banca -recordemos que Josef K. era también empleado de banca- llamado Renouvier (¿el mismo de Qui habet aures?) planifica los días de la semana de tal forma que pueda citarse con sus tres amantes sin desatender -o al menos eso cree él- sus compromisos familiares ("Su corazón era como un escritorio bien ordenado, con una gaveta para cada relación; cuando Renouvier abría una no pensaba en las otras"). Todo funciona a la perfección durante años hasta que un día el espejo del tocador de la habitación del hotel devuelve una imagen que no se corresponde con la imagen lógica que debiera reflejar. Asustado -o arrepentido-, decide poner fin a sus aventuras extramaritales, una decisión que, sin embargo, no servirá para abrirle los ojos a un secreto conyugal que ni siquiera llega a imaginar.

Crónicas musicales de Europa y otros lugares.
Al igual que sucedía en Unos cuantos escritores... Quiriny vuelve a recopilar una serie de autores excéntricos -aunque en esta ocasión no son recomendaciones de Pierre Gould. Se trata de compositores con peculiares métodos de creación. En La invención de Gaudí el músico belga Antonio Gaudí estrena una innovadora obra en el Teatro Real. Para ello ha diseñado un portentoso instrumento que reúne todas las modalidades de sonido. Gaudí ofrecerá un estruendoso concierto del que nadie saldrá indiferente. En Haciendo bramar la torre es el japonés Yoshio Murakami (el mundo del escritor Haruki Murakami se instala, sobre todo en sus primeras novelas, entre lo fantástico y lo grotesco, un universo al que no sería ajeno este libro de Quiriny) quien proyecta realizar sobre la torre Eiffel una obra físico-musical mayestática, usando para ello la vibración de la estructura de hierro del monumento. La prueba realizada con una maqueta no será suficiente para la aprobación de dicha representación -una nota común en algunos finales de Quiriny es el de la inconclusión o mejor dicho, de la conclusión decepcionante. En La dificultad no es nada el músico argentino Eduardo Morand compone una serie de partituras de tal complejidad técnica que resultan imposibles de tocar por intérprete humano alguno ("Arrau, Bolet y Rubinstein han dejado caer los brazos frente a su Estudios para piano"). En La música que flota en el aire un extraño cuarteto resuena indefinidamente en un enclave concreto de la Columbia británica. El protagonista de Sinestesia, Thomas Garner huele la música, describiendo la misma en base a olores reconocidos ("No son alucinaciones. Yo huelo a Bach y huelo a Fauré como vosotros oléis el jabón, la lavanda y la vainilla"). Noticias tristes de Eicher nos narra la singular aparición de un pianista francés de jazz. Herido, inconsciente y amnésico, se verá incapaz de reconocer ninguna de sus antiguas melodías.

Recuerdos de un asesino a sueldo.
Recoge las memorias de un asesino a sueldo en cinco capítulos. El aburrimiento de un hombre de negocios de 48 años le lleva a contratar al asesino con la peligrosa intención de salir de la monotonía. En el asunto Yaporov nuestro asesino particular tiene un pequeño imprevisto que le conduce a una acertada reflexión. En Dylan, la viuda de un diamantista quiere deshacerse de su nieto, cree que es el diablo. En Autorretrato vuelve a aparecer el libro de Thomas de Quincey ("Un amigo cercano -lo bastante cercano para saber cómo me ganaba la vida- me lo regaló cuando cumplí cincuenta años; todavía no lo he leído") y al final su trabajo tendrá mucho que ver con la obra maestra de un artista contemporáneo. Dos últimas infidelidades cuenta dos casos -tan breves que parecen escritos a desgana- en los que utilizó métodos poco convencionales, en el último de ellos, la belleza de la víctima le hará replantearse el sistema empleado.

El cuaderno.
El gran escritor vienés Axeles posee un cuaderno en el que va anotando, se piensa, ideas para futuros escritos -en uno de los relatos de La niña del pelo raro de David Foster Wallace hay un personaje femenino que tenía más o menos la misma costumbre: "Él era un bebedor compulsivo de café. D.L. siempre estaba sentada en las cafeterías, sola provista de un cuaderno para atrapar pequeños atisbos de inspiración antes de que pudieran escaparse"; una técnica que también utilizaba Chéjov, como se dice en el mismo cuento de Quiniry) . En cualquier momento y situación coge la pluma y escribe algo en el cuaderno, los presentes se preguntan de quién habrá cogido esta vez el maestro el tema para una composición magistral (y, curiosamente, a veces los cuentos de Quiriny dan esa sensación de apunte provisional que espera ser desarrollado). Finalmente, un joven autor sin talento, Bastian Picker, se propone -tal y como confiesa al narrador- robar el cuaderno, elemento indispensable para salir del atolladero en el que se encuentra su inspiración ("La comedia duró casi seis meses. Obsesionado con el cuaderno y los temas para libros que contenía, Bastian ordenó su vida en función de la de Axeles, aterrorizado por la eventualidad de no estar presente cuando se presentara la ocasión de apoderarse de él"). Cuando consiga su objetivo, Picker comprenderá el auténtico sentido de las anotaciones del maestro.

Extraordinario Pierre Gould.
Recoge algunos pensamientos (sobre los sueños, la báscula total, su árbol genealógico, los ratones de biblioteca, un reloj que avisa de la muerte del portador, un libro escrito en el cuerpo de una mujer -¿quién no ha visto The Pillow Book de Peter Greenaway?-, tres proyectos, la fortuna, la timidez en el amor- del excéntrico Pierre Gould, y donde resaltan "La impaciencia de Pierre Gould no tiene límites" y el estrambótico cartel leído por el escritor Jan Zabrana en algún lugar de la Checoslovaquia comunista: "Debido a los trabajos en la vía de desvío, la carretera nacional se encuentra momentáneamente reabierta".

El pájaro raro.
Jacques Armand es un artista que realiza sus pinturas en huevos de todo tipo (Paisaje del Zambeze, sobre huevo de avestruz, y Homenaje a Escher, lápiz sobre huevo de cisne, son algunas de sus obras). Durante una exposición retrospectiva en 1987 el narrador tiene ocasión de realizar una visita a puerta cerrada junto al artista. Ante una de las obras Armand se parará de forma enigmática ("pareció turbarse, como si acabara de percibir el fantasma de un amigo fallecido").

Una borrachera perpetua.
Posiblemente sea éste el mejor cuento de todo el volumen. Se divide en Una bibliografía pobre, que selecciona las pocas menciones que de un brebaje centroeuropeo denominado zveck -un término que homenajea al célebre soldado de Hasek- se hace en la historia de la literatura; Notas sobre mi padre descubre la actividad como agente doble de los servicios secretos de espionaje británico del padre del narrador; El manuscrito es la transcripción literal de un pequeño texto del padre salvado de la quema y que narra un episodio fantástico de tres accidentados espías en un lugar indeterminado -yo me inclino a pensar en un lugar perdido de la Rumanía más ancestral- en plena guerra mundial y que acabará en un mesón pintoresco -y pienso en El baile de los vampiros de Polanski-, donde se celebra una fiesta local y en el que se servirá una bebida de extraños e irreversibles poderes ("Luego, sin dejar de mirarme con insistencia, me soltó el puño como para dejar que yo decidiera libremente. Beber o no beber, ésa era la cuestión"); Una borrachera perpetua establece una hipótesis acerca del verdadero destino del padre del protagonista. Un relato con evidentes tintes borgianos -quizá podría llevar esa etiqueta algún cuento más, quizá todos -o puede que ninguno-, en cualquier caso estaríamos ante un Borges menos barroco en su lenguaje -¡mucho menos barroco!-, menos enigmático -¡mucho menos enigmático!- y emplazado casi siempre en la caricatura, cuando no en la parodia, con un uso parecido de los recursos en la presentación de la trama -un extraño le cuenta, un extraño le envía una carta, un manuscrito que se creía perdido,...-, un fino -y macabro- sentido del  humor y una evidente afición por los nombres equívocos y los juegos de identidades, cuentos que denotan admiración por Poe (supongo que no es casualidad que en el relato de Vila-Matas que actúa como prólogo tenga una presencia determinante el final de El relato de Arthur Gordon Pym, así como un relato de Nabokov, Ultima Thula -donde Falter resolvió el enigma del universo-) y Kafka -no sería justo decir que Quiriny aspira a ser el heredero de Borges o Poe, mucho menos de Kafka, simplemente porque eso aniquilaría para siempre a Quiriny- y que, como sugerí anteriormente, en ocasiones parece beber de la estela de Murakami -con su visión de cómo lo mágico e increíble convive con la cotidianidad- e incluso del Vila-Matas de Exploradores del abismo (en el prólogo el barcelonés cita unos versos de Hilda Doolittle, "somos navegantes, exploradores de lo desconocido", que parecen hacer referencia a su colección de cuentos). La mayoría de críticos de estos Cuentos carnívoros coinciden en las mismas influencias. Jacinta Cremades en el cultural los ha relacionado con Poe, Borges y Aymé; Juan Cervera de rockdelux con Poe, Borges, Kafka y Cortázar -si bien, admitiendo caer en el tópico de las referencias-; Sergio Rodríguez Prieto de El País con Borges, Buzzati y Aymé. Unos relatos, en definitiva, entre lo fantástico y lo surreal -no en vano aparece el nombre de Breton en uno de sus cuentos-, y que el autor hubiese querido -no sé si lo habrá conseguido finalmente- que se definieran con la cita de Ambroise Pierce que abre el volumen: "Si estos hechos pasmosos son reales, voy a volverme loco; si son imaginarios ya lo estoy".

Cuento carnívoro.
Es el último relato del volumen y, junto con Sanguina, el único que pueda catalogarse como "carnívoro" (en su acepción más antropofágica) -¿que por qué el volumen adopta ese nombre genérico? no lo sé, pregunten a Quiriny, o mejor ¡a Pierre Gould! Un inspector de Scotland Yard jubilado planea escribir sus memorias. Un caso, el del botánico John Latourelle, hallado muerto en su invernadero, es el elegido por Groove como uno de los más extraordinarios de su carrera. Con el propósito de ayudar en la resolución del  misterio un antiguo colaborador del botánico escribe una carta al inspector desde el otro lado del Atlántico ("Latourelle mantenía con sus plantas una relación malsana y patética"). Su teoría no deja de ser asombrosa y finalmente Groove aclarará el enigma del botánico sin necesidad de recurrir a ella -lo que, paradójicamente (y gracias a un destello genial de Quiriny), deja sin sentido al título del cuento, y, consecuentemente, al de la colección de cuentos, y, consecuentemente o no, a este comentario.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Anton Reiser, de Karl Philipp Moritz.

Voy a la biblioteca con paso decidido -no sé por qué, si fuera con paso dubitativo probablemente llegaría igual- dispuesto a descubrir alguna obra maestra perdida -¿con qué propósito? ¿salvar a la Humanidad? Reconozco que nunca había escuchado hablar del Anton Reiser de Karl Philipp Moritz -o al menos eso creía yo en aquel instante decisivo, ¿no son todos los instantes decisivos? Reconozco igualmente que el motivo de pararme ante el estante de la "M" era el de buscar el último de Murakami -lo confieso, me vuelve a gustar Murakami, cierta desafección hacia lo intelectual me condujo de nuevo hasta su modesto estilo narrativo de lo cotidiano-, pero la presencia de un grueso tomo de la misma editorial de Verano tardío de Adalbert Stifter, uno de mis libros preferidos, me hace pensar, ¿no será lo que ando buscando? La hojeo (la novela, porque es una novela, signifique lo que signifique esto) por encima y averiguo ante mi sorpresa que está considerada la primera Bildungsroman, es decir, la primera novela de aprendizaje, por delante del mismísimo Wilhelm Meister (1796) de Goethe. En la introducción leo que esta extensa obra (cerca de 500 páginas) fue admirada por el propio Goethe, por Schopenhauer y más recientemente por Peter Handke y Thomas Bernhard. ¿Es esto posible? me pregunto. Tembloroso, como quien descubre un tesoro oculto durante años, comienzo a devorar las páginas de este magnífica edición de Pre-Textos de 1998, dividida en las cuatro partes originales con los correspondientes prefacios del autor y que fueron escritas y publicadas entre los años 1785 y 1790. Es Anton Reiser, el protagonista de la novela, el trasunto de Moritz -Carmen Gauger, quien también tradujera Verano tardío, dice en la introducción: "es en realidad una autobiografía". 
La novela comienza en Pyrmont, un pueblo cerca de Hannover donde se establece la secta de los quietistas, dirigida por el señor von Fleischbein, seguidor de los escritos de Madame Guyon. El padre de Anton comulgará con estas creencias y esto supondrá una confrontación continua con la madre de Anton, algo que afectará al niño emocionalmente para lo resto ("Si la doctrina de Madame Guyon sobre la entera eliminación y erradicación de todas las pasiones, aun de las más sutiles y delicadas, se acordaba con el alma dura e insensible de su esposo, a ella le fue imposible convenir jamás a esas ideas, contra las que se rebelaba su corazón"). Anton sufrirá a los ocho años una infección en el pie y será entonces cuando comience su interés por la lectura. El grueso del libro se ocupará del ajetreado período de aprendizaje de Anton -pienso que un título perfecto sería Los años de aprendizaje de Anton Reiser, pero será Goethe quien lo utilice poco después para su Wilhelm Meister, un aprendizaje más sentimental que académico en el caso de Meister. Así Anton deambulará por varias instituciones colegiales -su padre le negará cualquier ayuda para realizar estudios, de hecho no obtendrá de él ni un penique-, logrará sin esperarlo una subvención real ("a instancias del Pastor Marquard, el príncipe Carlos tomará bajo su protección al joven Reiser y le pasará una pensión mensual", se trata de Carlos de Mecklenburgo, regente en Hannover del rey Jorge III de Inglaterra), se gestarán sus propias inquietudes -comenzará reescribiendo los sermones que escucha en la iglesia ("le causaba un deleite inefable la disposición melancólica de ánimo en que recaía entonces"), luego sus aspiraciones literarias subirán un listón ("Reiser hacía proyectos de escribir: quería mejorar el estilo de la vieja Acerra philologica"), se le irá conformando cierto espíritu filosófico ("Reiser había elaborado mentalmente una especie de metafísica, muy próxima a las teorías de Spinoza"), sufrirá el despertar a la poesía, el teatro, los viajes...-, ingresará en la Universidad de Erfurt y finalizará su aventura en la Parte Cuarta del libro con un difícil viaje por la Baja Sajonia y Turingia en busca de una compañía de teatro que lo emplee. El texto está enriquecido por numerosas reflexiones que convierten la novela en algo más que una retahíla de nombres y sucesos (por ejemplo, una de las ideas que más me gusta es la pérdida de vinculación de las ideas a un lugar, lo que me hace pensar en Pessoa), y a través de las cuales vamos conociendo el ánimo solitario -rayando en lo misantrópico ("empezó a tomarle afición a la soledad")- de Reiser (en alemán, viajero, así, en el prefacio a la Tercera Parte se adelanta que "al final de esta parte comienzan los viajes de Anton Reiser y con ellos la novela propiamente dicha de su vida"). No sé qué tendría en la cabeza Moritz con respecto a esta obra, pero es evidente que finaliza de forma abrupta -quizás la intención de Moritz, pienso, fuera que las tres primeras partes funcionaran a modo de introducción a la etapa viajera de Reiser, que debía haber comprendido el grueso de la obra, en cualquier caso interrumpida. Por algún motivo Moritz no publicó más partes, puede que su temprana muerte en 1793 tuviera algo que ver con esto, es por eso que la novela queda un poco desequilibrada, confiriéndole -aún involuntariamente- un toque de modernidad adicional -Sterne ya había publicado Tristram Shandy (1759-67), relato biográfico sin parangón, y en un  pasaje de la Parte Tercera Reiser compara el humor del vinagrero filósofo K... con el de Sterne, aunque esto no asegura que Moritz hubiera leído Tristram Shandy ya que es El viaje sentimental la obra sterniana citada a lo largo de la novela. El viaje descrito en la Parte Cuarta adelanta las penalidades de Knut Hamsun en Hambre -como apunta Gauger en la introducción- y también de algún modo las travesías campo a través de Walser en Los hermanos Tanner. A partir de un determinado momento del libro la obsesión de Reiser será el teatro -al igual que sucedía en el Wilhelm Meister goethiano- y hará todo lo posible por dedicarse a esta profesión sin importarle cuantas oportunidades deje en el camino -por ejemplo, desestima la continuada invitación de un oficial a alistarse en el ejército, lo que le facilitaría un sustento seguro. Bueno, seamos sinceros, ahora mismo no sé si la vocación de Anton era la de ser teólogo, poeta, escritor de comedias o actor de teatro -y si fue todo eso, en qué orden se sucedieron estas vocaciones y por qué fueron cambiando-, es más, en realidad, la secuencia de escenas e imágenes de la novela se mezclan confusamente en mi cerebro, y soy incapaz de distinguirlas -ni consultando el libro me aclaro-, no sé cuándo estuvo en Gottinga -¿o era en Gotha?- ni en Erfurt ni en Hannover, cuándo en Hildesheim (me acuerdo del gran Hildesheimer, de su libro sobre Mozart, de su Tynset) o en Bremen. Me pregunto si todo esto es un reflejo de mi vida real, si soy incapaz de clasificar los hechos y las fechas y las conversaciones que me pasan diariamente, si ya es demasiado tarde para recapitular todo desde el principio o si no es más que parte de uno de esos episodios de la Amnesia in litteris de Patrick Süskind. Así que decido -no sin pavor- revisar página por página el Anton Reiser e ir anotando la sucesión de lugares por los que pasa. Este comentario dejará de ser una impresión para ser algo más exhaustivo, más, digamos, objetivo.
La acción comienza en una población cercana a Hannover donde vive la familia Reiser y en Pyrmont, donde está la secta delos quietistas. En Hannover Anton entra en la Escuela Pública municipal donde recibe clases de latín. Luego marcha a Braunschweig, con el sombrerero Lobenstein como mentor. Volverá a Hannover, para recibir clases en el instituto para futuros maestros rurales, allí conoce al maestro R..., este le da clases de aritmética y escritura. En un ejercicio sobre las Historias bíblicas de Hübner, Reiser da vía libre a sus instintos creativos aderezando "poéticamente aquella historia, declamándola con una especie de ornato retórico", con tal suerte que el maestro le recomienda que abrevie sus relatos. El consejero territorial de Götten le procura estudios gratuitos y libros. Anton será el preferido del Pastor Marquard en las clases de preparación a la Eucaristía e ingresará en la Escuela Superior del Liceo del director Ballhorn -luego director Schumann-, en la clase Sekunda -luego progresará hasta el grado superior-, donde recibe clases de catecismo, Geografía y Gramática latina del maestro de coro y clases de Teología, Historia y Nuevo Testamento Griego del pastor Grupen. Empieza a interesarse por el teatro porque ésa era ya "la idea predominante en él, el germen de todas sus futuras adversidades", y poco a poco va desterrando "la obsesión por la predicación". Llega a la afortunada conclusión de que la lectura se ha convertido en  una necesidad, "como pueda serlo para los orientales el opio". En un momento de crisis total, los libros le salvarán: "Como no tenía a nadie en el mundo y ni siquiera él se amaba a sí mismo, ¿a qué otra cosa podía aspirar que a olvidarse lo más frecuente y definitivamente posible de su persona? Por eso la librería de lance siguió siendo su constante refugio, y sin ella Reiser no habría podido soportar su situación". La Parte Segunda del Anton Reiser retoma algunos episodios que produjeron cierta parálisis psíquica en Reiser, aquel "qué mozo más lerdo" del inspector del seminario, el "no me he dirigido a usted" del comerciante S..., y finalmente la mirada de desprecio del rector. Reiser se emociona con la llegada a la ciudad de la compañía Ackermann para representar Emilia Galotti de Lessing y se menciona el joy of grief, "el placer de las lágrimas, deparado desde la infancia aunque se hubiese visto privado de todos los demás deleites de la vida", y termina la Parte Segunda con la arriesgada empresa llevada a cabo junto a sus compañeros G... y M... de atravesar el río peligrosamente para llegar a unos cerezos. 
Anton cultiva el arte de la poesía con dispar éxito -unas tarjetas de felicitación, un discurso para el cumpleaños de la reina de Inglaterra con un cartel anunciador del mismo y unos encargos escolares serán sus mayores logros. Sin embargo, y a pesar del éxito temporal obtenido, no serán pocos los momentos de desesperación que viva a causa de su extrema sensibilidad y su desapego social -¿una cosa conlleva la otra? Por ejemplo, al final de la Parte Segunda leemos cómo Anton maneja alguna ideación, aunque la sangre no llega al río, nunca mejor dicho: "Pero su hastío de la vida alcanzó entonces el punto álgido: muchas veces, durante aquellos paseos por la orilla del Leine, se inclinaba sobre la impetuosa corriente, pero el admirable anhelo de respirar luchaba con la desesperación y hacía retroceder de nuevo, con enorme ímpetu, el cuerpo doblado hacia delante". Incomprensiblemente Anton superará esos momentos de desolación gracias a unas ilusiones creadas desde lo mínimo -un destello de sol, la llegada de la primavera...-, unas ensoñaciones que mantendrán en pie al joven Reiser por muchas penalidades que sufra. 
Pero, se preguntarán, ¿qué es lo que cuenta la novela? -o no, quién sabe. El propio narrador describe esta historia como una historia de contradicciones, entre sus actos y sus deseos ("Se trata de saber cómo se resolverán esas contradicciones"). Aquí Moritz está sublime pues ¿no es la historia del ser humano, de cualquier ser humano, una historia de contradicciones? Otra posible respuesta la encontramos en el Prefacio a la Parte Cuarta: "Al igual que las anteriores, esta parte de la historia de Anton Reiser, viene a tratar la importante cuestión de hasta qué punto un joven es capaz de elegir por sí mismo su vocación". En el prefacio a la Parte Tercera se leen algunas recomendaciones: "tal vez contenga este relato alguna sugerencia, no inútil del todo, para maestros y educadores, que les haga tratar con más moderación a determinados discípulos y ser más justos y equitativos en su modo de enjuiciarlos"; y es que Anton se ve injustamente tratado en alguna ocasión -en la mayoría de los casos por sucesos nimios, como un hojeo descuidado ("cuando iba a traducir algo del latín al alemán, del Libro sobre los deberes de Cicerón, sucedió que en el ejemplar que le entregó el director, Reiser pasó la hoja tan torpemente y con tan poca fortuna que casi la rasgó de arriba a abajo", descuido que molestará sobremanera al director), o por algún malentendido -todo en la vida es un malentendido, me digo. Al ser preguntado por el inspector del instituto de Hannover si se había sentido injustamente tratado por alguno de sus condiscípulos (cosa que también sucederá, será acusado de ser el fámulo del rector y desplazado por sus compañeros de las actividades teatrales), Anton responde que "le habían tratado injustamente, más no sus condiscípulos, sino sus maestros: ni se ocupaban de él ni tan siquiera le hacían preguntas, aunque él se supiese el tema mejor que otros"-, lo que en ocasiones supondrá un retraso en su educación -Anton termina desinhibiéndose de las clases, leyendo durante las mismas, desatendiendo, en definitiva-, algo que los educadores, salvo en contadas veces ("el maestro de coro le concedió el honroso título de censor perpetuus", un título que correspondía al primero de la clase), no sabrán advertir, ignorando el gran potencial como alumno de Anton. La Parte Tercera se abre con la carta de arrepentimiento al Pastor Marquard. Reiser comienza la redacción de un diario: "Ese Diario resultaba bastante curioso porque Reiser no dejaba de anotar en él ninguna circunstancia de su vida ninguno de los sucesos del día por irrelevante que fuese." Más tarde también anota decisiones y todo lo que se propone. Toma prestadas de la librería algunas obras de Shakespeare, le asaltan serios deseos de escritura: "Pero cosa curiosa: al principio, siempre que quería escribir algo, le venía a la pluma las siguientes palabras: ¿Qué es mi existencia, qué es mi vida?". Es cuando escribe sus primeros poemas, estudia la traducción del Paraíso perdido de Milton por Zacheriä, realiza las tarjetas de felicitación y escribe el Discurso para la reina de Inglaterra, su suerte cambiará gracias a estos éxitos. Hay un momento clave en la Parte Tercera, ("Y cuando ya estaba muy próxima la primavera despertó en él de súbito un extraño e imperioso deseo de viajar", p.329), entonces Reiser viaja a pie hasta Bremen con la intención de bajar después por el río Wesser hasta el mar: "Ése fue el primer viaje extraño y aventurero que hizo Reiser, y desde aquel tiempo empezó a llevar su apellido con una base real". De nuevo en Hannover se obsesiona con el papel de Clavijo en la obra de Goethe, es excluido de la obra de los alumnos del grado superior (El desertor por amor filial), para la que se encomienda sin embargo un prólogo. Piensa en ir a Weimar donde está la compañía de Seiler. Hace de Blasius en El hombre puntual y de príncipe en El joven noble.
Hay un tono filosófico en algunas de las reflexiones del joven Reiser, unos pensamientos que dejan al lector con la sospecha de estar ante una obra excepcional: "En aquellos momentos tenía la impresión de que no había pensado otra cosa que palabras", p. 255; o "¡Tener que ser invariablemente él mismo y ningún otro! ¡Estar encajonado y encarcelado dentro de sí mismo!", p.205; o también, "cuando se proponía las cosas escuetamente, sin fastos ni solemnidades, muchas veces las cumplía mejor y más rápidamente", o ese brillante razonamiento cuando cayó en desgracia en la Escuela: "nadie tenía en cuenta que esa conducta suya por la cual le despreciaban era a su vez consecuencia de un desprecio anterior. Ese desprecio, causado por una serie de coincidencias fortuitas, era el origen de su conducta y no, como todos creían, su conducta el origen del desprecio." Es por este tipo de párrafos y otros por los que la novela es considerada como la primera novela psicológica.
Finalmente Reiser decide abandonar su natal Hannover con la idea de trabajar en una compañía de teatro. Es el inicio de un viaje emblemático en la historia de la literatura: "A partir de Hildesheim, su itinerario le llevaba a través de Salzdethfurt, Brockenem y Seesen, hasta Duderstadt, desde donde, pasando por Mühlhausen, quería ir derecho a Erfurt, y desde allí a Weimar, que era la meta de sus deseos", una travesía delirante a pie con un solo ducado en el bolsillo y compitiendo con toda clase de adversidades. Tendrá que alimentarse a base de pan y cerveza -como hacía en la Parte Segunda para poder gastar todo su peculio en libros de la librería de lance, "con el dinero destinado a la cena había tomado prestado Ugolino"- y en último caso recurrirá a una elemental dieta a base de hierbas del campo. Una vez llegado a Erfurt pregunta por la compañía teatral de Ekhof y le comunican que ha marchado a Gotha. Se dirige a Gotha, habla con Ekhof quien le da permiso para asistir a ensayos y representaciones pero finalmente, y para su decepción, no será contratado. Va a Eisenach en busca de la compañía de Barzant. Cuando llega allí le dicen que ha viajado a Erfurt. Sube al castillo de Wartburg. Llega a Gotha y emprende camino hacia Erfurt. Allí se inscribe en la Universitas perantiqua. Actuará en representaciones estudiantiles, con papeles femeninos en Medon o la venganza del sabio y en El desconfiado y El tesoro. Intentará entrar en la compañía de Speich que llega a Erfurt. Está a punto de conseguir el papel de  Reimreich en Los poetas a la moda, pero es víctima de una intriga y su actuación queda frustrada. Marcha a Leipzig, siguiendo el rastro de Speich. Al llegar a Leipzig finaliza la novela. 
A veces Reiser siente ataques profundos de melancolía ("Ante aquellos vanos e incesantes esfuerzos de un falso instinto poético, acabó rindiéndose y le invadió una especie de apatía total y de total hastío de la vida", p. 482), unos ataques que en ocasiones le impiden disfrutar de los placeres intelectuales: "Porque apenas puede haber un tormento mayor que un completo vacío interior, cuando el espíritu pretende en vano salir de ese estado y, siendo inocente, se echa continuamente la culpa a sí mismo y se acusa de estar insensibilizado por no conmoverse ni emocionarse ante las sublimes melodías que suenan en sus oídos" (p.462). Estas ideas son recurrentes y de alguna forma el libro se convierte en una verdadera oda a la melancolía ("Eso le produjo una honda melancolía", p. 277;"Pero luego retomó la sensación de melancolía"; "Sin embargo, en Reiser seguía dominando la tendencia a la melancolía", p. 338; "Reiser se sintió tan humillado que quedó hundido en una especie de verdadera melancolía", p.354; "Pero luego retomó la sensación de melancolía: ¿dónde iba a echar raíces él en aquel mundo ancho yermo, si se veía excluido de todas las relaciones humanas", en la Parte Tercera), un estado que le conduce a la búsqueda de la soledad ("Casi todo le daba igual; su ánimo estaba abatido; siempre que podía buscaba la soledad", p.202; "vagaba por los pasajes más solitarios de los contornos de Erfurt", p.470) y a paseos a lo largo de la muralla de Hannover. Pero no nos compadecemos de Anton Reiser por este hecho -tampoco lo  hicieron sus compañeros, pero por diferente motivo-, ya que "durante aquellos paseos era cuando su espíritu recuperaba algo de fuerzas y en su corazón volvía a anidar una tenue esperanza", además en alguno de esos paseos solitarios Reiser desarrolla "más emociones en su alma y contribuyó a la auténtica formación de su intelecto en mayor medida que la totalidad de las clases que habían sido impartidas". 
En el verano de 1775 pasa horas y horas encerrado en la bohardilla, leyendo, y de las cuales Reiser afirma que "figuran entre las más felices de mi vida". A lo largo de toda la historia planea la impresión de que Reiser quizás no sea un poeta de talento. En el prefacio de la Parte Cuarta se lee "Contiene una detallada exposición de los diferentes modos de engañarse a sí mismo que tuvo aquel inexperto por su mal entendida inclinación a la poesía y al teatro". Después de componer su primera estrofa recibe una dura pero constructiva crítica del maestro de coro "que fue verdaderamente beneficiosa para Reiser, quien nunca se lo agradecería lo bastante. De no haber sido así, el aplauso que recibió tan inmerecidamente aquel primer producto de su musa habría tenido consecuencias negativas toda la vida" (p.162). Cerca del final Reiser realiza una reflexión que, si bien en un principio el lector no es capaz de esclarecer si es una confesión o una lección a quien pretenda ser artista ("Es sin duda un signo infalible de que una persona no tiene vocación de poeta por el hecho de que en general sea sólo una sensación lo que anima a ser poeta y que la escena concreta que quiere escribir no esté en ella antes de esa sensación o al menos al mismo tiempo"), luego deviene lamento: "Ese fue el caso de Reiser, que enturbió las mejores horas de su vida con intentos fallidos, con inútiles esfuerzos por alcanzar una engañosa ilusión que siempre veía ante él y que, cuando ya creía estar abrazándola, se deshacía al instante en humo y en niebla" (p. 467), en el que tengo como uno de los pasajes más emocionantes de la novela. Curiosamente el mejor amigo de Reiser, Philipp -nótese la coincidencia con el segundo nombre del autor- se apellida igualmente Reiser -en una extraña y genial superposición de nombres e identidades propias de la novela moderna (no tengo ni idea de lo que esto quiere decir ni si quiere decir algo). Entre los dos Reiser se establece una colaboración musical, Anton escribe una coral para que Philipp -que fabrica clavicordios- pueda ponerle música. Otra vez curiosamente, Reiser recala un tiempo en Erfurt, ciudad natal de su amigo Philipp, mientras que éste permanece en Hannover, la ciudad originaria de Anton -intercambio de ubicaciones, ¿quiere esto también decir algo?-, la correspondencia entre ambos, no obstante, no se interrumpe. Resulta reveladora la desequilibrada relación entre los dos Reiser, una relación que queda dibujada en la escena en la que Anton apura sus últimos instantes en Hannover antes de emprender un loco viaje hacia ninguna parte y su amigo Philipp se dedica a sus cosas sin prestar atención al incierto y decisivo episodio que su amigo está a punto de comenzar ("Pero lo que más molestó a Anton Reiser fue que su único amigo pasara la última hora de la despedida limpiando con ahínco la escarapela del sombrero" -no sé ustedes, yo he tenido que buscar qué demonios es una escarapela de un sombrero, un adorno compuesto por cintas de colores). Aún así Anton seguirá conservando un gran aprecio por Philipp, más por inercia o resignación que otra cosa ya que, como él dice, Philipp es su único amigo. Acerca de estos detalles aparentemente livianos que inundan la narración se pronuncia Moritz en su prefacio a la Parte Primera, aludiendo a la "aparente trivialidad de algunos hechos que aquí se narran", entre los que se podrían encontrar esos paseos a lo largo de la muralla de Hannover ("amaba por encima de todo los paseos solitarios"), o esas indolentes temporadas refugiado en buhardillas (bohardillas, en el texto) pasando días y días leyendo en soledad -dirán que deliro pero pienso en Murakami, sus cabañas en el monte, sus desayunos en el Dunkin Donuts de Sapporo y sus días muertos en habitaciones solitarias de hotel. Anton sabe de su particularidad, de su, en cierto sentido, locura, cuando dicen de él que "ese Reiser es desde luego un bicho raro, por la noche, en plena oscuridad, da tres paseos entorno a la muralla y no habla más que consigo mismo, repitiendo en voz alta la lección del día, no le resultaba desagradable oírlo, antes bien, para él tenía algo de lisonjero el adquirir de esa manera una cierta fama de raro". Hacerse el raro está bien, el enigmático, el excéntrico incluso, pero tampoco hay que pasarse, acabarás encerrado en algún sótano, copiando pinturas antiguas, escuchando discos de Mike Oldfield, me digo. Es decir, la admiración que Anton empieza a tener desde muy pronto por los ermitaños es preocupante (esta admiración procede de la lectura de Vitae patrum o Vidas de antiguos eremitas que su padre le había procurado en la infancia), pues, aún dispuesto con medias de seda y buenas zapatillas -una indumentaria que le hará pasar desapercibido- termina viviendo prácticamente como un indigente, durmiendo en jergones de paja junto a otros viandantes -como aquellos que hablaban una jerga con vocablos altamente disonantes- y alimentándose de hierbas -aunque no hay que temer por Anton, es resistente, su alimento es más espiritual que otra cosa: "subió al castillo de Wartburg y contempló la amplia y hermosa comarca que se extendía ante él" -¿quién piensa en la comida en un momento como ese? Es por ello que mencionamos Hambre de Knut Hamsun y que también pensamos en El secreto de Joe Gould, de Joseph Mitchell. 
En otro orden de cosas (pequeña digresión), y en lo que a mí respecta, no pude evitar pensar todo el tiempo en Mozart y Moritz como figuras decisivas y coetáneas. Así me gustaría advertir sobre la sorprendente coincidencia -aparte de la increíble similitud fonética de sus apellidos- de que Moritz y Mozart nacieran el mismo año, 1756, y de que Moritz apenas sobreviviera año y medio al genio salzburgués y de que la publicación de Anton Reiser abarcara los últimos años de Mozart, con lo cual se podría pensar que quizás Mozart llegara a leer Anton Reiser y que Moritz escuchara alguna vez a Mozart en concierto. 
La galería de personajes que circulan a lo largo y ancho de la novela es amplísima, a pesar de que en el prefacio a la Primera Parte escribe Moritz que no "hay que esperar gran diversidad de caracteres en un libro que cuenta sobre todo la historia interior de la persona". Desde los pastores Paulmann de Sankt Ulrich, Marquard el capellán militar, hasta directores de escuela -como el director Ballhorn, quien llamara por primera vez a Anton Reiserus-, rectores, subdirectores, el doctor Froriep, el maestro de coro Winter -al igual que Thomas Bernhard, Reiser será miembro de un coro estudiantil gracias al cual ganará algunas monedas-, profesores de Historia, pasando por zapateros -como Heidorn y Schantz-, y otros ciudadanos que se ofrecen a dar una comida a la semana al joven estudiante Reiser, como los Filter y el sacristán, alumnos que bien le respetan y admiran por sus dotes poéticas bien le hacen el vacío cuando es ridiculizado por alguno de los profesores, algunos condiscípulos a los que le une cierta amistad -el que sería exitoso autor teatral Iffland, August en sus comienzos, Ockord y Neries al final-, posaderos, algún labriego -primero querrá hacerle pagar una ciruela para luego terminar agradeciéndole que le encontrara su navaja perdida-, el anciano téologo Tischer, el sombrero de Braunschweig Lobenstein, su primer mentor, el maestro R..., el alumno G... que haría de Sócrates moribundo, el administrador H., el vinagrero filósofo K... (ya sé, ¡ustedes piensan en los personajes kafkianos!), el impresor Gradelmüller, para quien escribirá en el Semanario para burgueses y campesinos, el joven Liebetraut, el bibliotecario Reichard, el abad Günther, el profesor Springer...
El estilo de Moritz es de una claridad y austeridad que sorprenden. Párrafos concisos hacen avanzar la trama -a veces de forma desordenada, con saltos cronológicos, por lo que el autor llega a disculparse ante sus lectores- a la vez que la adornan los inspirados pensamientos del narrador, como ya se ha dicho, motivo principal de la denominación de novela psicológica, una denominación que nace de la pluma de Moritz. Nada más comenzar el libro, en el prefacio a la Primera Parte el autor anuncia: "Esta novela psicológica acaso pudiera recibir también el nombre de biografía, porque las observaciones están tomadas en su mayor parte de la vida real"; también en el Prefacio a la Parte Segunda, de 1786, Moritz se ve obligado a hacer algún tipo de corrección, supongo que empujado por la acogida de la Parte Primera: "Para prevenir falsos juicios, semejantes a los que ya han sido emitidos sobre este libro, me veo obligado a explicar que lo que yo he llamado, por causas que consideré fáciles de adivinar, novela psicológica, es propiamente biografía, y sin duda, hasta en los más pequeños matices, la pintura más verdadera y fiel de una vida humana que quizás haya sido hecha hasta ahora."
La excepcionalidad que supone Anton Reiser entre las novelas de aprendizaje, aparte de ser la primera en su género, es la ausencia de episodios amorosos en la narración. Al contrario que la Bildungsroman más famosa -el Wilhelm Meister de Goethe-, y que, acaso la más perfecta, La educación sentimental de Flaubert, en Anton Reiser tan sólo asistimos a la sensibilidad poética del autor con respecto a temas ajenos al amor. Así en la Parte Tercera se recogen algunos poemas compuestos por Anton: poesía sobre el joven ahogado en el río, p.286; poesía del hombre mundano y el cristiano, p.289; poema El alma del sabio, p.297; poema El ateo, poema La melancolía, y una excepción, su primer poema, al desamor, pero pensado para su amigo Philipp, en cuya redacción Anton advertirá facilidad para las rimas y medidas de los versos, escribiéndolo en menos de una hora. Anton Reiser no llega a enamorarse de ninguna chica, su explicación es que se considera tan poco agraciado que no cree merecer la atención de ninguna ("nunca se había propuesto conquistar el amor de una muchacha, ya que le parecía completamente imposible que, dado su mal atuendo y el desprecio que todos sentían por él, tuviera éxito en una empresa de ese género", p.279).
En la portada del libro vemos una pequeña imagen de Moritz -Retrato de Karl Philipp Moritz por Christian Friedrich Rehberg, quien, por cierto, aparece mencionado en la novela como condiscípulo de Reiser-, en un tondo casi diminuto, y en la destacan unos rasgos poco agraciados y con los que creo identificarme. Presupongo la posibilidad de que yo sea Moritz. No sé si este pensamiento me alivia o mortifica, probablemente Moritz no fuera un buen poeta, pero lo evidente es que era un genio de ¡las novelas de aprendizaje! Por otro lado recelo del débil argumento esgrimido por Reiser para no sentirse atraído por una chica. Que yo no tenga ninguna posibilidad de ser correspondido por Andrea Corr no disminuye mis sentimientos hacia ella, por ejemplo -aunque, bien pensado,la verdad es que resulta ridículo enamorarse de Andrea Corr, quizá Reiser llevaba razón después de todo.
En Anton Reiser hallamos también una idea precursora en cuanto a la enumeración de numerosas obras literarias con las que se encuentra el protagonista -y de la que tanto se servirán autores como Vila-Matas, Sergio Pitol, si bien ellos lo harán de una forma forzada y a veces caricaturesca, abundando en las citas uno, presentando análisis sesudos el otro-, unos títulos que proceden tanto de las lecturas del protagonista (algunas que le influyen sobremanera como Werther y también Los viajes sentimentales de Yorik, que no es otro sino El viaje sentimental de Laurence Sterne, Muerte de Jesús de Ramler, que determinaría su afición temprana a la poesía, La bella Banise de von Ziegler und Kliphausen, Las mil y una noches, La isla de Felsenburg de Schnabel, Daniel en el foso de los leones de Carl von Moser, ...), de los libros de estudio (Synopsis historiae universalis de Holberg, Geografía general de los cuatro continentes de Hübner, Historia de Alejandro Magno de Quinto Curcio, la Gramática latina de Elio Donato o "el Donato") como de las obras de teatro representadas a lo largo de la acción (Clavijo de Goethe, El desertor por amor filial de Gottlieb Stephanie, La venganza de Young, Clarisa de Bock, Eugenia de Caron de Beaumarchais, Emilia Galotti de Lessing, Los mellizos de Klinger...). La influencia de la literatura en el espíritu de Reiser es fundamental. Uno de los libros que más le impactarán serán Las desventuras del joven Werther de Goethe, pero no serán los pasajes amorosos -en los cuales no se reconoce al igual que no entiende las aventuras amorosas de su amigo Philipp-, los que llamen su atención: "Cuando se publicaron Las desventuras del joven Werther y leyó las deliciosas descripciones de Wahlheim, enseguida pensó en aquel molino de viento y en las horas de soledad tan agradables que había pasado allí" (p.349). Y entonces me viene a la cabeza esa edición que vi ayer en la biblioteca del Walden de Henry David Thoreau y que, me digo, tengo que sacar la próxima vez que vaya, cuando devuelva La casa de hojas de Danielewski -si sigo con vida, claro. Uno de los pasajes que más le impresionan a Reiser de Werther es el de la comparación de la vida con un teatro de marionetas. Reiser leyó tanto esta obra que llegó un punto en el que no sabía cuáles eran ideas propias y cuáles debidas a Goethe. Moritz coincidió con Goethe en Italia en 1786, más tarde, Goethe escribiría su célebre Viaje a Italia (1816). En la novela Goethe aparece simplemente como "el autor de Werther" y será el motivo principal por el que Reiser decida ir a Weimar, allí donde Goethe ostenta un cargo público -si bien la novela se corta antes de que esto suceda. En la introducción Gauger recoge un extracto del Viaje a Italia donde Goethe dice de Moritz que es como un hermano menor, de su misma índole, "pero pisoteado y maltratado por ese destino que a mí me ha colmado de favores". Según Gauger, Goethe ayudó económicamente a Moritz en Roma y luego terció para que consiguiera una cátedra de Estética en la Academia de las Artes de Berlín. Hace años leí el Viaje a Italia de Goethe, incluso escribí unas notas en mi blog sobre arte. Sinceramente no recordaba haber leído el nombre de Moritz en El viaje a Italia pero eso no es extraño -lo raro sería que me hubiese acordado. Así que, despertada mi curiosidad al ver que Moritz aparecía en sus páginas, cojo el Viaje de Goethe de la estantería y reviso el capítulo de la primera estancia en Roma. El 1 de diciembre de 1786 escribe Goethe: "Moritz se encuentra en la ciudad, el escritor que despertó nuestra atención con su Antonio el viajero y Viajes a Inglaterra. Es un hombre auténtico, excelente, que nos complace mucho". Sonrío -no sé si a causa de mi torpeza o al ver reconocido el talento de Moritz por el mismísimo Goethe. Lamentablemente, el traductor y encargado de las citas, Manuel Scholz Rich, no estimó conveniente aclarar la personalidad de este Moritz a pie de página -como sí hizo con todos los personajes que van apareciendo en el libro. El 6 de enero de 1787 sabemos que a Moritz le han quitado el vendaje del brazo y que Goethe le ha servido de enfermero durante cuarenta días durante los cuales han intercambiado opiniones que les serán de provecho a ambos. El 10 de enero Goethe escribe, a propósito de ciertos aspectos de la lengua germana, que "Moritz ha discurrido la existencia de cierta jerarquía silábica". 
En cierto sentido me gusta ver en Anton Reiser un precursor del típico personaje bernhardiano obsesionado por los trabajos intelectuales inconclusos. Durante buena parte de la narración Anton Reiser dedica sus esfuerzos a un gran poema ("llevaba mucho tiempo dándole vueltas a un poema sobre la creación"), sin terminarlo, al igual que le sucede con una obra de teatro ("su mente empezó a fraguar planes,quería ser escritor y escribir una tragedia, El juramento en falso", p.346). También cavila sobre el propósito de elaborar un estudio filosófico literario sobre la sensibilidad o más bien sobre la sensibilidad impostada.
En general, y para terminar, decir que la novela deja entrever la idea de lo decisivo que resulta la infancia para el posterior desarrollo del individuo. Es en la época adulta cuando comenzamos a valorar el significado de las ilusiones infantiles: "La muralla de Hannover era desde sus días infantiles el lugar preferido de sus fantasías más agradables e ideas más novelescas". Al final, y repentinamente, Reiser se quedará calvo, tendrá que usar peluca, y eso será un gran revés justo cuando ya empezaba a abrirse camino como actor -quizás un símbolo de la decadencia. La novela, por ultimo, se podría resumir en la expresión que a veces utiliza el narrador, "joy of grief", el placer de las lágrimas, esa emoción que asiste a Anton al leer un libro o asistir a una representación teatral -al identificarse con los personajes y los pensamientos que los pueblan- y que le aísla de la realidad cotidiana, un joy of grief que, digámoslo sin miedo, sentimos nosotros mismos al leer esta excepcional obra de Moritz.

Ficha del libro

jueves, 6 de febrero de 2014

Yoga para los que pasan del yoga, de Geoff Dyer.

La primera noticia que tuve de Geoff Dyer fue a raíz del comentario en un blog sobre su libro La Zona. No sé si me pareció más sorprendente que alguien escribiera un libro sobre Stalker de Tarkovski o que alguien hubiera decidido publicarlo. Dicen que el libro es bueno. El caso es que yo estaba en la biblioteca matando el tiempo -mientras mi vida se evaporaba- cuando tropecé con un libro de ese autor. Me resultó familiar. En principio -lo reconozco- lo confundí con Lars Iyer, otro inglés del que había escrito algo este verano sobre su novela Magma. Cuando tuve el libro en mis manos reparé en mi error -había leído mal el nombre, había que considerar, en mi favor, lo rocambolesca que era la existencia de dos narradores ingleses, ambos un poco retorcidos, con los nombres de Iyer y Dyer, como si se tratara de una pareja de personajes secundarios en un cómic belga-, luego recordé aquel artículo sobre La zona. Leí la siempre engañosa contraportada y como versaba sobre viajes -o al menos eso parecía- lo eché en el saco.
Yoga..., a pesar de su equívoco título -parece el nombre de un libro de autoayuda, pero no adelantemos acontecimientos, todo tiene su porqué-, es un libro divertido -todo lo divertido que puedan ser las peripecias de un escritor variopinto entrado en la cuarentena, consumidor por entonces de ciertas drogas, que hace turismo o  lo que sea por lugares tan dispares como Camboya, Tailandia, Laos, Libia, París o Miami, Detroit y Nueva Orleans. El libro se compone de once relatos en los cuales el autor -se supone que son autobiográficos, aunque podrían pasar por simples relatos de ficción, nadie llama por su nombre al narrador ni él se presenta en ningún momento, luego podría ser cualquiera- viaja -a todos los niveles- y le pasan cosas, algunas graciosas, otras extrañas, otras ambas cosas a la vez. ¿Es esto suficiente para escribir un libro? me pregunto. No sé, supongo. Lo que sí tengo claro es que después de leerlo me dieron ganas de escribir algo similar con episodios de mis viajes por la vieja Europa -aquí reflexioné sobre la similitud fonética de las palabras "viaje" y "vieja", sin llegar a conclusiones ponderables. En Desviación horizontal el narrador -primera persona- pasa una temporada en Nueva Orleans, según él, el sitio más perfecto del mundo. Vale, un momento, me digo, he estado en algunos sitios en los que me he dicho, si pudiera vendría a pasar aquí largas temporadas, me refiero a lugares encantadores y mágicos como Lucerna, Sintra, Delft o Beaugency (¡cerca de la Orleans original!), me digo entonces, si pudiera alquilaba un piso y me venía un tiempo para escribir una novela o simplemente para no hacer nada, pasear y lamentarme de todo, pero a Dyer, que ha estado en infinitos lugares, por alguna incomprensible razón, le atrae Nueva Orleans, en concreto aterriza en el Barrio Francés, un sitio, según él, "donde de vez en cuando matan  a algún turista británico por negarse a entregar su cámara de vídeo a  los chorizos adictos al crack que viven y trabajan por lo alrededores". Allí conoce a un tipo de dudosa categoría moral llamado Donelly del que se hace amigo ("Al haber vivido en muchas ciudades, muchos países, me he acostumbrado a trabar nuevas amistades a una edad en que mucha gente vive de las menguantes reservas de las amistades acumuladas durante la universidad, cuando tenían diecinueve o veinte años"). Reflexiono sobre esta parte del relato, es interesante el tema de la amistad, pero enseguida me aburro de él y no pienso más en ello. El diálogo entre Donelly y Dyer acerca de la conveniencia de tener el cargador de la pistola lleno de balas es desternillante. En Miss Camboya Dyer dibuja una ilustración devastadora del turismo civilizado en el tercer mundo. La chica que vende Coca-Cola no encontrará comprador en Dyer, éste ya ha decidido comprársela a un joven tullido después de haberse comprometido con la chica. Pero señor Dyer, no sea usted miserable, compre otra Coca-Cola. Dyer hace un ejercicio de sinceridad que me recuerda al despiadado Oé de Una cuestión personal, lo cual no justifica su inmoralidad, de alguna forma se regodea en la negativa a la chica ("Si el niño nos parecía la personificación de Camboya, para la niña nosotros personificábamos todo el caprichoso poder y la riqueza de Occidente"). Por otro lado, la insensibilidad intelectual que llega a provocar la visión de miles de templos es muy característica del turista hastiado de tanta belleza consecutiva: "En el curso  de los tres días previos  habíamos visitado tantos templos que me costaría decir qué rasgos particulares tenía este en concreto aparte del hecho  de que se encontraba cerca de otro templo, casi idéntico". Es como cuando uno entra en el Louvre o el Prado, si uno intenta visitarlos en su totalidad es seguro que saldrá mareado y con la intención de no ver una pintura nunca más en su vida, me digo, la admiración del arte necesita ciertas pausas -y pautas-, pienso, he conectado con Dyer, me digo, ¡y sin necesidad de drogas! Dyer no tiene reparos en describir el cinismo que le concede su superioridad primer mundista: "Todo el que visita países en desarrollo, si es sincero, confesará que en realidad le gusta ver un poco de miseria: gente que vive en vertederos de basura, poblados de chabola, ese tipo de cosas". Pero ¿puede haber pasajes divertidos en este tipo de situaciones, en esta disertación inmoral? Dyer lo logra, cuando describe el método fotográfico de su novia, cuando descubre que la barcaza que les lleva por el río Tonlé Sap está dando vueltas, tal y como le advierte su novia, ¡Circle! ("¿Sabes qué? -dijo Circle. ¿Qué? pregunté. Creo que avanzamos en círculos. ¿Cómo dices, Circle?", un circunloquio que resulta menos sonoro a causa de la traducción). En El borde infinito Dyer juega al ping pong con los empleados de los bungalows donde está instalado en Ubud, Bali, y visita con su novia Circle las cascadas de Kuang Si en Luang Prabang, Laos, donde Dyer se pone filosófico: "Esta idea de la cadena de la existencia inspirada por las cascadas también funcionaba en sentido contrario. Nietzsche decía  que no podía existir un dios; si existiese, ¿cómo iba él a soportar no serlo? En el borde infinito, me parecía a mí, podías ser dios y en realidad no cambiaba nada; hasta era posible que no supieras que lo eras". Pensé, bien, de acuerdo, puedo ser dios, pero entonces, ¿por qué es todo tan aburrido? En Skunk Dyer deambula por la ciudad de la luz con una nueva amiga y se coloca con una especie de hierba denominada skunk, un producto que a Marie no parece gustarle mucho, Dyer excusa a la droga: "Saltaba a la vista que no estaba divirtiéndose. Ni por asomo. No sabía dónde estaba. Quién era. Ni siquiera si era. La skunk es así, en especial durante los primeros veinte minutos más o menos, que pueden parecer un pandemonio." Dyer le dice que está escribiendo un artículo turístico de París para una revista, ella sospecha que en realidad está utilizándola para emplearla en una novela ("¿Quién te envía? ¿Quién te envía?"). Sé que no es gracioso pero yo no paraba de reír, imaginaba al "pobre" Dyer intentando impresionar a la chica con su marihuana estratosférica y sufriendo ella ese ataque maniaco depresivo. En el relato Yoga para los que pasan del yoga Dyer llega a Haad Rin, Tailandia, una semana antes de la fiesta de la luna, esta vez con su novia Kate. Algo me dice que se van a volver a colocar. Allí conoce a una comunidad variopinta de turistas occidentales. Troy, quien una vez se tomó un bote de veneno de escorpión, era un tipo que había experimentado con todo tipo de meditación, desde concentrarse en la imagen de su cadáver descomponiéndose bajo tierra hasta el tai-chi kamikaze ("Superado cierto punto del viaje interior, Troy no recordaba nada"). O Wayne, un escritor de unas memorias sobre la vida en EEUU en los 60 y 70, que se libró del reclutamiento al tatuarse  en el borde la mano derecha la expresión "jódete". Mientras Dyer espera a que Kate y Gareth vuelvan de su excursión advierte que desde su entrada en el santuario se encuentra en estado de gracia, ha desaparecido esa inquietud propia del propio Troy (y aquí reparo en que he descubierto una de esas fórmulas lingüísticas difíciles de decir rápidamente), es decir, desaparece en él esa sensación de que en todo momento preferiría estar haciendo otra cosa que la que está haciendo (pongo un post it en este pasaje, es justo lo que me pasa a mí todo el tiempo, para animarme me digo que eso debe pasarle a todo el mundo, si bien me lo digo no muy convencido de lo que estoy diciendo a la vez que dejo de hacer lo que estaba haciendo y me pongo a hacer otra cosa completamente opuesta). Al final le confiesa Dyer a Kate: "Tengo una idea  para un libro de autoayuda -dije-. Yoga para los que pasan del yoga". En Decadencia y caída Dyer está en Roma conversando con Nick sobre su imaginaria obra cinematográfica: "Pensaba en El sentido de la Antigüedad, la película que no había filmado, en concreto en la secuencia en la villa Adriana". El narrador fantasea con la posibilidad de escribir un libro sobre la Antigüedad. Al final, en un momento crucial, ante el que responde como se debe responder en estos momentos, es decir, sin hacer nada, Dyer se confiesa "a cierto nivel sabía que había estado engañándome: que toda la disciplina intelectual y la ambición de mis primeros años se habían disipado por culpa del consumo desganado de drogas, la indolencia y la decepción, que carecía de propósito y dirección y tenía todavía menos idea de lo que quería de la vida ahora que cuando tenía veinte o treinta años, que estaba en camino de convertirme yo mismo en una ruina y que no me parecía mal". En La desesperación del Art Decó Dyer nos cuenta aquella vez que vio un cadáver -¿o fueron sólo las zapatillas de un cadáver?- en el barrio Art Decó de Miami, va y le pregunta al tipo que hay a su lado -y que lleva un tatuaje de una lavadora en el brazo, sí, yo tampoco me lo creía cuando lo leí-: "¿Qué ha pasado? Suicidio. Por Dios. Una mujer de setenta y dos años. Ha saltado. Mierda. Bonito tatuaje." Y sí, Dyer y su novia de entonces, Dazed -a lo mejor sus padres eran devotos de Led Zeppelin, se me ocurre ridículamente-, se fotografían como buenos turistas frente a la casa de Versace, donde fue asesinado. Hotel Olvido transcurre en Amsterdam. Contra todo sentido Dyer  hace una apología de la amistad entrañable (¿nos han cambiado al cáustico Dyer por otro más sentimentaloide? nos preguntamos, igual es que no está aún colocado, era el principio del relato): "Siempre que uno tuviera tardes como aquella, el hecho de que uno  no hubiera logrado casi nada... no cambiaba nada. Cuando uno estaba lleno de pasión, ambición y esperanza, era mejor tener cuarenta años que veinte. Era mejor que tener treinta años, cuando aquellas esperanzas que en otro tiempo te habían animado se convertían en una incordiante fuente de tormentos". Definitivamente este libro es para cuarentones, me digo, para cuarentones viajeros. Aunque siendo exactos, a Dyer se le olvidó puntualizar que cuando sobrepasas los cuarenta otro tipo de fuentes de tormentos te incordian, por ejemplo, el insomnio, el miedo a la muerte, ¡el tendedero de los vecinos! Leptis Magna -unas ruinas romanas en Libia, cerca de Trípoli- es mi relato favorito. Nada más llegar Dyer sufre el hundimiento del viajero, como me gusta llamarlo, "como pronto descubrí, (la palabra hotel) significaba algo así como sensación de enorme decepción al llegar,a menudo acompañada de un amargo arrepentimiento por haber abandonado el hogar". Me repito, tengo que escribir algo sobre esta sensación, sé perfectamente de qué va, luego recapacito, es inútil, no lograría expresarlo mejor que Dyer. Son hilarantes algunas de las situaciones vividas desde su llegada, para todo hay que rellenar folios y folios de formularios, ("Me registré en el hotel. Ah, qué engañosamente simple suena eso"), y gracioso es su encuentro con Ahmed junto a unas ruinas solitarias, este lugareño que se comunica a base de sustantivos -su dominio del inglés es reducido- le recita una lista de jugadores de fútbol ingleses de todos los tiempos. Dyer es un escritor sarcástico, de un humor ácido -no interpreten segundas lecturas, por favor, bueno, en realidad sí que pueden-, pero a veces me deja conmocionado: "Me tumbé en la cama, absorto en las antiquísimas cuestiones del viajar: ¿por qué viajo? ¿qué estoy haciendo aquí Preguntas que generaron una tercera: ¿qué le pido a la vida? Cuya respuesta era: volver al hogar, quedarme quieto, dentro de casa, poner los pies en alto y ver la tele". Me tumbo en la cama y pienso sobre ello, ¿qué le pido a la vida?, me pregunto al más puro estilo Dyer, me quedo dormido. Huelga decir que para que este impulso tenga sentido -es decir, la idea de vuelta al hogar, goin´ home, como cantaban los White Lion- previamente hay que salir de casa y enfrentarse a las múltiples molestias y absurdidades típicas de los viajes -sobre todo si vas en tren como es mi caso. También aborda Dyer una cuestión de vital importancia para los que practicamos turismo cultural. Informarse antes o después del viaje, he ahí el dilema. Dyer opta por lo segundo, aún a sabiendas que después del viaje no leerá nada sobre Leptis Magna. Así, libre de cualquier predisposición y/o conocimiento Dyer realiza profundas reflexiones sobre el significado de las ruinas de la Antigüedad, éste no es otro que el de ser unas ruinas, ser -poéticamente-, por ejemplo, el marco de un cielo azul -debido a las oquedades producidas por el paso del tiempo. Y desde aquí Dyer especula sobre lo mecánico de la sala de la capilla Rothko en Houston -digamos que una vez allí quiso sentir algo muy fuerte pero no sintió absolutamente nada- y sobre la Zona de la peli Stalker de Tarkovski, un lugar -la Zona- que le devuelve a la frustración: "Sentí que ya no podía soportar más los altibajos emocionales de viajar, sus explosiones de júbilo, sus depresiones de abatimiento, sus inmensos trechos de abatimiento e incomodidades. Ya no estaba a gusto en el foro, pero la perspectiva de regresa al hotel era aún más triste". La lluvia dentro sucede en Detroit, allí Dyer da una clase magistral sobre ruinas -y dale con las ruinas, al final escribirá su libro sobre la Antigüedad, ya verán- a unos turistas: "Las ruinas nos invitan a pensar en cómo eran en su apogeo, antes de convertirse en ruinas -dije. El Coliseo romano o el anfiteatro de Leptis magna nunca han sido otra cosa que ruinas. Son ruinas eternas". A pesar de ello Dyer tiene que quitar el coche que les molesta para fotografiar la estación ferroviaria de 1913 -definitivamente su analogía con un cuadro de Caspar David Friedrich no convenció a los turistas. En el último relato, La zona suenan ecos del mejor David Foster Wallace (el cronista de Cosas supuestamente divertidas...), el narrador va a Black Rock desert donde..., bueno, mejor lo leen ustedes.



Ficha del libro:

Autor: Geoff Dyer (Gloucestershire, 1958)
Título: Yoga for people who can´t be bothered to do it
Editorial: Mondadori
Año: 2012
Traducción: Cruz Rodríguez Juiz