Traducción: Miguel Sáenz.
El año pasado estuve en la estación de tren de Amberes. Fui desde Bruselas, una mañana nubosa y gris, únicamente para ver el cuadro de la Virgen de Melun de Jean Fouquet, en el Museo de Bellas Artes de la ciudad de habla flamenca. Estuve en la ciudad el tiempo necesario para ver el cuadro y el resto del museo a toda prisa. Tuve que superar diversos obstáculos como una huelga de funcionarios, una línea de tranvías desconocida por mi y un calor bochornoso y húmedo, amén de unas décimas de fiebre, producida sin duda por la proximidad del cuadro de la Virgen rodeada por esos angelitos azules y rojos, maquiavélicos realmente, y que pretendían matarme. En tres horas estaba de vuelta en la estación. Una estación absolutamente impresionante, con una cúpula espectacular. Allí, mientras esperaba la salida del tren a Bruselas me topé con Sebald. Me habló de sus impresiones en aquel lugar, para él tan especial: "No se había extinguido todavía por completo el resplandor de oro y plata de los gigantescos espejos semioscurecidos del muro que había frente a las ventanas cuando la sala se llenó de un crepúsculo de inframundo, en el que algunos viajeros se sentaban muy distantes, inmóviles y silenciosos." Fue allí donde me contó Sebald su paso por la estación de Lucerna. Yo había estado el año anterior precisamente en la estación de Lucerna. Por momentos temí haber salido del libro de Sebald titulado Austerlitz, o que de alguna forma -e inconscientemente- desde que leyera este libro por primera vez en el año 2003 durante mi visita a Lisboa, mi vida se había dedicado a seguir los pasos de Sebald en la reconstrucción de los hechos narrados por el libro. Con respecto a la estación de Amberes me dijo Sebald que le había dicho Austerlitz que "el modelo recomendado por Leopoldo -el rey- a su arquitecto fue la nueva estación de Lucerna, en la que le cautivaba especialmente la concepción de la cúpula, que tan espectacularmente excedía de la escasa altura habitual en las estaciones de ferrocarril, una concepción adoptada por Delacenserie en su construcción inspirada por el Panteón romano, de una forma tan impresionante, que incluso hoy, dijo Austerlitz," me dijo Sebald, "exactamente como era la intención del arquitecto, al entrar en la sala nos sentíamos como si, más allá de todo lo profano, nos encontrásemos en una catedral consagrada al comercio y el tráfico mundiales". Yo apenas recordaba la estación de tren de Lucerna, tan sólo reparé en unas grandes escaleras y en una espectacular vista a la salida de la estación, un recorrido que hice no menos de quince veces minutos antes de la partida hacia Zúrich ,ya que dudaba entre subir o no de nuevo toda la muralla de la ciudad para ver una fuente pérfida y extremadamente hermosa que me esperaba en las inmediaciones de un colegio -aunque yo sabía que mi yo irracional buscaba el rostro de una joven adolescente a la que había visto en el campo de fútbol departiendo con las amigas y que tan honda impresión me había causado-, y que finalmente no tuve tiempo de revisitar. Pero a Sebald no le interesaban mis historias de viaje, tan vulgares, simplemente él continuó contándome la historia de Austerlitz, y cómo se lo había encontrado en una ciudad belga cuando visitaba el fuerte Breendonk, en Mechelen "El camino que rodeaba la fortaleza pasaba junto a los postes negros de alquitrán del lugar de las ejecuciones y junto al terreno de trabajo donde los presos tenían que nivelar los terraplenes en torno a los muros, más de un cuarto de millón de toneladas de guijarros y tierra, para cuyo desplazamiento no disponían más que de palas y carretillas." La historia de Austerlitz desembocó en la de un niño acogido por una familia de campesinos, hasta que comienza a sospechar que sus padres no son aquellos, una historia de emancipación de la identidad, y que le llevará finalmente a la ciudad de Praga, a la búsqueda de una hipotética madre, deportada a comienzos de la segunda guerra mundial, una actriz judía que acabaría en el campo de Theresiendstat. Sebald me contó cómo Austerlitz le había contado una visita a Marienbad hacía unos años junto a una amiga "Cada una de esas imágenes de Marienbad, la de Schumann loco y la de las palomas confinadas en ese lugar de horror, me hizo imposible, por el tormento que entrañaban, lograr el más mínimo autoconocimiento". Fue cuando recordé la película de Alain resnais El año pasado en Marienbad, y el documental sobre la Praga de Kafka que rodara Manuel Vincent para televisión española, y cómo las galerías frías y solitarias del antiguo balneario de Marienbad se habían convertido para mi -junto a la novela de Sebald- en un reclamo ineludible para los próximos años, quizás con la esperanza de encontrar el bello y misterioso rostro de Delphine Seyrig entre esculturas de intenciones ignoradas. Sebald me confió el secreto de su novela Austerlitz allí, en un banco de la estación de Amberes, la estación más hermosa del mundo, me dijo cómo Austerlitz había investigado un documental en el que buscó desesperadamente a su madre, y cómo creyó llegar a encontrarla, "Varios días sucesivos estuve examinando en el Archivo Teatral de Praga en la Celtná los datos correspondientes a 1938 y 1939, y allí, entre cartas, expedientes personales, programas y recortes de periódicos amarillentos, tropecé con la fotografía, no firmada, de una actriz, que parecía concordar con el oscuro recuerdo de mi madre, y en la que Vera, que había contemplado antes largo rato el rostro de la espectadora copiado por mi de la película de Theresiendstat y luego, sacudiendo la cabeza, la había dejado a un lado, reconoció inmediatamente, y sin duda alguna, como dijo, a Ágata, tal como era en aquella época...", le dijo Austerlitz a Sebald y luego Sebald a mi, en junio de 2008, en la estación de Amberes. Sebald me dijo que como en todos sus libros en este libro de Austerlitz incluiría fotografías en blanco y negro, unas fotografías increíbles, como esa en la que aparece Austerlitz niño disfrazado para un baile de época. Sebald me dijo que aquella novela trataba sobre el holocausto nazi, sobre la conveniencia de conocer la existencia del mal. Sebald me dijo que, inspirado por Bernhard quizás, su protagonista era un ingeniero que durante años llevaba a cabo un estudio incompleto recluido en su biblioteca de Londres, y cómo recorrerían diversos lugares de la capital inglesa, como el observatorio de Greenwich, y me contó cómo Austerlitz le había confesado que se pasaba las noches en vela deambulando a pie por la ciudad. Luego subí al vagón del tren, me puse a hojear el catálogo del museo de Bellas Artes de Amberes que había comprado y recordé contrariado cómo Sebald había fallecido en accidente de tráfico años atrás, y cómo, sin duda, mi encuentro con Sebald y su Austerlitz en la estación de Amberes no había sido más que una ilusión.
3 comentarios:
Hola, Kovalki.
por esas cosas de la vida reencontré su blog (como cambién de plantilla estaba con el blogroll o como se llame para armar de nuevo) y la verdad es un placer.
A Sebald lo tengo para espera, pues ya sus títulos se hacen un poco demasiado intensos. Con los autores alemanes pasa mucho eso, por la densidad y la seriedad, y la magia.
Ahora lo anoté, a su blog, para pasar seguido.
Saludos
gracias e.r., pues Sebald es un autor totalmente recomendable, aunque es cierto que su prosa es tan original como inclasificable, a mediocamino entre el libro de viajes, el discurso interior,la documentación sorprendente sobre hechos aparentemente poco novelescos, y la reflexión metafísica, simplemente hay que leerlo sin prejuicios y perderse en su mundo,
un saludo
Me encantó la estación de amberes Metal y cristal formando un fachada alucinante.
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