Nueva cita de El mundo de Kovalski con el genial escritor húngaro Sándor Márai. Si la semana pasada comentábamos las primeras memorias de Stanislaw Lem, esta semana le ha tocado el turno al segundo libro de memorias que escribiera Márai (el primero es Confesiones de un burgués) y que publicara en 1972. Si en Confesiones... Márai hacía un recorrido descriptivo vital desde su infancia hasta el momento en que acometió tal empresa (1933, nacido en torno a 1900 en Kassa, resulta sorprendente que decidiera llevar a cabo un libro de memorias a tan temprana edad) en esta ¡Tiera, tierra!, Márai se ocupa de un período mucho más corto (de 1944 a 1948) pero terriblemente intenso y decisivo -para él y para Europa. Además observamos en esta entrega un cambio total en el estilo narrativo. Al mero relato de los hechos se incorporan multitud de reflexiones que constituyen pequeños ensayos geniales y que convierten este libro en una auténtica obra magna de sabiduría, de fresco histórico y de emotiva plasmación del alma humana. Así podemos reconocer varias disertaciones que yo titularía más o menos de la siguiente manera: el falso comunista (el desvalijador) -o la entrada de los rusos a las puertas de Budapest para "liberarla" de los nazis-; la criatura del escritor -o el trascendental tema del escritor como individuo, como máscara, como subjetivización de la realidad-; la lengua húngara (el aislamiento) -donde se ocupa de la singularidad de la lengua húngara emparentada únicamente en Europa con la finlandesa y sin ningún tipo de interrelación con las lenguas vecinas-; los nuevos comunistas (los arribistas) -o la aparición de esos afiliados espontáneos que deambulaban en la mediocridad artística y que servían al nuevo gobierno comunista: "esta gente"-; el odio tras la guerra -o como el vecino te odiaba simplemente porque habías salido mejor parado de la guerra-; Ezra Pound y la literatura de posguerra; el sol de Nápoles ("salté a la luz, a la luz pura, después de tanta oscuridad y tanta tiniebla demencial, de vuelta a una luz en la que no se puede hacer trampas, en la que no vale la pena mentir, en la que todo brilla -lo verdadero y lo falso-, salté para mirar la luz cara a cara, una luz que se habría propagado desde allí, en tiempos pasados, hacia la Europa salvaje de las tinieblas"); la apatía -llega un momento en que la impotencia ante la maldad te sume en un estado catártico que te deja inservible: "La apatía constituye un peligro muy grande. Es inmoral y atenta contra la vida. Yo nunca la había sentido. Miré dentro de mi, luego miré alrededor y me pregunté sorprendido: ¿Qué ha ocurrido?"-; el renacimiento de la obra surrealista y populista de Krúdy como subterfugio para soportar el régimen comunista -"Cuando lo enterraron su obra también estaba muerta. Una década más tarde resucitó de forma maravillosa. (...) los autores lo veneraban porque intuían que existía un hombre que estaba creando algo que no tenía precedentes"-; el hombre como una posibilidad, ¿para qué escribo? ("escribía para el cajón, o sea, trabajaba como a veces me habría gustado trabajar en mi época de caricatura: en una soledad perfecta, sin producir ningun eco, pero en la cercanía de una comunidad lingüística de la cual me habían separado en el pasado amargos desengaños y experiencias dolorosas. Vivía como quien ya no tiene posibilidad de hablar con nadie, pero sí de callar con los demás"); etc... Márai tuvo que tomar decisiones fundamentales -riámonos de nuestros conflictos cotidianos-: "No es posible llegar a conocer o comprender las intenciones ni las motivaciones sentimentales de los seres humanos, puesto que la mayoría -y en la mayoría de los casos- ignora asimismo por qué actúa como actúa"; y también: "No resulta creíble que una decisión vital posea más sentido que la necesidad de tener la conciencia limpia: la gente sospecha que la auténtica razón se esconde tras una política de esperar y ver y que se trata de una decisión llena de implicaciones y proyecciones futuras. No es posible convencer a nadie de que alguien rechaza sin interés ni motivo alguno, aunque ese algo le pueda suponer determinados beneficios"; casi nada, decidir si abandonar tu país para siempre o servir al régimen dictatorial y opresivo -cuando no asesino-: "Aquella fue la noche en que me vi obligado a decidir si volvería o no a Budapest. La razón, los razonamientos poseen escasa trascendencia en decisiones así. Hay que decidir sobre la vida de uno, sobre una única posibilidad personal e irreversible, el destino individual, no sobre la patria ni sobre qué tenemos en común con la nación". Márai tuvo la oportunidad de salir del país al poco de terminar la guerra, estuvo en Suiza, Italia y también en París ("hubo algunos momentos en que sentí que lo importante no era ni desplazarse ni llegar, sino tan sólo averiguar qué ocurría dentro de nosotros durante el viaje"). Razonamientos de imposible demostración y de gran estímulo intelectual: "Toynbee, a la edad de ochenta años, escribió un libro más, y en la introducción decía que el estudio de la Historia no permite sacar ninguna conclusión sobre el futuro, porque no es seguro que lo que la gente hizo en determinadas circunstancias en el pasado vuelva a producirse dadas las mismas circunstancias. Hay que resignarse a aceptar que la Historia es indigna de confianza y que es arbitraria, como todo lo hecho por el hombre"; datos de su obra muy apetecibles para los fanáticos de Márai, por ejemplo, en 1945 Márai tenía publicados casi cincuenta libros y unos cuantos en el cajón; y otras consideraciones de gran interés como la importancia decisiva de la lengua húngara en la vida de Márai -su última misión en Budapest fue leer todo lo posible a autores húngaros de segunda fila ya olvidados-; sorprendente su visión acerca de las "mentiras de Europa": "Ha mentido al hablar de arte y no exigir una visión al artista, una visión que posea una fuerza influyente en la realidad y una gran energía creadora exigiéndole en su lugar un producto de masas, una baratija comercial o política que poder comprar y vender. Occidente ha mentido con la música, al arrebatarle la melodía y la armonía para sustituirlas por unos histéricos maullidos convulsos y epilépticos" (!). Bueno, parece que el bueno de Márai no tenía ni puñetera idea de música contemporánea (por dios, Ligeti era compatriota suyo, uno de los grandes nombres de la música del siglo XX), ni de arte abstracto -menos mal que no llegó a conocer a los Chapman ni a Hirst, si no le da algo-, pero al maestro se le perdonan estos deslices, si bien nos llevan a la siguiente reflexión: ¿por qué nadie es perfecto? Resumiendo, grandísimo libro, algo deslabazado -lo cual despierta en el lector cierta simpatía (un libro demasiado estructurado, perfecto en la forma tiende a ofender a la inteligencia de quien lo lee), por ejemplo, un capítulo parece "estar escrito" por su mujer Lola y es absolutamente genial-, y también un libro poco usual en la obra de Márai en cuanto a desarrollo -algo evidente no siendo una novela, aunque Confesiones de un brugués también era autobiográfico y sí se parecía algo más a sus novelas-, y que te invita a estar tomando notas todo el tiempo, como si fuéramos a desaprovechar las ideas que nos ofrece, y lo más importante, la historia transcurre con un trasfondo evidente: la estupidez del comunismo.
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