miércoles, 29 de octubre de 2008

El muro, de Marlen Haushofer


Parece que Siruela está dispuesta a descubrirnos grandes nombres de la literatura centroeuropea del siglo XX. A Robert Walser hay que sumar el nombre de esta austríaca Marlen Haushofer (1920-1970). El muro funciona a modo de parábola metafísica y nos adentra en la capacidad del ser humano por prescindir de todo lo "imprescindible", lo que convierte a la novela en una brillante -aunque un poco evidente a veces- reflexión sobre la inmodestia de la civilización y la corrupción del alma humana por la misma. Haushofer -llamaré así a la protagonista ya que no se nos informa de su identidad- es invitada por unos amigos -primer error: no hacer vida social si puede evitarse- a pasar unos días en su chalet de campo. A las pocas páginas nos encontramos a Haushofer aislada por un muro invisible que ha matado -petrificado- toda vida más allá del mismo y que rodea la zona donde se encuentra el chalet. Ella parece ser la única superviviente en una circunferencia indefinida que comprende al menos lo que abarca la vista en cada una de sus excursiones. Le acompañan en esta particular odisea el perro de sus amigos, más tarde una vaca, un gato y sus crías, total, que aquello se convierte casi en un zoológico. A partir de unas notas Haushofer nos cuenta su historia desde un punto de ésta en la que todo parece permanecer igual. El virtuosismo con el que narra las peripecias diarias desde el comienzo de la pesadilla y la combinación de éstas con pensamientos recurrentes del momento de la transcripción del libro es de una magistral audacia. Estamos ante una enorme narradora. Es cierto que a menudo tenemos la sensación de estar asistiendo a un episodio de Wally en la granja, y nos preguntamos ¿eran necesarios tantos animalitos para contar esta epopeya? También nos podemos quejar de las pocas alusiones a su vida anterior -su viudedad, sus dos hijas adolescentes-, y nos lamentamos con razón pues en estas pocas -pero muy lúcidas- disertaciones acerca del mundo civilizado encontramos a la mejor Haushofer: "Detrás de las cosas aguardaba algo nuevo que yo veía porque mi mente estaba repleta de imágenes antiguas y mis ojos eran incapaces de volver a aprender". Si jugamos a los psicólogos e investigamos un poco en su vida personal vemos como ella tuvo dos hijos y quizás la ausencia de una hija la empujó a que su protagonista tuviera dos hijas por las que no llora -se supone que también han muerto, todos han muerto-:"Fui una buena madre mientras los niños fueron pequeños, pero en cuanto crecieron y fueron al colegio fracasé. (...) No volví a ser verdaderamente feliz. Todo fue cambiando de manera lamentable y yo dejé de vivir de verdad". La vida en el campo la vuelve más fuerte, ¿o estamos ante una proyección onírica? : "No enfermé ni una vez durante aquel invierno. Siempre fui propensa a los resfriados y de pronto no cogía ni uno. Los dolores de cabeza, que tanto me habían hecho sufrir en el pasado, habían desaparecido ya a comienzos del verano". Haushofer ve toda su existencia trastocada, aniquilado en cierta manera su pasado: "Por primera vez en mi vida me sentía en paz, no satisfecha y dichosa, pero sí en paz. Era algo que tenía que ver con las estrellas". ¿Por qué la vida tiene que tener un sentido?: "Ya no buscaba un sentido a las cosas que me hiciera más llevadera la vida". ¿Cuántos "yos" somos capaces de almacenar en nuestro interior? ¿Somos alguien en realidad? "Me había alejado tanto de mi misma como un ser humano puede alejarse". Algunas analogías redundan en lo infantil, los disparates hombre=malo, animalito=bueno, son frecuentes. Uno se pregunta por qué los animales están tan bien con ella, por qué los hombres son tan malos -excepto ella, claro-, por qué el desastre mundial le ha abierto los ojos, por qué tenemos que renegar a nuestro pasado, ¿somos algo sin nuestros recuerdos -(sic) pasé 60 horas en un tren a Berlín para no acordarme después de nada (N.de K.)-?: "Echada en el banco entrecerraba los ojos y veía en el horizonte las cumbres nevadas y los copos blancos que descendían sobre mi rostro en el silencio inmenso y luminoso. No había pensamientos ni recuerdos, sólo la silenciosa y enorme luz de la nieve"; y también: "la soledad me ayudó a ver durante breves instantes sin memoria ni conciencia, el esplendor de la vida". Empeñada en que la humanidad es un desastre: "Ahora los motivos o las disculpas para mentir habían desaparecido definitivamente. Ya no vivía entre los hombres". Asistimos a la claudicación de Haushofer a su condición de ser humano, entregada al cuidado de sus animales -nos detalla sus labores en los últimos dos años y medio, segar hierba, voltearla, cortar leña, ordeñar, encender fuego, preparar la comida, recolectar frutos...- a veces tantas explicaciones nos parecen excesivas, pero realmente son necesarias para entender el cambio tan radical que su mente está sufriendo y que la conducirá al final sorprendente en el que encontramos a una Haushofer cuyos principios morales han sufrido una importante metamorfosis (hasta el punto de que no percibe la posibilidad de haber acabado con la última opción de supervivencia de la especie humana). Toda la narración está impregnada de excelentes parrafadas poético-ecológicas -lo que te obliga a releer muchos fragmentos-, y también hay lugar para reflexiones filosóficas : "Estoy sentada en la mesa y el tiempo se para. Su quietud y su inmovilidad son aterradores (...). Quizás me parece tan terrible porque guarda todo y me permite que nada termine realmente (...). Después de mi muerte nadie sabrá que he asesinado el tiempo". El muro aparece en pocas ocasiones y Haushofer acepta desde el comienzo su indeformable existencia. Lo enigmático no deja de ser una excusa para reformar su vida, para crear su propio mundo -lejos de los hombres. Haushofer -la autora- posee una facultad inusual y es la de conducir al lector hacia paraderos de su ser que ni él sospechaba, contínuamente coloca al lector en la situación de su protagonista y le obliga a hacerse preguntas y reflexiones sobre la existencia, el sentido de la vida y la locura del ser humano. Aunque posiblemente un poco influenciada por el período de guerra fría en el que fue publicada, El muro va más allá de la hipotética -y aterradora- situación que presenta para adentrarse en la maleabilidad del alma humana desde su postura más elemental de insatisfacción existencial. Esta novela fue publicada en Austria en 1962, en 1963 recibió el premio Arthur Schnitzler, y en 1970 murió víctima de un cáncer de huesos.

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